miércoles, julio 02, 2014

LA TRISTEZA DEL RUSO





No era ruso, por supuesto, pero le apodaban así porque tenía el pelo casi blanco de tan rubio y se parecía a Ivan Drago, el ruso gigantón que había peleado contra Rocky en la película. Doce años de levantar pesas le habían dado una musculatura impresionante.
          Le gustaba el apodo. En realidad, le parecía que cualquier apodo era preferible a su nombre. Se llamaba Florentino. Y el problema no era el nombre en sí, sino el diminutivo, que se le hacía poco masculino. En la secundaria había tenido que moler a golpes a los pocos que se atrevieron a llamarlo “Flor”. Así fue como se le hizo costumbre pelear. Flor. Odiaba ese nombre, aun en las mujeres. Por eso se presentaba así: “Me dicen El Ruso”.
          En el barrio todo el mundo sabía que trabajaba para la policía. Así funcionan las cosas en una comunidad pequeña: los secretos de uno son de todos. Nadie tenía por qué traicionarlo: era un vecino callado y solitario, pero amable. Varias veces se le veía ayudando a alguna señora a cargar su bolsa de comestibles o regañando a los niños que jugaban en la cuadra sin fijarse de los coches. A la señorita de la tienda le daba ternura que pasaba a hacer sus compras y, como no tenía perro que le ladrara (sólo un gato que quién sabe si tendría nombre), se llevaba una cosa de cada cosa: un pan, un jitomate, una cerveza, una manzana, etcétera. Claro, y leche y una bolsita de croquetas para su gato. Como que no se le ocurría que comprar las cosas al mayoreo podía ser más barato y más cómodo. Pagaba y daba las gracias sin sonreír, como siempre. Tal vez quería ocultar que la señorita le gustaba, porque con los otros vecinos llegaba a ser un poquitito más expresivo.
          En su trabajo era distinto: ahí no podía ser amable. Sabía que era por su físico, más que por otra cosa, que los demás policías habían hecho de él una leyenda negra. Lo utilizaban para aterrar a los detenidos, muchas veces sin que fuera siquiera necesaria su presencia: “Déjalo ya —decían, cansados de golpear a algún sospechoso—. Si no canta, se lo dejamos al Ruso para que él lo interrogue”.
          Así era. Pero esta historia se trata de cuando se murió su gato, no de otra cosa. Nadie supo qué le pasó. Parece que ya estaba muy viejo, nada más. El hecho es que, un día, El Ruso se apareció por la tienda con cara de niño regañado y no compró una cosa de cada cosa, sino varias, como haciéndose provisiones. Excepto croquetas.
          —¿Y al gato no le va a comprar nada? —le preguntó la señorita.
          —Se me murió —respondió él. Dejó el dinero en el platón de la báscula y se fue sin esperar el cambio.
          No salió en todo el día. La señorita les contó lo del gato a todos los vecinos que llegaron a comprar algo y, para cuando se hizo de noche, el solitario duelo del Ruso era ya un chisme grande. Los vecinos más metiches y desquehacerados estuvieron pendientes de la puerta de su departamento y de la luz de la ventana, en la noche. Y El Ruso siguió sin salir. No salió tampoco al día siguiente. Quién sabe qué le haría al cuerpo del gato; tal vez lo estuvo velando. Los empleados del carro de la basura dijeron que no les había llegado.
          Al tercer día, la curiosidad se había convertido en una angustia vaga, no declarada. El barrio se sentía desprotegido sin su guardián. Alguien habló de ir a tocarle a la puerta para preguntarle si estaba bien, pero nadie quería arriesgarse a hacerlo enojar. Se echaron volados. Le tocó al de la tintorería, el más cobarde de todos. No le sirvió de nada armarse de valor: El Ruso no quiso abrirle. Finalmente, un chico de la escuela tuvo la idea que hacía falta: se puso a gritarle “¡Flor! ¡Florecita!” desde la calle.
          Sólo entonces salió el Ruso. Salió en chinga, resuelto a castigar al insolente. Le pareció que muchos pares de ojos lo observaban, disimulados detrás de las cortinas de las ventanas, pero no encontró a quien se había atrevido a perturbar su duelo. Y el duelo terminó ahí.
          La vida del barrio volvió a la normalidad.