martes, octubre 04, 2011

Parque Murillo

De lunes a viernes, después de las dos de la tarde, tenía lugar en las bancas sombreadas del Parque Murillo una cita que nadie había hecho formalmente. Testigos de ello son los álamos y las jacarandas que todavía están ahí dando su frescura.

En la oficina me concedían dos horas para comer, de dos a cuatro de la tarde. Demasiado tiempo para un hombre de cuarenta años, solterón, acostumbrado a comer rápido y sin compañía. Así que, hecho el trámite en una fonda cercana, no me quedaba para matar el tiempo otra cosa que dar un paseo por las calles y mirar las tiendas. Acababa de ocurrir aquello que dieron en llamar “el error de diciembre” y la gente andaba deprimida: nadie le tenía confianza al presidente Zedillo. Pensaban que él era el asesino de Colosio, en quien se habían fincado tantas esperanzas. Se vendía y se compraba muy poco y por todas partes había comercios cerrados, con letreros de SE TRASPASA ESTE LOCAL pintados en cartulinas fosforescentes y colgados en las cortinas metálicas. De por sí, en aquel barrio alguna vez elegante y ya venido a menos había poco para mirar. Las casas se veían traqueteadas, como esas mujeres que fueron hermosas en su juventud y al pasar de las décadas sólo les queda un perfume de flores marchitas. Así eran las casas ahí: altas, umbrosas, enmudecidas, pintadas de un color ya roñoso bajo la asfixia de las hiedras, con tejados de dos aguas y celosías siempre cerradas. En la avenida principal había pocas tiendas; después de unas cuantas visitas ya conocía uno todo lo que vendían. Se limitaban a una relojería, varias zapaterías, una tienda de novias y un pequeño pasaje lleno de numismáticas y herbolarias. Oficinas sí había muchas, todas del gobierno: edificios oscuros.

No me gustaban los parques. Me parecían refugios de malvivientes, gente que buscaba empleo en el periódico y parejitas exhibicionistas, y peor a la hora de la comida cuando se llenaban de púberes que acababan de salir de la secundaria y andaban por ahí fumando. Pero ese día —ese primer día— me rendí. Me rendí por el calor —estábamos a 38 grados— y porque no había nada más que hacer y porque había tenido un mal día. En la mañana, antes de salir de casa, discutí con mi hermana por una idiotez. Éramos dos solterones a quienes la soledad y la falta de ilusiones habían amargado el carácter. Luego, en la oficina, tuve que volver a hacer un trabajo ya hecho a causa de un error de mi jefa, una jovencita pagada de sí misma recién salida de la universidad. Para colmo, la comida en la fonda había estado demasiado condimentada y mi gastritis me lo echaba en cara. Así que fui al Parque Murillo, busqué una banca sombreada y me senté ahí.

Para mi buena suerte había pocas personas: una pareja cuarentona, pálida y como de 1.50 de estatura, aunque tal vez la mujer mediría un poco más; un hombre como de treinta años, moreno, que llevaba una enorme esclava dorada en la muñeca; una mujer otoñal y, en la misma banca que ella pero en el extremo opuesto, un joven pulcro, vestido con un traje mal cortado y corriente. Cosa extraña, todos estaban dormidos. Será por el bochorno de la tarde, pensé. Sin darme cuenta, yo también me quedé dormido. Soñé que estaba con mi hermana en Cuba, en las playas de Varadero, que yo no sé cómo sabía que eran ésas si nunca había ido. Íbamos los dos tomados de la mano, en dirección a las olas, llenos de temor y de la fascinación del mar, cuando mi sentido de la responsabilidad me despertó. Era hora de regresar a la oficina. Ni siquiera me acordé de mirar si mis compañeros de siesta seguían dormidos.

Estuve de buen humor el resto de la tarde y, tratando de hallar una explicación, me dije que hacía muchos años no dormía tan plácidamente como aquel ratito en el Parque Murillo. No será de sorprenderse que al día siguiente regresara. Sí, regresé al día siguiente y al siguiente y después todos los días, de lunes a viernes. La siesta entre los árboles se volvió mi ración diaria y obligada de goce terrenal. Con el tiempo llegué a tener mi banca, una banca casi propia, que todos reconocían como de mi exclusividad y la respetaban; una banca que me esperaba tarde a tarde a la misma hora como una novia. Por supuesto, algunas veces debí compartirla con personas extrañas a mis codurmientes. Incluso me tocó la molestia de escuchar una discusión de amantes a treinta centímetros de mi oído derecho.

Llegamos a conocernos. No conversábamos mucho, pues íbamos ahí a dormir, pero logramos saber algunas cosas: nuestros nombres, dónde trabajábamos, el signo zodiacal de cada quien, sus manías. Martínez, por ejemplo, el tipo de la esclava dorada, prefería dormir en el parque que en su oficina porque roncaba y se tiraba pedos al mismo tiempo. Y ahí nadie censuraba; nadie tenía necesidad de usar máscaras. La pareja de casi enanos había perdido las esperanzas de tener un hijo, después de quién sabe cuántos estudios y tratamientos. Trabajaban en el mismo edificio, aunque en diferente Dirección, y les gustaba mirar a los niños que salían de la secundaria. Iban ahí, se sentaban en su banca y cerraban los ojos para encontrar dentro de ellos a sus imposibles vástagos. Martínez estaba harto de su esposa: hacía todo por evitarla pero no pensaba divorciarse. Los viernes, en lugar de hacer siesta, visitaba a una mujer joven y atractiva que aceptaba dinero de él. Por su parte, el joven Ramiro se había enamorado de una de sus compañeras de la Secretaría. Nos pedía consejos sobre cómo vestirse, qué colonia usar, adónde llevarla, qué regalarle. Yo no me sentía capaz de hacer recomendaciones sobre esas cosas, y Martínez confesó desde el principio que sólo pensaba en sexo y todas sus advertencias irían necesariamente en esa dirección. Los demás sí le ayudaban, en la medida de su buena fe y su limitada experiencia del mundo.

Fue así como conocí a Jorge, la dama otoñal a quien vi la primera tarde. Jorge era su apellido, no su nombre, pero así le gustaba que la llamaran. Era una mujer viuda y todavía guapa, con una voz que el vicio del tabaco, en lugar de hacer poco femenina, había llenado de aterciopeladas crepitaciones. Vestía con elegancia y tenía unos pechos grandes cuyas estrías brillaban con el sol gracias al escote.

—Es usted muy gentil —me dijo lejana, como nostálgica, la primera vez que hablamos, cuando ya cabeceando en la banca dejó caer una revista y yo me agaché a levantarla. Era una publicación impresa en sepia. No pude evitar ver el título: México al día. Nunca la había visto en los puestos.

—No diga eso —le respondí, modesto, y antes de que se quedara dormida, me apresuré a iniciar la conversación:

—Ya la había visto por aquí. ¿Trabaja usted cerca?

Ella se abanicó un poco con la revista y sonrió.

—Trabajo en el Montecarlo. ¿Lo conoce usted?

—¿El Montecarlo? —me parecía haber oído ese nombre en alguna parte, pero no lo ubicaba.

—¡No me diga que no ha ido!

—Pues...

—Me encargo del guardarropa y de otras tareas sencillas. Entro a las seis de la tarde.

—Ah —fue lo único que atiné a responder. Me quedé callado unos instantes, mirando hacia el frente, donde dos niñas de la secundaria se bromeaban con insultos de los que en mi época sólo se decían entre hombres. Me dio vergüenza que Jorge, tan educada, oyera eso. Pero Jorge ya no oía nada: estaba roncando. Dormía con la boca abierta y casi se recargaba en mi hombro. Su revista había vuelto a desprenderse de sus manos y estaba deshaciéndose en un charco debajo de la banca.

Toda la tarde y aún en la noche, ya acostado, estuve pensando en esa mujer y haciéndome preguntas: dónde trabajaba, por qué se vestía y se pintaba así, de qué trataban las revistas que leía, cómo era su vida. Algo había en ella que me intrigaba y me atraía mucho. Me parecía haberla soñado alguna vez, de niño o de adolescente: un sueño donde había olores de naranjo en flor.

Al día siguiente volvimos a encontrarnos. Me faltó tacto para hacerle las preguntas que tenía en la punta de la lengua.

—Hábleme de usted, Jorge. Cuénteme algo de su vida.

—He tenido muchos errores —me respondió con un tono conclusivo y cerró los ojos, sin agregar nada más. No supe en qué momento se quedó dormida, ahí en la banca, respirando profundamente por la boca. Su boca pintada de rojo.

Al día siguiente no la vi. Pero me senté con Martínez y le pregunté por ella.

—No me he fijado —me dijo—. ¿Cómo es?

Se la describí, inútilmente.

—No, pues la verdad no me acuerdo.

Después de eso vino el sábado, largo, sin tener noticias de Jorge ni manera de comunicarme con ella. ¿Y si se enojó?, me preguntaba a cada rato. Mi hermana se dio cuenta y me preguntó qué tenía. Le conté toda la historia.

—¿Qué clase de loca te has encontrado? El Montecarlo era un cabaret de los años cuarenta.

—Ha de ser otro —le dije, cerrándome mentalmente a la posibilidad de que hubiera algo extraño en lo de Jorge—. Uno nuevo, que se llama igual.

—Y luego ese nombre de Jorge... ¿no será lesbiana, Patito?

—Ya te dije que es su apellido —empezaba a molestarme su manera de expresarse, en primer lugar. En segundo, me irritaba que me llamara así, con ese ridículo apodo que mi mamá me había puesto de niño.

—Bueno, pues... no te enojes.

Nos quedamos callados largo rato. Acabábamos de comer y, enfrente de nosotros, la televisión encendida no lograba llamarnos la atención.

Como todos los sábados, mi hermana y yo reposamos un rato la comida y luego nos arreglamos para ir al cine del barrio. Allá me relajé, dejé de pensar tonterías, disfruté la película. Saliendo fuimos a merendar chocolate con churros, otra cosa que hacíamos los sábados. En la televisión del cafetín hablaban de que los indígenas de Chiapas se habían alzado en armas y le habían declarado la guerra al gobierno de México.

—Va a haber revolución —dijo mi hermana, casi emocionada. Yo le pregunté cómo podía hablar así, con esa sangre fría. Me acordé de mi tía Aurorita, hermana de mi abuela, a quien habían violado los carrancistas; a sus espaldas bromeábamos con que si no se le antojaría una nueva revolución. Pero en ese tiempo éramos niños: no sabíamos lo que decíamos. Se lo dije a mi hermana y ella se rió y empezamos a discutir. No pasó a mayores. Finalmente volvimos en paz a la casa y así, en paz, me dormí. No soñé nada. El domingo pasó rápidamente: es el día que dedicamos a limpiar la casa.

El lunes, por fin, vi a Jorge. Tratando de parecer desinteresado, le pregunté qué había hecho el sábado.

—Fui al cine con mi hermana —me respondió satisfecha.

Ya avanzamos algo —pensé—: tiene una hermana y le gusta el cine. Igual que yo.

—Qué casualidad: yo también fui al cine con mi hermana. Tal vez hasta estuvimos en la misma sala, a la misma hora, sin saberlo.

—Yo fui al estreno de Distinto amanecer. ¿Y usted?

—Este... nosotros fuimos a ver Terminator. Es la que daban en el cine de por la casa.

—Ah —respondió Jorge distraída—. No he oído hablar de ésa.

—Y la que usted fue a ver, ¿es de alguien famoso?

—¡Por supuesto! Es de Julio Bracho. Con Andrea Palma y Pedro Armendáriz en el estelar.

Me sonó como a las películas que pasaban en el Canal 4, pero no dije nada. Jorge no parecía tener muchas ganas de hablar. Se durmió pronto.

En la noche, mi hermana me preguntó qué había pasado con ella. Le conté las cosas a medias, omitiendo por supuesto lo de la película. No quería que volviera a molestarme y no lo hizo.

Jorge y yo seguimos viéndonos en aquella banca. Pasaron días, semanas. En algún momento intenté sacarle algo más. Ella prefirió esconderse, devolverme las preguntas. Le respondí contándole mi vida sin secretos. ¿Qué podía tener yo que valiera la pena ocultar? Nos hicimos amigos, más que amigos. Es decir, éramos muy cercanos, muy semejantes en algún sentido —a ambos nos gustaban los dulces de cacahuate con caramelo y los higos cristalizados que un vendedor callejero llevaba de banca en banca—, pero no llegamos a tener lo que se dice un romance; ni siquiera nos vimos nunca más allá de aquellas bancas. A punto de empezar a sospechar que Jorge estuviera loca, logré reprimir este pensamiento. Es que cada mes ella llevaba un nuevo número de México al día. Y cuando le pedí que me dejara mirarla, vi que la revista era de hacía como cincuenta años y anunciaba cosas que ya no se encontraban: la pasta dentífrica Ipana, la Escuela Bancaria y Comercial de Palma 27, el perfume Printemps de Paris y el rojo de labios de Bourjois que “evita el aspecto pintorreado”, el vino tónico Quina Laroche, la sal de fruta Eno y quién sabe cuántas otras cosas igualmente raras.

Tal vez pudo haberse dado algo más entre nosotros, pero yo no quise. Tuve miedo. Tuve miedo porque la había soñado cuando era niño y no quería romper ese sueño. Una tarde, aprovechando que todos en el parque dormían y nadie iba a vernos, tomé entre las mías las manos de Jorge. Sus manos cubiertas de pecas. Ella me miró intensamente, con sus ojos muy brillantes bajo los párpados pintados de azul, y me dijo:

—La semana que entra va tocar en el Montecarlo el maestro Lara. ¿Por qué no va usted? Yo puedo ayudarle a conseguir uno de los mejores lugares y mire, si no le da sueño desvelarse y me quiere esperar, saliendo de ahí podemos ir a algún lado. El Smyrna lo cierran más tarde.

El “maestro Lara”... ¿hablaba de Agustín Lara? Esto ya era el colmo. Y sin embargo no importaba. No importaba, de verdad. No fui capaz de seguir sosteniendo sus manos ni su mirada. Iba a decirle: “Me da miedo que dejemos de ser amigos”, pero sentí que no iba a entenderme. Al quedar libres sus manos, me puso una en el muslo y me guiñó el ojo.

—Ándele, va a ver que no se arrepiente.

Aunque el corazón empezó a latirme de prisa, hubo algo en ese gesto que me pareció repulsivo. Lo negué, lo eché al fondo de mi conciencia. No cuadraba con la mujer que yo había soñado de niño: una mujer todavía joven porque el sueño ya era muy viejo, hermosa, sutil.

—¿Por qué no mejor va con nosotros a merendar, Jorge? Mi hermana hace buñuelos.

—Le hablo al rato por teléfono —me respondió, seca. No me llamó. No me llamó y además dejó de ir al parque. ¿Y si se enojó?, me preguntaba. Tal vez dije algo que no debía. O tal vez me vi muy sonso. ¿Por qué no aproveché la oportunidad que me estaba dando? Cualquier otro en mi lugar habría sabido qué hacer, me reprochaba continuamente. Todas las tardes esperaba verla aparecer en el parque Murillo y en las noches fantaseaba elaborando escenas en donde Jorge y yo nos reencontrábamos en su mundo, no en éste tan imperfecto; la miraba vestida con un traje de vaporoso organdí, con zapatos de tacón muy alto, fumando sentada en un cojín de terciopelo negro. Nos divertíamos hasta la madrugada en lugares alegres, comenzábamos a besarnos en las calles, recargados en coches antiguos mojados por el rocío nocturno y, ebrios y felices, echábamos a andar entre la niebla de una avenida sin fin.

Volví a preguntarle a Martínez por ella. Les pregunté a todos los demás. Nunca la habían visto. Se están burlando de mí, pensé. Cómo era posible que ninguno hubiera reparado en ella. En ella, que tantas tardes compartió con nosotros ese rato de sueño. No, insistían; no la conocían, ni me habían visto platicando con nadie en esa banca, ni recordaban a ninguna mujer con esas características.

Empecé a dedicar el tiempo de mi siesta a buscar a Jorge. Conseguí las secciones amarillas de los últimos años y ahí busqué el Montecarlo. Había cuatro hoteles de paso y unos baños públicos con ese nombre, todo en diferentes puntos de la ciudad. El tiempo de mi siesta ya no fue suficiente; tuve que sacrificar más y más horas a la investigación. Conocí la ciudad nocturna, yo que antes siempre me refugiaba en casa en cuanto caía la noche. Conocí lugares horribles y en ninguno había una empleada de guardarropa —ni siquiera había guardarropas— que se apellidara Jorge. Finalmente averigüé la dirección del antiguo Salón Montecarlo. Ya no había nada ahí. Nada. Me arrepentí de ser tan tonto. Porque por pura timidez nunca le había pedido a Jorge su número telefónico, aunque ella sí tenía el mío. Pero nunca me llamó ni yo la encontré y, al cabo de unos meses, torné a mi rutina de siestas en el parque Murillo y dejé de fantasear. Volví a mis amigos: a Martínez, a la pareja, al joven Ramiro.

Durante siete años, esas personas y yo nos encontramos de lunes a viernes en el Parque Murillo. Durmiendo 30 minutos cada vez, resulta que compartimos 1,800 horas de sueño: 75 días. Y el sueño es el acto más íntimo de todos, el que requiere más confianza en los demás. Un ser humano dormido es un ser indefenso que voluntariamente se ha abandonado a merced de los otros. El joven Ramiro fue el primero en desertar; consiguió un empleo mejor, en otro rumbo de la ciudad. Luego siguió la pareja: se jubilaron. Siguieron yendo, sin embargo, por costumbre, a dormir la siesta con nosotros. Finalmente se ausentaron por completo. Llegaron otros en su lugar: un ex alcohólico o “borracho seco” como se llamaba a sí mismo, un comerciante del rumbo que padecía gota, una señora divorciada llena de rencor.

De Jorge no volví a saber nada. Un día —creo— se despidió de mí. Así fue la cosa: sintiendo que ya estaba viejo para ser todavía un novato en cosas de mujeres, y como viera que no encontraba a nadie dispuesta a ayudarme, vencí la vergüenza que me daba y llamé a una casa de prostitución que se anunciaba en el periódico; pregunté si entre sus muchachas habría alguna de cincuenta años. Me dijeron que no, que ahí todas tenían menos de veinticuatro, pero que podían darme el teléfono de otra casa donde hallaría lo que estaba buscando. Apunté el número. Tardé dos semanas en atreverme a llamar y finalmente hice la cita —creo que no era necesaria—, tomé un taxi y con la vergüenza de que el chofer supiera adónde iba, le di la dirección.

Se trataba de un lugar ya venido a menos. Había una sala color de rosa, con un sofá cubierto de plástico donde uno se sentaba para que las mujeres se presentaran una por una. Mientras bajaban, y tratando de calmar mis nervios, me puse a mirar. Noté que al fondo había una radio grande, de consola, sobre la cual descansaba una fotografía de Pedro Infante en un portarretratos de madera despostillada. Me dije “Algo de ella está aquí”. Y cuando terminaron de bajar las muchachas me sentía feliz. Todas eran maduras, la más joven tendría cuarenta y tantos años. De repente ya no tenía nervios, sólo prisa por elegir. La mujer que me llevó a su cuarto, escaleras arriba, se parecía a Jorge. Se parecía mucho pero no era ella. No tenía el calor de su piel al sol de las dos de la tarde, ni su perfume, ni su voz crepitante. Pagué caro y viví lo que tenía que vivir.

Cuando bajé la escalera, ya de salida, las mujeres habían encendido la radio. Me di cuenta de que estaba sintonizada en la XEW, en La hora íntima de Agustín Lara. Y de pronto llamó a la estación una mujer cuya voz era igual a la de Jorge y dijo:

—Quiero pedir la canción “Imposible”, dedicada a Patito, de parte de una amiga.

No tuvo que decir su nombre. Yo sabía que era ella y hasta le perdoné lo de “Patito”, aunque me quedé preguntándome cómo le había hecho para saber de ese ridículo apodo.

Aquel mensaje me devolvió la paz. Sé que ni en la XEW ni en ninguna otra estación hay un programa que se llame así. Sé que Agustín Lara murió en 1970, y que el Montecarlo, el Smyrna Club y todos esos lugares dejaron de existir hace mucho tiempo, pero a veces, de repente, al pasar por algún comercio de ésos donde todavía queda una radio vieja, escucho que entra casi sin interferencia La hora íntima de Agustín Lara. Y me detengo unos minutos para oír a la gente que llama pidiendo canciones dedicadas. Cuando oigo esa voz áspera que me llama “Patito”, cierro los ojos y vuelvo a respirar la frescura de los álamos y las jacarandas mientras sostengo en la mía la mano de Jorge, cubierta de pecas y manchada de nicotina.

(Del libro Los pobres de espíritu. México, Patria-Nueva Imagen, 2005).