miércoles, noviembre 09, 2011

Mañana con higos

Era lunes, el primer lunes de esas vacaciones, y César no tenía ganas de hacer nada en casa. Incluso quedarse en la cama a ver la televisión le parecía arriesgado: su madre podría inventarle algún quehacer si lo veía ocioso. Le daba miedo, verdadero miedo, que lo mandaran a lavar trastes o a cuidar a Mario. Mario siempre quería que le prestara sus juguetes y no se conformaba con los viejitos; se ponía a llorar y no se calmaba hasta que su madre iba a ver qué sucedía y acababa repartiendo todo, dándole los juguetes viejos a César y los nuevos a Mario. César se volvió para mirarlo en la otra cama de la habitación: todavía estaba dormido, tapado hasta el cuello con la cobija como si no hiciera suficiente calor. Tenía la boca abierta y una mosca parada en la mejilla.

Por la ventana se veía parte del patio, con la camioneta inservible de su padre y la barda de tabique gris coronada de vidrios rotos. El sol daba de lado: eran las diez de la mañana.

César estaba ya pateando las cobijas, listo para levantarse, cuando oyó unos golpes en la puerta de metal que daba a la calle. Pensó que tal vez fuera uno de sus parientes y volvió a meterse en la cama, haciéndose el dormido. No quería saludar a nadie. Pero después de unos minutos no oyó ninguna voz conocida en la sala. Entonces se levantó, descalzo, y fue a asomarse abriendo apenas la puerta.

—Qué bueno que ya te levantaste —le dijo su madre, como si sólo hubiera estado esperándolo.

—No me he levantado. Iba al baño —César temió lo peor: que lo mandaran a pedirle algo a alguna de sus tías.

—Pues ya levántate. Necesito que me hagas un mandado.

—¿Quién vino? —poder cambiar la conversación le dio cierta esperanza.

—El abonero.

Eso era, pensó César sombríamente: lo iban a mandar a pedirle prestado a alguna de sus tías para pagar el abono. Eso significaba que tendría que ser amable y quizá se vería obligado a comer alguna cosa horrible.

—¿Quieres que vaya a pedirle prestado a mi tía Dorita?

—No. Ya le debemos mucho. No va a querer prestarnos más.

—¿A la Víbora entonces?

—Te voy a romper la boca si le sigues diciendo así.

—Todo el mundo le dice así.

—A ti no te importa. Es tu tía.

César se quedó callado, con la decisión de seguir usando para siempre esa palabra.

—Ve a buscar a tu padre.

—Él no va a tener.

—Dile que consiga. Que me urge.

—¿Y si no lo encuentro?

—Búscalo. Ya sabes por dónde anda siempre.

César no preguntó más. Volvió a su cuarto a vestirse. Estaba haciéndolo cuando despertó Mario.

—¿Adónde vas? —le preguntó todavía con un ojo cerrado.

—A ver a mi papá.

—Llévame.

—No.

—Me visto rápido —y efectivamente, el niño todavía no acababa de decir esto cuando ya estaba buscando su pantalón—. Llévame —repitió.

—Que no, entiende —César disfrutaba ese momento—. Voy de volada.

—Le voy a decir a mi mamá.

—Dile. No te va a hacer caso.

Mario volvió a la cama y comenzó a llorar. César terminó de vestirse. Ya iba saliendo cuando su hermano lo incriminó, sin volverse a mirarlo.

—Te vas a ir a robar higos a las huertas. Llévame.

—Voy a buscar a mi papá, Mario. Es un mandado urgente —y salió sin decir más.

Su hermano comenzó a gritar desde el cuarto.

Antes de que su madre le preguntara de mal modo, César explicó:

—Quiere que lo lleve.

—Vete tú solo. Si van juntos se van a ir a robar higos.



César salió de la casa y se fue caminando hacia el puente de acero que cruzaba el río. Por ahí casi no había coches ni gente: no parecía que hubieran empezado las vacaciones. Ya al otro lado, tomó un camino apenas marcado en la tierra suelta, entre montones de basura. Se detuvo ante la portería sin red de una cancha de futbol y dio un salto espectacular para detener un gol. Al fondo se veían los edificios nuevos de un conjunto habitacional. Y luego estaba la fábrica de medicinas, que vertía al aire un olor fuerte y desagradable. César siguió caminando hasta donde la carretera que entraba a la ciudad se dividía en dos. Justo en la Y griega había un cine viejo. Enfrente, un portalito con bancas de madera. Ahí, junto a una tienda de refrescos, dulces y cigarros, estaba su padre mirándolo.

—Quihubo —lo saludó como saludaba a sus amigos, como a César le gustaba que lo saludara.

—Quihubo —le respondió.

Su padre se dio cuenta de que estaba sudando por el calor y la caminata y entró a la tienda sin decir nada. Salió con un refresco en lata.

—Gracias, pa —le dijo César, recibiéndoselo.

—¿Te sacaron de vuelta de la escuela?

—No —el niño estaba ofendido—. ¿Ya se te olvidó que hoy empezaron las vacaciones?

—Ah, es verdad.

César fue al grano:

—Me mandó mi mamá a buscarte. Que si tienes dinero.

—Estoy esperando a que Charlie me pague —explicó el padre, con buen humor. No era un hombre que perdiera el buen humor fácilmente, menos aún por cosas de dinero.

—¿Charlie va a venir aquí?

—Tiene que venir: éste es su negocio —dijo el padre, señalando la tienda de refrescos—. Más bien, uno de sus negocios.

—¿Tiene muchos?

—Cuatro, creo —se quedó viendo cómo César se empinaba lo último de la lata de refresco y luego la pateaba lejos, como si hubiera sido un balón—. ¿Por qué no te sientas? —le hizo lugar en la banca.

César se quedó de pie, mirándolo.

—¿A qué hora viene Charlie?

—Cuando salga del cine —y señaló hacia el frente, hacia el edificio viejo donde había unos carteles pegados en mamparas.

César no estaba satisfecho. Su padre mentía a veces. Le había mentido a él y ya no le creía.

—¿Seguro que está ahí?

—Sí. Yo lo vi cuando entró. Me dijo “Espérame, ahorita que termine la función te pago”.

César no dijo nada más. Esperó a que pasaran un autobús y un par de coches y cruzó hacia el cine. Estaban dando La Montaña del Diablo. Era un cine muy viejo igual que todo lo que había en él: las películas, las butacas, los empleados. No había nadie en la taquilla y el hombre que recibía los boletos en la entrada se había quedado dormido en su silla. Estaba roncando. César se pasó sin hacer ruido, sin ser notado. La empleada de la dulcería se hallaba leyendo una revista y no le dijo nada, así que él se metió tranquilamente a la sala de proyección. Luego que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, no le costó trabajo encontrar a Charlie. La luz de la pantalla iluminaba su gran barriga envuelta en una camisa blanca. Estaba comiendo palomitas, feliz.

César comprendió que su padre no había mentido, por lo menos en lo que se refería a que Charlie estaba en el cine, y salió otra vez sin hacer ruido. Al pasar por la taquilla se fijó en el horario: la película tenía poco de haber empezado. Tardaría como hora y media en terminar. Pensó regresar a casa, descansar un rato y luego volver, pero le dio pereza y además estaba seguro de que su madre no le creería y se iba a enojar. Volvió a la banca donde su padre seguía sentado, mirando los coches que entraban o salían de la ciudad. Se sentó junto a él sin decir nada. Su padre tampoco le dijo nada pero empezó a columpiar los pies igual que él. Después de unos minutos, César se aburrió y se levantó. Pensó que mejor se hubiera quedado en el cine y se hubiera sentado cerca de Charlie para cuidar que no escapara, pero ya había visto esa película y le parecía aburrida. Echó a andar por la carretera. En eso vio a su hermano, quien venía a su encuentro al parecer cansado de caminar. Lo esperó.

—Dice mi mamá que le urge el dinero —le comunicó Mario con tono de autoridad.

—Mi papá está allí —señaló hacia la tienda.

Mario reconoció de lejos la figura de su padre: la gorra de béisbol, la chamarra café.

—Estamos esperando a que Charlie salga del cine —terminó de explicar César.

Su hermano se le quedó viendo como si no le creyera, como si hubiera algo sospechoso en lo que decía.

—¿Y adónde ibas? —trató de cogerlo en falta.

César no supo contestar. En realidad no iba a ninguna parte, sólo quería caminar.

—Ibas a las huertas a robar higos.

Era verdad: las huertas estaban en esa dirección.

—No.

—No mientas, César. Ibas a robar higos.

—Te digo que no.

Estaban discutiendo eso cuando su padre llegó hasta ellos.

—César quería ir a las huertas a robar higos —Mario comenzó a acusar a su hermano.

—No es cierto.

El padre se les quedó viendo a los dos sin decir nada, con tristeza. Se rascó el cuello. De pronto se animó:

—¿Por qué no vamos todos a robar higos? Y se los llevamos a tu mamá para que no se enoje con nosotros.

A los dos niños les pareció maravillosa la idea. Sólo César, por un momento, pensó que si tardaban mucho y Charlie se les escapaba, su madre no se iba a contentar con unos higos. Pero no dijo nada.

El padre se montó a Mario sobre los hombros y tomó a César de la mano y se fueron hacia las huertas. De todos modos los tres sabían que Charlie iba a decir que no tenía dinero.