miércoles, abril 30, 2014

APUNTES SOBRE EL TEMA DEL HÉROE INFANTIL EN LA OBRA DE JOSÉ REVUELTAS



Trazando un mapa de la obra de José Revueltas, se notarán grandes continentes temáticos: la enajenación del hombre en el sistema capitalista, la lucha militante y sus peligros (tanto operativos como ideológicos), la condición humana en su dimensión metafísica, la condición mexicana y sus metáforas... se advierten también, en este mapa, amplias zonas atmosféricas: la fábrica, el barrio proletario, la provincia depauperizada, la cárcel, las miserables viviendas y vecindades donde son más visibles las contradicciones del ser enajenado... y una colección de personajes favoritos, muchas veces esperpénticos: el enfermo, el deforme, el sádico, el derrotado desde siempre, el militante, el padrote, la prostituta, el niño...
            El niño, en la obra de José Revueltas, es un ser en fuga, una víctima ciega y colocada tan al margen de su propio destino que ni siquiera le es permitido ese heroísmo de resistencia o de desprendimiento que Re­vueltas reserva para sus personajes adultos.
            Así tenemos a Eulalio, el hijo de La Chunca, en “Dormir en tierra”. Ni siquiera tiene conciencia de su papel protagónico en las vidas de los otros personajes. Es co­mo el refilón de la miseria de todos, un golpe de rebote de la sordidez del mundo. Y sin embargo, en virtud de es­ta misma marginalidad, es anterior a ellos: “El niño permanecía inmóvil, ahí estaba en el muelle desde hacía muchos años, desde antes de nacer, desde antes de ser un hijo de puta” (Revueltas 9, 114).
            Ni siquiera parece ganar nada con salvarse. Sobrevive, pero se trata de una sobrevivencia que sólo se explica por el dolor de otro, por la soledad y la deses­peranza de otro, y que por la misma razón no parece ser portadora sino de dolor, soledad y desesperanza. En este sentido, Eulalio es un antihéroe.
            Lo mismo sucede con los otros personajes infantiles de Revueltas. Cristóbal, de “El quebranto”, llega al re­for­matorio no para endurecerse y luchar con más fuer­zas, sino para descubrir de una vez por todas que se encuentra irremediablemente solo:
Por la puerta estrecha pintada de blanco sucio, in­clinando un poco la cabeza y con el alma llena de congoja, desapareció Cristóbal. Su chaqueta desteñida desapareció en un fugaz instante, como un ave desplegada sobre el negro definitivo y terrible de la cárcel (Revueltas 8, 71).

Los ejemplos se multiplican. Ahí están el niño huérfano de padre, de “Una mujer en la tierra”, cuyo rostro, al ser “el mismo rostro del amado”, y pesar de ser también la cifra de todo eso que puede justificar el sacrificio, se revela como el presagio de una nueva caída, de otra caí­da del cielo hacia la tierra. Y el bebé de “Preferencias” —“el angelito”—, que muere de miseria pero ante todo de soledad, porque no había nadie para cuidarlo: un niño “tan feo, tan humillado, tan pobre, un niño sin sonrisas, sin amparo, que había vivido siempre en la miseria” (Revueltas 1944, 102). Y luego el de “El hijo ton­to”: un niño de cabeza rapada y piernas temblequeantes, de ojos cegatones, “tan tonto, tan inútil, el pobrecito”...
           
Con las niñas sucede algo semejante, en algún sentido más atroz, por el contraste de otro tipo que se establece. Por lo sexual. Hay, desde luego, una idea de virtud —el terrible culto mexicano de la virtud—, pero es esta misma cualidad lo que hace a las niñas de Revueltas más victimizadas o más perversas o más crueles. Si en la novela decimonónica, en general, perderla lleva a la muerte, en la narrativa de José Revueltas vemos que la virtud, como lo sostenía San Jerónimo, es en sí misma ocasión de pecado y motivo de condenación; no es ne­cesario apartarse de ella, basta con haberla recibido de Dios. Es un don que trae la muerte. Así, en “La hermana enemiga”, la protagonista es torturada moralmente por un sacerdote que le toca los pechos, y el ser víctima la hace sentir aún más culpable.
            A otro tipo pertenece Alicia, la de “La palabra sagrada”. Para ella la virtud y su pérdida no son sino epi­sodios en una misma historia de egoísmo, manipulación y mentira. A su modo, Alicia se encuentra tan ena­jenada, tan prisionera del movimiento centrífugo de su propia realidad, como la niña inocente de “La hermana enemiga”.
            Parece que la infancia femenina, en José Revueltas, está presentada con los mismos claroscuros del realismo decimonónico. Únicamente son como el negativo fotográfico de las otras. Por eso a algunas parece necesario sacrificarlas ritualmente, ofrecerlas como una expiación bárbara, como se hace con la pequeña Bandera de Los días terrenales, o con Chonita, la de El luto humano, o con la misma víctima de “La hermana enemiga”. Resulta inte­resante observar el aspecto ritual que estos hechos aparentemente crueles presentan en Revueltas y habría que rastrearlo a nuestras antiguas tradiciones prehispánicas.
            José Revueltas tenía acceso directo a una antigua y poderosa tradición sacrificial, que incluía entre sus ofrendas niñas púberes e impúberes y que, por in­creíble que parezca, estaba aún viva en los años de El luto humano y Los días terrenales. Entre los nahuas, de todas las posibles víctimas sacrificiales, los niños son los predilectos para los dioses de la lluvia (Nájera 1987, 128). Cuando se quiere pedir agua o que el agua se reti­re, se ofrece un niño o una niña. Y la fe indígena es tan profunda que los creyentes, como el patriarca Abraham, se hallan dispuestos a ofrecer a sus hijos o sobrinos. Esto continúa tan vivo entre nosotros que el último sacrificio celebrado por motivos religiosos tuvo lugar en el año de 1967, en la localidad de Nepisté, “de­bido a una intensa sequía” (Nájera 1987, 223).
            Estos tratan de facilitar la comprensión del papel que juega la infancia en la obra de José Revueltas. Indudablemente hay una idea determinista, en el sentido de que las contradicciones del sistema pueden determinar la vida de los seres humanos desde su infancia, condenándolos ya a ser destruidos, ya a convertirse en un engrane más de la maquinaria destructiva, como Mario Cobián, el niño malo de Los errores, que se entretenía disparando con una pistola a los tinacos de agua de las azoteas vecinas, sólo para ver cómo el agua salía a chorros, a presión, como si los tinacos estuvieran orinando.
            Dice Revueltas, al final del relato “Preferencias”: “Es cuestión únicamente de guardar un gran silencio, un silencio que no tenga límites. Entonces se puede escuchar el llanto de un niño cualquiera, de un niño sin nombre. Porque siempre hay un niño que está llorando sobre la tierra”. (Revueltas 1944, 88)


Bibliografia
Escalante, Evodio. 1979. José Revueltas, una literatura del “lado moridor”. México, Ediciones Era.


Frankenthaler, Marilyn R. 1979. José Revueltas, el solitario solidario. Miami, Ediciones Universal.


Nájera, Martha Ilia. 1987. El don de la sangre en el equilibrio cósmico. El sacrificio y el au­tosacrificio sangriento entre los antiguos mayas. México, Unam, (Instituto de Investigaciones Filológicas. Centro de Estudios Mayas).


Negrín, Edith. 1999. Nocturno en que todo se oye. José Revueltas ante la crítica. México, Ediciones Era - unam.


Ramírez Garrido, Jaime. 1991, Dialéctica de lo terrenal. Ensayo sobre la obra de José Revueltas. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Fondo Editorial Tierra Adentro, Núm. 9).


Revueltas, José. Obras completas (numeradas según la edición de Editorial Era, México).

1. Los muros de agua. 1941.

2. El luto humano. 1943.

3. Los días terrenales. 1949.

4. En algún valle de lágrimas. 1956.

5. Los motivos de Caín. 1957.

6. Los errores. 1964.

7. El apando. 1969.

8. Dios en la tierra. 1944

9. Dormir en tierra. 1960.

10. Material de los sueños. 1974.

11. Las cenizas. 1981.

12. Escritos políticos 1. 1984.

13. Escritos políticos 2. 1984.

14. Escritos políticos 3.1984.

15. México 68: juventud y revolución. 1978.

16. México: una democracia bárbara.      1983.

17. Ensayo sobre un proletariado sin cabeza. 1980.

18. Cuestionamientos e intenciones. 1978.

19. Ensayo sobre México. 1985.

20. Dialéctica de la conciencia. 1982.

21. El cuadrante de la soledad. 1984.

22. El conocimiento cinematográfico y sus problemas. 1981.

23. Tierra y libertad. Guión cinematográfico. 1981.

24. Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas. 1983.

25. Las evocaciones requeridas I. 1987.

26. Las evocaciones requeridas II. 1987.


Ruiz Abreu, Alvaro. 1992. José Revueltas. Los muros de la utopía. México, Cal y Arena, uam-x, 420 pp.


Sánchez Vázquez, Adolfo.1983. Estética y marxismo (dos tomos). México, Ediciones Era.


Slick, Sam L. 1983. José Revueltas. Boston, Twayne Publishers.


Torres, Vicente Francisco. 1985. Visión global de la obra literaria de José Revueltas. México, unam.

lunes, abril 14, 2014

EL JARDÍN SECRETO

(Imagen de Lucky Loser - Deviant Art)


Empezaba a oscurecer cuando Rosa llegó al callejón. Había llovido fuerte, y abajo de las banquetas el agua arrastraba basura: colillas de cigarros, un diario que alguien habría usado para cubrirse. Aún alcanzaban a leerse los encabezados: “El 90% de la ciudad está destruido. Los habitantes resisten heroicamente”.
          Era el 29 de agosto de 1942, finales de quincena y además época de lluvias. No podía esperarse que hubiera muchos clientes. Y, ciertamente, no cayó ni uno en las primeras dos horas de espera. Rosa se pasó el tiempo platicando con las otras muchachas; cuando se cansaba de estar parada, caminaba de un extremo a otro de la cuadra. Pensaba en las noticias de la guerra, que todos los días salían en el periódico: los alemanes avanzaban sobre Estalingrado. Se contaban cosas horribles de esas batallas. Pero ella se sentía contenta desde que despertó, en la mañana: había soñado que en el minúsculo jardín de su casa crecía una cuerda como un árbol, una cuerda para subir al cielo. Ella la miraba desde abajo: gruesa, limpiamente trenzada, tensa; la seguía hacia lo alto con la mirada, con todo y que el sol la deslumbraba de tan brillante, y la veía adelgazarse hasta convertirse un cabello finísimo que atravesaba el velo de las nubes y desaparecía más allá, en algún lugar. Hubiera querido guardar esa imagen como se guarda una foto, pero la hicieron olvidarla las ocupaciones del día. Y ahora aquí estaba, en el callejón, con las otras muchachas, esperando a los clientes que no venían por la lluvia o porque era a finales de quincena.
          No quería terminar en blanco la jornada y por eso, rompiendo la regla de no dar servicios fuera del hotel con el cual todas ellas tenían trato —el Papaloapan, que estaba a la vuelta de la esquina— aceptó irse con el hombre. Era un joven esmirriado, que usaba lentes de cristales muy gruesos y parecía tímido, como que le daba pena de sólo preguntar cuánto. Iba en un cochecito viejo y le dijo a Rosa que vivía ahí cerca, en la calle Mar del Norte. No era tan cerca, pero Rosa aceptó.
          —¿Cuántos años tienes? —le preguntó él cuando ya iban en camino y empezó a acariciarle la rodilla con la mano derecha, mientras conducía con la izquierda.
          —Dieciséis. ¿Y tú?
          —Veintisiete.
          No hablaron más, aunque el hombre no dejó de tocarla. Rosa se dejaba; había aprendido a desconectar su mente de las caricias. Ni siquiera se daba cuenta, entretenida en mirar cómo pasaban a los lados las tiendas todavía abiertas de la calzada de Tacuba.

Le llamó la atención que el hombre viviera entre tanta mugre: su casa estaba llena de polvo, había ropa sucia y libros regados por todas partes.
          —¿Cómo te llamas?
          —Rosa, amor. ¿Y tú?
          —Goyo.
          —¿Y en qué trabajas? —le preguntó por hacer la plática.
          —Voy a la universidad.
          —¿Te dan dinero tus padres?
          —No. Tengo una beca.
          —¿De veras? Has de ser muy inteligente entonces. ¿Y qué estudias?
          —Química —no parecía tener prisa. Se sentó junto a ella en un sofá viejo y lleno de polvo y volvió a empezar a las caricias. Tenía mal aliento: un olor raro y desagradable.
          —¿Y haces experimentos?
          —Claro. Hasta tengo mi propio laboratorio. Aquí mismo, en esta casa.
          —¿Me lo vas a enseñar? —Rosa se puso de pie.
          —Vamos —le dijo él, tomándola de la mano. La llevó a una habitación de tamaño mediano donde tenía dos mesas grandes y varios anaqueles y repisas llenos de matraces y tubos de ensayo.
          —Ahorita vengo. Voy al baño —y la dejó ahí, curioseando.
          Cuando volvió a aparecer, llevaba en la mano una cuerda que le recordó a Rosa su sueño de en la mañana.
          —¿Una cuerda para subir al cielo? —preguntó.
          —Sí —le respondió el hombre.
          Ella sonrió por última vez.