Empezaba a
oscurecer cuando Rosa llegó al callejón. Había llovido fuerte, y abajo de las
banquetas el agua arrastraba basura: colillas de cigarros, un diario que
alguien habría usado para cubrirse. Aún alcanzaban a leerse los encabezados:
“El 90% de la ciudad está destruido. Los habitantes resisten heroicamente”.
Era el 29 de agosto de 1942, finales
de quincena y además época de lluvias. No podía esperarse que hubiera muchos
clientes. Y, ciertamente, no cayó ni uno en las primeras dos horas de espera.
Rosa se pasó el tiempo platicando con las otras muchachas; cuando se cansaba de
estar parada, caminaba de un extremo a otro de la cuadra. Pensaba en las
noticias de la guerra, que todos los días salían en el periódico: los alemanes
avanzaban sobre Estalingrado. Se contaban cosas horribles de esas batallas.
Pero ella se sentía contenta desde que despertó, en la mañana: había soñado que
en el minúsculo jardín de su casa crecía una cuerda como un árbol, una cuerda
para subir al cielo. Ella la miraba desde abajo: gruesa, limpiamente trenzada,
tensa; la seguía hacia lo alto con la mirada, con todo y que el sol la
deslumbraba de tan brillante, y la veía adelgazarse hasta convertirse un
cabello finísimo que atravesaba el velo de las nubes y desaparecía más allá, en
algún lugar. Hubiera querido guardar esa imagen como se guarda una foto, pero
la hicieron olvidarla las ocupaciones del día. Y ahora aquí estaba, en el
callejón, con las otras muchachas, esperando a los clientes que no venían por
la lluvia o porque era a finales de quincena.
No quería terminar en blanco la
jornada y por eso, rompiendo la regla de no dar servicios fuera del hotel con
el cual todas ellas tenían trato —el Papaloapan, que estaba a la vuelta de la
esquina— aceptó irse con el hombre. Era un joven esmirriado, que usaba lentes
de cristales muy gruesos y parecía tímido, como que le daba pena de sólo
preguntar cuánto. Iba en un cochecito viejo y le dijo a Rosa que vivía ahí
cerca, en la calle Mar del Norte. No era tan cerca, pero Rosa aceptó.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó él
cuando ya iban en camino y empezó a acariciarle la rodilla con la mano derecha,
mientras conducía con la izquierda.
—Dieciséis. ¿Y tú?
—Veintisiete.
No hablaron más, aunque el hombre no
dejó de tocarla. Rosa se dejaba; había aprendido a desconectar su mente de las
caricias. Ni siquiera se daba cuenta, entretenida en mirar cómo pasaban a los
lados las tiendas todavía abiertas de la calzada de Tacuba.
Le llamó la
atención que el hombre viviera entre tanta mugre: su casa estaba llena de
polvo, había ropa sucia y libros regados por todas partes.
—¿Cómo te llamas?
—Rosa, amor. ¿Y tú?
—Goyo.
—¿Y en qué trabajas? —le preguntó por
hacer la plática.
—Voy a la universidad.
—¿Te dan dinero tus padres?
—No. Tengo una beca.
—¿De veras? Has de ser muy inteligente
entonces. ¿Y qué estudias?
—Química —no parecía tener prisa. Se
sentó junto a ella en un sofá viejo y lleno de polvo y volvió a empezar a las
caricias. Tenía mal aliento: un olor raro y desagradable.
—¿Y haces experimentos?
—Claro. Hasta tengo mi propio
laboratorio. Aquí mismo, en esta casa.
—¿Me lo vas a enseñar? —Rosa se puso
de pie.
—Vamos —le dijo él, tomándola de la
mano. La llevó a una habitación de tamaño mediano donde tenía dos mesas grandes
y varios anaqueles y repisas llenos de matraces y tubos de ensayo.
—Ahorita vengo. Voy al baño —y la dejó
ahí, curioseando.
Cuando volvió a aparecer, llevaba en
la mano una cuerda que le recordó a Rosa su sueño de en la mañana.
—¿Una cuerda para subir al cielo?
—preguntó.
—Sí —le respondió el hombre.
3 comentarios:
Y para entonces, la destrucción de Stalingrado iba ya por el 92 %, mientras el ascenso de Rosa al cielo era irresistible, gracias a Goyo. Porque como decía un drama expresionista: el culpable no es el asesino, sino la víctima. ¡Bien por ti, Iorek!
Una cuerda para subir al cielo, ni más ni menos. Se siente la presencia de Goyo Cárdenas, Agustín. Saludos.
¡Gracias, amigos!
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