lunes, diciembre 19, 2011

ESCRIBIR, ¿PARA QUÉ?

Varias veces he oído la queja de que hay más escritores que lectores. Lo dicen como si fuera una señal de decadencia cultural, o como si pensaran que los lectores no van a ser suficientes para tanto escritor y que algunos se quedarán sin ser leídos. Yo creo que es al contrario: una sociedad en la que todo el mundo escribiera sería una sociedad maravillosa, donde todos se atreverían a expresarse sin temor a hacer el ridículo ni nada de eso, donde habría más creatividad, imaginación, pensamiento crítico, sensibilidad hacia los demás; donde habría menos temores soterrados, menos secretos de esos que se le pudren dentro a quien los guarda, menos odios inconfesados. Y menos gente olvidada. Por otra parte, puesto que se lee más rápido de como se escribe, es impensable eso de que alguien se quedara sin lectores. Al contrario, en una sociedad libre de prejuicios canónicos, libre de esos críticos sacerdotes que pretenden filtrar lo que llega a la gente, todo el mundo tendría un libro publicado y lectores para éste.


Es más difícil vivir sin escribir que vivir sin leer. Esto lo sabe el preso que cuenta su historia en los muros de su celda, el náufrago que traza palabras para sí mismo en la arena de una playa perdida, el enfermo que decide llevar un diario de su padecimiento, el enamorado que garabatea en el tronco de un árbol las iniciales de la amada, el adúltero que, no pudiendo callar más, deja testimonio de su pasión en la pared del cuarto de hotel. Lo sabe el adolescente que se pasa horas texteando en el teléfono. Tal vez sea cierto que los amorosos callan, pero lo hacen a su pesar. Todo amante quisiera gritar su amor a los cuatro vientos, que todos se enteraran, que quedara ahí para la eternidad. Quisiera escribirlo.

Será que la necesidad de expresarse es la primera necesidad no biológica que experimentamos al nacer y la última antes de marcharnos. Es que la vida exige ser expresada. El amor exige ser expresado. El deseo. Pero también el dolor, el miedo, el resentimiento.

He escuchado decir a algunas personas: “Escribir, ¿para qué? Yo no tengo talento”. ¿Quién habla de talento? Todo el mundo es capaz de escribir algo que le guste a otra persona. Tal vez “talento” simplemente significa poder escribir algo que les guste a muchas personas, o a pocas pero muy inteligentes o reputadas como tales. Bueno, ¿y? Todo eso es relativo. Además no todos tenemos que ambicionar lo mismo. Algunos escritos, como las cartas de amor, se satisfacen con lograr un efecto en un solo lector.

Borges decía que él escribía para si mismo y para un grupo selecto de amigos. Cioran, por su parte, usaba la escritura como remedio para el insomnio y para postergar su suicidio una noche más. Gabriel García Márquez escribe para que lo quieran. Hay tantos motivos. Personalmente, cuando empiezo a escribir un libro nuevo me siento como quien arma un rompecabezas de 1500 piezas: sé que me dispongo a hacer algo que me llevará muchas horas y requerirá una paciencia enorme y un cuidado extremo, sé que habrá momentos en que deba desbaratar lo hecho y comenzar otra vez, y que hasta es posible que tengas ganas de abandonar el proyecto y empezar otro. Pero sigo trabajando y la mayoría de las veces lo hago con gusto porque sé que cuando termine me dará una emoción enorme ver el rompecabezas ya armado. Esa satisfacción será mi recompensa, y claro, si alguien viene a la casa, me dará mucho gusto enseñarle lo que hice y que me diga que quedó bonito.

Creo que todos escribimos por motivos semejantes. Escribimos para que un día se nos pueda juzgar con justicia. Para que nos quieran, como García Márquez. Para demostrar nuestro cariño también. Para ganar nuevos amigos que vean la vida un poco como nosotros. Escribimos para dialogar con nosotros mismos y porque no todo está dicho todavía. Hay tantas historias que valdría la pena compartir, historias maravillosas, tristísimas, admirables, horripilantes, inspiradoras, deprimentes, asquerosas, cómicas, locas... eso es la vida. Y la vida es fascinante en todos sus colores: cuando es blanca y cuando es negra, cuando es color de rosa, roja, azul, dorada, gris... Escribir nos salva de olvidar eso.

miércoles, noviembre 09, 2011

Mañana con higos

Era lunes, el primer lunes de esas vacaciones, y César no tenía ganas de hacer nada en casa. Incluso quedarse en la cama a ver la televisión le parecía arriesgado: su madre podría inventarle algún quehacer si lo veía ocioso. Le daba miedo, verdadero miedo, que lo mandaran a lavar trastes o a cuidar a Mario. Mario siempre quería que le prestara sus juguetes y no se conformaba con los viejitos; se ponía a llorar y no se calmaba hasta que su madre iba a ver qué sucedía y acababa repartiendo todo, dándole los juguetes viejos a César y los nuevos a Mario. César se volvió para mirarlo en la otra cama de la habitación: todavía estaba dormido, tapado hasta el cuello con la cobija como si no hiciera suficiente calor. Tenía la boca abierta y una mosca parada en la mejilla.

Por la ventana se veía parte del patio, con la camioneta inservible de su padre y la barda de tabique gris coronada de vidrios rotos. El sol daba de lado: eran las diez de la mañana.

César estaba ya pateando las cobijas, listo para levantarse, cuando oyó unos golpes en la puerta de metal que daba a la calle. Pensó que tal vez fuera uno de sus parientes y volvió a meterse en la cama, haciéndose el dormido. No quería saludar a nadie. Pero después de unos minutos no oyó ninguna voz conocida en la sala. Entonces se levantó, descalzo, y fue a asomarse abriendo apenas la puerta.

—Qué bueno que ya te levantaste —le dijo su madre, como si sólo hubiera estado esperándolo.

—No me he levantado. Iba al baño —César temió lo peor: que lo mandaran a pedirle algo a alguna de sus tías.

—Pues ya levántate. Necesito que me hagas un mandado.

—¿Quién vino? —poder cambiar la conversación le dio cierta esperanza.

—El abonero.

Eso era, pensó César sombríamente: lo iban a mandar a pedirle prestado a alguna de sus tías para pagar el abono. Eso significaba que tendría que ser amable y quizá se vería obligado a comer alguna cosa horrible.

—¿Quieres que vaya a pedirle prestado a mi tía Dorita?

—No. Ya le debemos mucho. No va a querer prestarnos más.

—¿A la Víbora entonces?

—Te voy a romper la boca si le sigues diciendo así.

—Todo el mundo le dice así.

—A ti no te importa. Es tu tía.

César se quedó callado, con la decisión de seguir usando para siempre esa palabra.

—Ve a buscar a tu padre.

—Él no va a tener.

—Dile que consiga. Que me urge.

—¿Y si no lo encuentro?

—Búscalo. Ya sabes por dónde anda siempre.

César no preguntó más. Volvió a su cuarto a vestirse. Estaba haciéndolo cuando despertó Mario.

—¿Adónde vas? —le preguntó todavía con un ojo cerrado.

—A ver a mi papá.

—Llévame.

—No.

—Me visto rápido —y efectivamente, el niño todavía no acababa de decir esto cuando ya estaba buscando su pantalón—. Llévame —repitió.

—Que no, entiende —César disfrutaba ese momento—. Voy de volada.

—Le voy a decir a mi mamá.

—Dile. No te va a hacer caso.

Mario volvió a la cama y comenzó a llorar. César terminó de vestirse. Ya iba saliendo cuando su hermano lo incriminó, sin volverse a mirarlo.

—Te vas a ir a robar higos a las huertas. Llévame.

—Voy a buscar a mi papá, Mario. Es un mandado urgente —y salió sin decir más.

Su hermano comenzó a gritar desde el cuarto.

Antes de que su madre le preguntara de mal modo, César explicó:

—Quiere que lo lleve.

—Vete tú solo. Si van juntos se van a ir a robar higos.



César salió de la casa y se fue caminando hacia el puente de acero que cruzaba el río. Por ahí casi no había coches ni gente: no parecía que hubieran empezado las vacaciones. Ya al otro lado, tomó un camino apenas marcado en la tierra suelta, entre montones de basura. Se detuvo ante la portería sin red de una cancha de futbol y dio un salto espectacular para detener un gol. Al fondo se veían los edificios nuevos de un conjunto habitacional. Y luego estaba la fábrica de medicinas, que vertía al aire un olor fuerte y desagradable. César siguió caminando hasta donde la carretera que entraba a la ciudad se dividía en dos. Justo en la Y griega había un cine viejo. Enfrente, un portalito con bancas de madera. Ahí, junto a una tienda de refrescos, dulces y cigarros, estaba su padre mirándolo.

—Quihubo —lo saludó como saludaba a sus amigos, como a César le gustaba que lo saludara.

—Quihubo —le respondió.

Su padre se dio cuenta de que estaba sudando por el calor y la caminata y entró a la tienda sin decir nada. Salió con un refresco en lata.

—Gracias, pa —le dijo César, recibiéndoselo.

—¿Te sacaron de vuelta de la escuela?

—No —el niño estaba ofendido—. ¿Ya se te olvidó que hoy empezaron las vacaciones?

—Ah, es verdad.

César fue al grano:

—Me mandó mi mamá a buscarte. Que si tienes dinero.

—Estoy esperando a que Charlie me pague —explicó el padre, con buen humor. No era un hombre que perdiera el buen humor fácilmente, menos aún por cosas de dinero.

—¿Charlie va a venir aquí?

—Tiene que venir: éste es su negocio —dijo el padre, señalando la tienda de refrescos—. Más bien, uno de sus negocios.

—¿Tiene muchos?

—Cuatro, creo —se quedó viendo cómo César se empinaba lo último de la lata de refresco y luego la pateaba lejos, como si hubiera sido un balón—. ¿Por qué no te sientas? —le hizo lugar en la banca.

César se quedó de pie, mirándolo.

—¿A qué hora viene Charlie?

—Cuando salga del cine —y señaló hacia el frente, hacia el edificio viejo donde había unos carteles pegados en mamparas.

César no estaba satisfecho. Su padre mentía a veces. Le había mentido a él y ya no le creía.

—¿Seguro que está ahí?

—Sí. Yo lo vi cuando entró. Me dijo “Espérame, ahorita que termine la función te pago”.

César no dijo nada más. Esperó a que pasaran un autobús y un par de coches y cruzó hacia el cine. Estaban dando La Montaña del Diablo. Era un cine muy viejo igual que todo lo que había en él: las películas, las butacas, los empleados. No había nadie en la taquilla y el hombre que recibía los boletos en la entrada se había quedado dormido en su silla. Estaba roncando. César se pasó sin hacer ruido, sin ser notado. La empleada de la dulcería se hallaba leyendo una revista y no le dijo nada, así que él se metió tranquilamente a la sala de proyección. Luego que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, no le costó trabajo encontrar a Charlie. La luz de la pantalla iluminaba su gran barriga envuelta en una camisa blanca. Estaba comiendo palomitas, feliz.

César comprendió que su padre no había mentido, por lo menos en lo que se refería a que Charlie estaba en el cine, y salió otra vez sin hacer ruido. Al pasar por la taquilla se fijó en el horario: la película tenía poco de haber empezado. Tardaría como hora y media en terminar. Pensó regresar a casa, descansar un rato y luego volver, pero le dio pereza y además estaba seguro de que su madre no le creería y se iba a enojar. Volvió a la banca donde su padre seguía sentado, mirando los coches que entraban o salían de la ciudad. Se sentó junto a él sin decir nada. Su padre tampoco le dijo nada pero empezó a columpiar los pies igual que él. Después de unos minutos, César se aburrió y se levantó. Pensó que mejor se hubiera quedado en el cine y se hubiera sentado cerca de Charlie para cuidar que no escapara, pero ya había visto esa película y le parecía aburrida. Echó a andar por la carretera. En eso vio a su hermano, quien venía a su encuentro al parecer cansado de caminar. Lo esperó.

—Dice mi mamá que le urge el dinero —le comunicó Mario con tono de autoridad.

—Mi papá está allí —señaló hacia la tienda.

Mario reconoció de lejos la figura de su padre: la gorra de béisbol, la chamarra café.

—Estamos esperando a que Charlie salga del cine —terminó de explicar César.

Su hermano se le quedó viendo como si no le creyera, como si hubiera algo sospechoso en lo que decía.

—¿Y adónde ibas? —trató de cogerlo en falta.

César no supo contestar. En realidad no iba a ninguna parte, sólo quería caminar.

—Ibas a las huertas a robar higos.

Era verdad: las huertas estaban en esa dirección.

—No.

—No mientas, César. Ibas a robar higos.

—Te digo que no.

Estaban discutiendo eso cuando su padre llegó hasta ellos.

—César quería ir a las huertas a robar higos —Mario comenzó a acusar a su hermano.

—No es cierto.

El padre se les quedó viendo a los dos sin decir nada, con tristeza. Se rascó el cuello. De pronto se animó:

—¿Por qué no vamos todos a robar higos? Y se los llevamos a tu mamá para que no se enoje con nosotros.

A los dos niños les pareció maravillosa la idea. Sólo César, por un momento, pensó que si tardaban mucho y Charlie se les escapaba, su madre no se iba a contentar con unos higos. Pero no dijo nada.

El padre se montó a Mario sobre los hombros y tomó a César de la mano y se fueron hacia las huertas. De todos modos los tres sabían que Charlie iba a decir que no tenía dinero.

martes, octubre 04, 2011

Parque Murillo

De lunes a viernes, después de las dos de la tarde, tenía lugar en las bancas sombreadas del Parque Murillo una cita que nadie había hecho formalmente. Testigos de ello son los álamos y las jacarandas que todavía están ahí dando su frescura.

En la oficina me concedían dos horas para comer, de dos a cuatro de la tarde. Demasiado tiempo para un hombre de cuarenta años, solterón, acostumbrado a comer rápido y sin compañía. Así que, hecho el trámite en una fonda cercana, no me quedaba para matar el tiempo otra cosa que dar un paseo por las calles y mirar las tiendas. Acababa de ocurrir aquello que dieron en llamar “el error de diciembre” y la gente andaba deprimida: nadie le tenía confianza al presidente Zedillo. Pensaban que él era el asesino de Colosio, en quien se habían fincado tantas esperanzas. Se vendía y se compraba muy poco y por todas partes había comercios cerrados, con letreros de SE TRASPASA ESTE LOCAL pintados en cartulinas fosforescentes y colgados en las cortinas metálicas. De por sí, en aquel barrio alguna vez elegante y ya venido a menos había poco para mirar. Las casas se veían traqueteadas, como esas mujeres que fueron hermosas en su juventud y al pasar de las décadas sólo les queda un perfume de flores marchitas. Así eran las casas ahí: altas, umbrosas, enmudecidas, pintadas de un color ya roñoso bajo la asfixia de las hiedras, con tejados de dos aguas y celosías siempre cerradas. En la avenida principal había pocas tiendas; después de unas cuantas visitas ya conocía uno todo lo que vendían. Se limitaban a una relojería, varias zapaterías, una tienda de novias y un pequeño pasaje lleno de numismáticas y herbolarias. Oficinas sí había muchas, todas del gobierno: edificios oscuros.

No me gustaban los parques. Me parecían refugios de malvivientes, gente que buscaba empleo en el periódico y parejitas exhibicionistas, y peor a la hora de la comida cuando se llenaban de púberes que acababan de salir de la secundaria y andaban por ahí fumando. Pero ese día —ese primer día— me rendí. Me rendí por el calor —estábamos a 38 grados— y porque no había nada más que hacer y porque había tenido un mal día. En la mañana, antes de salir de casa, discutí con mi hermana por una idiotez. Éramos dos solterones a quienes la soledad y la falta de ilusiones habían amargado el carácter. Luego, en la oficina, tuve que volver a hacer un trabajo ya hecho a causa de un error de mi jefa, una jovencita pagada de sí misma recién salida de la universidad. Para colmo, la comida en la fonda había estado demasiado condimentada y mi gastritis me lo echaba en cara. Así que fui al Parque Murillo, busqué una banca sombreada y me senté ahí.

Para mi buena suerte había pocas personas: una pareja cuarentona, pálida y como de 1.50 de estatura, aunque tal vez la mujer mediría un poco más; un hombre como de treinta años, moreno, que llevaba una enorme esclava dorada en la muñeca; una mujer otoñal y, en la misma banca que ella pero en el extremo opuesto, un joven pulcro, vestido con un traje mal cortado y corriente. Cosa extraña, todos estaban dormidos. Será por el bochorno de la tarde, pensé. Sin darme cuenta, yo también me quedé dormido. Soñé que estaba con mi hermana en Cuba, en las playas de Varadero, que yo no sé cómo sabía que eran ésas si nunca había ido. Íbamos los dos tomados de la mano, en dirección a las olas, llenos de temor y de la fascinación del mar, cuando mi sentido de la responsabilidad me despertó. Era hora de regresar a la oficina. Ni siquiera me acordé de mirar si mis compañeros de siesta seguían dormidos.

Estuve de buen humor el resto de la tarde y, tratando de hallar una explicación, me dije que hacía muchos años no dormía tan plácidamente como aquel ratito en el Parque Murillo. No será de sorprenderse que al día siguiente regresara. Sí, regresé al día siguiente y al siguiente y después todos los días, de lunes a viernes. La siesta entre los árboles se volvió mi ración diaria y obligada de goce terrenal. Con el tiempo llegué a tener mi banca, una banca casi propia, que todos reconocían como de mi exclusividad y la respetaban; una banca que me esperaba tarde a tarde a la misma hora como una novia. Por supuesto, algunas veces debí compartirla con personas extrañas a mis codurmientes. Incluso me tocó la molestia de escuchar una discusión de amantes a treinta centímetros de mi oído derecho.

Llegamos a conocernos. No conversábamos mucho, pues íbamos ahí a dormir, pero logramos saber algunas cosas: nuestros nombres, dónde trabajábamos, el signo zodiacal de cada quien, sus manías. Martínez, por ejemplo, el tipo de la esclava dorada, prefería dormir en el parque que en su oficina porque roncaba y se tiraba pedos al mismo tiempo. Y ahí nadie censuraba; nadie tenía necesidad de usar máscaras. La pareja de casi enanos había perdido las esperanzas de tener un hijo, después de quién sabe cuántos estudios y tratamientos. Trabajaban en el mismo edificio, aunque en diferente Dirección, y les gustaba mirar a los niños que salían de la secundaria. Iban ahí, se sentaban en su banca y cerraban los ojos para encontrar dentro de ellos a sus imposibles vástagos. Martínez estaba harto de su esposa: hacía todo por evitarla pero no pensaba divorciarse. Los viernes, en lugar de hacer siesta, visitaba a una mujer joven y atractiva que aceptaba dinero de él. Por su parte, el joven Ramiro se había enamorado de una de sus compañeras de la Secretaría. Nos pedía consejos sobre cómo vestirse, qué colonia usar, adónde llevarla, qué regalarle. Yo no me sentía capaz de hacer recomendaciones sobre esas cosas, y Martínez confesó desde el principio que sólo pensaba en sexo y todas sus advertencias irían necesariamente en esa dirección. Los demás sí le ayudaban, en la medida de su buena fe y su limitada experiencia del mundo.

Fue así como conocí a Jorge, la dama otoñal a quien vi la primera tarde. Jorge era su apellido, no su nombre, pero así le gustaba que la llamaran. Era una mujer viuda y todavía guapa, con una voz que el vicio del tabaco, en lugar de hacer poco femenina, había llenado de aterciopeladas crepitaciones. Vestía con elegancia y tenía unos pechos grandes cuyas estrías brillaban con el sol gracias al escote.

—Es usted muy gentil —me dijo lejana, como nostálgica, la primera vez que hablamos, cuando ya cabeceando en la banca dejó caer una revista y yo me agaché a levantarla. Era una publicación impresa en sepia. No pude evitar ver el título: México al día. Nunca la había visto en los puestos.

—No diga eso —le respondí, modesto, y antes de que se quedara dormida, me apresuré a iniciar la conversación:

—Ya la había visto por aquí. ¿Trabaja usted cerca?

Ella se abanicó un poco con la revista y sonrió.

—Trabajo en el Montecarlo. ¿Lo conoce usted?

—¿El Montecarlo? —me parecía haber oído ese nombre en alguna parte, pero no lo ubicaba.

—¡No me diga que no ha ido!

—Pues...

—Me encargo del guardarropa y de otras tareas sencillas. Entro a las seis de la tarde.

—Ah —fue lo único que atiné a responder. Me quedé callado unos instantes, mirando hacia el frente, donde dos niñas de la secundaria se bromeaban con insultos de los que en mi época sólo se decían entre hombres. Me dio vergüenza que Jorge, tan educada, oyera eso. Pero Jorge ya no oía nada: estaba roncando. Dormía con la boca abierta y casi se recargaba en mi hombro. Su revista había vuelto a desprenderse de sus manos y estaba deshaciéndose en un charco debajo de la banca.

Toda la tarde y aún en la noche, ya acostado, estuve pensando en esa mujer y haciéndome preguntas: dónde trabajaba, por qué se vestía y se pintaba así, de qué trataban las revistas que leía, cómo era su vida. Algo había en ella que me intrigaba y me atraía mucho. Me parecía haberla soñado alguna vez, de niño o de adolescente: un sueño donde había olores de naranjo en flor.

Al día siguiente volvimos a encontrarnos. Me faltó tacto para hacerle las preguntas que tenía en la punta de la lengua.

—Hábleme de usted, Jorge. Cuénteme algo de su vida.

—He tenido muchos errores —me respondió con un tono conclusivo y cerró los ojos, sin agregar nada más. No supe en qué momento se quedó dormida, ahí en la banca, respirando profundamente por la boca. Su boca pintada de rojo.

Al día siguiente no la vi. Pero me senté con Martínez y le pregunté por ella.

—No me he fijado —me dijo—. ¿Cómo es?

Se la describí, inútilmente.

—No, pues la verdad no me acuerdo.

Después de eso vino el sábado, largo, sin tener noticias de Jorge ni manera de comunicarme con ella. ¿Y si se enojó?, me preguntaba a cada rato. Mi hermana se dio cuenta y me preguntó qué tenía. Le conté toda la historia.

—¿Qué clase de loca te has encontrado? El Montecarlo era un cabaret de los años cuarenta.

—Ha de ser otro —le dije, cerrándome mentalmente a la posibilidad de que hubiera algo extraño en lo de Jorge—. Uno nuevo, que se llama igual.

—Y luego ese nombre de Jorge... ¿no será lesbiana, Patito?

—Ya te dije que es su apellido —empezaba a molestarme su manera de expresarse, en primer lugar. En segundo, me irritaba que me llamara así, con ese ridículo apodo que mi mamá me había puesto de niño.

—Bueno, pues... no te enojes.

Nos quedamos callados largo rato. Acabábamos de comer y, enfrente de nosotros, la televisión encendida no lograba llamarnos la atención.

Como todos los sábados, mi hermana y yo reposamos un rato la comida y luego nos arreglamos para ir al cine del barrio. Allá me relajé, dejé de pensar tonterías, disfruté la película. Saliendo fuimos a merendar chocolate con churros, otra cosa que hacíamos los sábados. En la televisión del cafetín hablaban de que los indígenas de Chiapas se habían alzado en armas y le habían declarado la guerra al gobierno de México.

—Va a haber revolución —dijo mi hermana, casi emocionada. Yo le pregunté cómo podía hablar así, con esa sangre fría. Me acordé de mi tía Aurorita, hermana de mi abuela, a quien habían violado los carrancistas; a sus espaldas bromeábamos con que si no se le antojaría una nueva revolución. Pero en ese tiempo éramos niños: no sabíamos lo que decíamos. Se lo dije a mi hermana y ella se rió y empezamos a discutir. No pasó a mayores. Finalmente volvimos en paz a la casa y así, en paz, me dormí. No soñé nada. El domingo pasó rápidamente: es el día que dedicamos a limpiar la casa.

El lunes, por fin, vi a Jorge. Tratando de parecer desinteresado, le pregunté qué había hecho el sábado.

—Fui al cine con mi hermana —me respondió satisfecha.

Ya avanzamos algo —pensé—: tiene una hermana y le gusta el cine. Igual que yo.

—Qué casualidad: yo también fui al cine con mi hermana. Tal vez hasta estuvimos en la misma sala, a la misma hora, sin saberlo.

—Yo fui al estreno de Distinto amanecer. ¿Y usted?

—Este... nosotros fuimos a ver Terminator. Es la que daban en el cine de por la casa.

—Ah —respondió Jorge distraída—. No he oído hablar de ésa.

—Y la que usted fue a ver, ¿es de alguien famoso?

—¡Por supuesto! Es de Julio Bracho. Con Andrea Palma y Pedro Armendáriz en el estelar.

Me sonó como a las películas que pasaban en el Canal 4, pero no dije nada. Jorge no parecía tener muchas ganas de hablar. Se durmió pronto.

En la noche, mi hermana me preguntó qué había pasado con ella. Le conté las cosas a medias, omitiendo por supuesto lo de la película. No quería que volviera a molestarme y no lo hizo.

Jorge y yo seguimos viéndonos en aquella banca. Pasaron días, semanas. En algún momento intenté sacarle algo más. Ella prefirió esconderse, devolverme las preguntas. Le respondí contándole mi vida sin secretos. ¿Qué podía tener yo que valiera la pena ocultar? Nos hicimos amigos, más que amigos. Es decir, éramos muy cercanos, muy semejantes en algún sentido —a ambos nos gustaban los dulces de cacahuate con caramelo y los higos cristalizados que un vendedor callejero llevaba de banca en banca—, pero no llegamos a tener lo que se dice un romance; ni siquiera nos vimos nunca más allá de aquellas bancas. A punto de empezar a sospechar que Jorge estuviera loca, logré reprimir este pensamiento. Es que cada mes ella llevaba un nuevo número de México al día. Y cuando le pedí que me dejara mirarla, vi que la revista era de hacía como cincuenta años y anunciaba cosas que ya no se encontraban: la pasta dentífrica Ipana, la Escuela Bancaria y Comercial de Palma 27, el perfume Printemps de Paris y el rojo de labios de Bourjois que “evita el aspecto pintorreado”, el vino tónico Quina Laroche, la sal de fruta Eno y quién sabe cuántas otras cosas igualmente raras.

Tal vez pudo haberse dado algo más entre nosotros, pero yo no quise. Tuve miedo. Tuve miedo porque la había soñado cuando era niño y no quería romper ese sueño. Una tarde, aprovechando que todos en el parque dormían y nadie iba a vernos, tomé entre las mías las manos de Jorge. Sus manos cubiertas de pecas. Ella me miró intensamente, con sus ojos muy brillantes bajo los párpados pintados de azul, y me dijo:

—La semana que entra va tocar en el Montecarlo el maestro Lara. ¿Por qué no va usted? Yo puedo ayudarle a conseguir uno de los mejores lugares y mire, si no le da sueño desvelarse y me quiere esperar, saliendo de ahí podemos ir a algún lado. El Smyrna lo cierran más tarde.

El “maestro Lara”... ¿hablaba de Agustín Lara? Esto ya era el colmo. Y sin embargo no importaba. No importaba, de verdad. No fui capaz de seguir sosteniendo sus manos ni su mirada. Iba a decirle: “Me da miedo que dejemos de ser amigos”, pero sentí que no iba a entenderme. Al quedar libres sus manos, me puso una en el muslo y me guiñó el ojo.

—Ándele, va a ver que no se arrepiente.

Aunque el corazón empezó a latirme de prisa, hubo algo en ese gesto que me pareció repulsivo. Lo negué, lo eché al fondo de mi conciencia. No cuadraba con la mujer que yo había soñado de niño: una mujer todavía joven porque el sueño ya era muy viejo, hermosa, sutil.

—¿Por qué no mejor va con nosotros a merendar, Jorge? Mi hermana hace buñuelos.

—Le hablo al rato por teléfono —me respondió, seca. No me llamó. No me llamó y además dejó de ir al parque. ¿Y si se enojó?, me preguntaba. Tal vez dije algo que no debía. O tal vez me vi muy sonso. ¿Por qué no aproveché la oportunidad que me estaba dando? Cualquier otro en mi lugar habría sabido qué hacer, me reprochaba continuamente. Todas las tardes esperaba verla aparecer en el parque Murillo y en las noches fantaseaba elaborando escenas en donde Jorge y yo nos reencontrábamos en su mundo, no en éste tan imperfecto; la miraba vestida con un traje de vaporoso organdí, con zapatos de tacón muy alto, fumando sentada en un cojín de terciopelo negro. Nos divertíamos hasta la madrugada en lugares alegres, comenzábamos a besarnos en las calles, recargados en coches antiguos mojados por el rocío nocturno y, ebrios y felices, echábamos a andar entre la niebla de una avenida sin fin.

Volví a preguntarle a Martínez por ella. Les pregunté a todos los demás. Nunca la habían visto. Se están burlando de mí, pensé. Cómo era posible que ninguno hubiera reparado en ella. En ella, que tantas tardes compartió con nosotros ese rato de sueño. No, insistían; no la conocían, ni me habían visto platicando con nadie en esa banca, ni recordaban a ninguna mujer con esas características.

Empecé a dedicar el tiempo de mi siesta a buscar a Jorge. Conseguí las secciones amarillas de los últimos años y ahí busqué el Montecarlo. Había cuatro hoteles de paso y unos baños públicos con ese nombre, todo en diferentes puntos de la ciudad. El tiempo de mi siesta ya no fue suficiente; tuve que sacrificar más y más horas a la investigación. Conocí la ciudad nocturna, yo que antes siempre me refugiaba en casa en cuanto caía la noche. Conocí lugares horribles y en ninguno había una empleada de guardarropa —ni siquiera había guardarropas— que se apellidara Jorge. Finalmente averigüé la dirección del antiguo Salón Montecarlo. Ya no había nada ahí. Nada. Me arrepentí de ser tan tonto. Porque por pura timidez nunca le había pedido a Jorge su número telefónico, aunque ella sí tenía el mío. Pero nunca me llamó ni yo la encontré y, al cabo de unos meses, torné a mi rutina de siestas en el parque Murillo y dejé de fantasear. Volví a mis amigos: a Martínez, a la pareja, al joven Ramiro.

Durante siete años, esas personas y yo nos encontramos de lunes a viernes en el Parque Murillo. Durmiendo 30 minutos cada vez, resulta que compartimos 1,800 horas de sueño: 75 días. Y el sueño es el acto más íntimo de todos, el que requiere más confianza en los demás. Un ser humano dormido es un ser indefenso que voluntariamente se ha abandonado a merced de los otros. El joven Ramiro fue el primero en desertar; consiguió un empleo mejor, en otro rumbo de la ciudad. Luego siguió la pareja: se jubilaron. Siguieron yendo, sin embargo, por costumbre, a dormir la siesta con nosotros. Finalmente se ausentaron por completo. Llegaron otros en su lugar: un ex alcohólico o “borracho seco” como se llamaba a sí mismo, un comerciante del rumbo que padecía gota, una señora divorciada llena de rencor.

De Jorge no volví a saber nada. Un día —creo— se despidió de mí. Así fue la cosa: sintiendo que ya estaba viejo para ser todavía un novato en cosas de mujeres, y como viera que no encontraba a nadie dispuesta a ayudarme, vencí la vergüenza que me daba y llamé a una casa de prostitución que se anunciaba en el periódico; pregunté si entre sus muchachas habría alguna de cincuenta años. Me dijeron que no, que ahí todas tenían menos de veinticuatro, pero que podían darme el teléfono de otra casa donde hallaría lo que estaba buscando. Apunté el número. Tardé dos semanas en atreverme a llamar y finalmente hice la cita —creo que no era necesaria—, tomé un taxi y con la vergüenza de que el chofer supiera adónde iba, le di la dirección.

Se trataba de un lugar ya venido a menos. Había una sala color de rosa, con un sofá cubierto de plástico donde uno se sentaba para que las mujeres se presentaran una por una. Mientras bajaban, y tratando de calmar mis nervios, me puse a mirar. Noté que al fondo había una radio grande, de consola, sobre la cual descansaba una fotografía de Pedro Infante en un portarretratos de madera despostillada. Me dije “Algo de ella está aquí”. Y cuando terminaron de bajar las muchachas me sentía feliz. Todas eran maduras, la más joven tendría cuarenta y tantos años. De repente ya no tenía nervios, sólo prisa por elegir. La mujer que me llevó a su cuarto, escaleras arriba, se parecía a Jorge. Se parecía mucho pero no era ella. No tenía el calor de su piel al sol de las dos de la tarde, ni su perfume, ni su voz crepitante. Pagué caro y viví lo que tenía que vivir.

Cuando bajé la escalera, ya de salida, las mujeres habían encendido la radio. Me di cuenta de que estaba sintonizada en la XEW, en La hora íntima de Agustín Lara. Y de pronto llamó a la estación una mujer cuya voz era igual a la de Jorge y dijo:

—Quiero pedir la canción “Imposible”, dedicada a Patito, de parte de una amiga.

No tuvo que decir su nombre. Yo sabía que era ella y hasta le perdoné lo de “Patito”, aunque me quedé preguntándome cómo le había hecho para saber de ese ridículo apodo.

Aquel mensaje me devolvió la paz. Sé que ni en la XEW ni en ninguna otra estación hay un programa que se llame así. Sé que Agustín Lara murió en 1970, y que el Montecarlo, el Smyrna Club y todos esos lugares dejaron de existir hace mucho tiempo, pero a veces, de repente, al pasar por algún comercio de ésos donde todavía queda una radio vieja, escucho que entra casi sin interferencia La hora íntima de Agustín Lara. Y me detengo unos minutos para oír a la gente que llama pidiendo canciones dedicadas. Cuando oigo esa voz áspera que me llama “Patito”, cierro los ojos y vuelvo a respirar la frescura de los álamos y las jacarandas mientras sostengo en la mía la mano de Jorge, cubierta de pecas y manchada de nicotina.

(Del libro Los pobres de espíritu. México, Patria-Nueva Imagen, 2005).

domingo, agosto 28, 2011

Cacería de brujas


Después de no publicar poesía desde 1995, tengo un nuevo libro. Se llama Cacería de brujas y se trata de una colección de piezas reunidas a la largo de los años, que en conjunto intentan formar un álbum de instantáneas de personajes femeninos urbanos. El libro ha aparecido bajo el sello de Bonobos,colección Oval,en una edición muy bonita y gracias al apoyo de Javier de la Mora y Santiago Matías. Presento aquí algunas de las piezas que lo componen.


Empleada bancaria

La sacerdotisa del dinero,
que en la baraja de la lujuria
está entre dos columnas de Wall Street,
sostiene en su fragante regazo
una esmeraldina cuenta de cheques.

Oficia todos los días,
de lunes a viernes
y de nueve de la mañana a tres de la tarde,
salvo días festivos.
El lunes, santo de las monedas de plata,
de la divina Onza Troy, virgen y mártir,
oficia con blazer blanco.
Sus hábitos se repiten cada semana,
según marca el santoral del dinero.

Como sacerdotisa que es
cuida bien los objetos del culto:
sus dientes reciben continuas abluciones
gracias a las cuales mantiene su sonrisa,
su expresión amable, dulce, descarada.

La sacerdotisa del dinero
tiene su templo cerca de mi casa,
un templo lleno de luz y de plantas
y de sacras computadoras.

Becerro de Oro,
Dios Acuñado,
ídolo de la ese y su vertical,
quién fuera tu feligrés
para morder ese pan de comunión,
degustar el vino que guarda
el cáliz numismático de tu sacerdotisa.


La ciega

La sombra, con sus uñas,
descascaró la realidad.
El mundo, de otro mundo,
como la piel de una muñeca
se desprendió.

Sólo eso que es verdad
siguió visible.
Pareciera que contempla algo y, tal vez,
con el alma, sí contempla.

En el cielo de sus ojos
el viento del deseo agita,
enturbia esas nubes suyas.


La dentista

Tiende su telaraña en ciertas accesorias,
en las ventanas altas de algunos edificios;
desde allí te acecha con su letrero azul y blanco,
su puerta cancel, su cédula profesional.

Con largas patas de metal, dentadas,
cubiertas de acerados vellos,
te atrapa en su silla: el centro de la telaraña.
Te inyecta su veneno
para que no puedas moverte.
Te paraliza, te somete.
Te dejas hacer todo,
incapaz de apartar la vista
de sus bellos ojos letales,
de sus pechos que se mecen sobre tu cuerpo
bajo la bata blanca,
irradiando hasta ti su aroma de láctea xylocaína.

La dentista conoce sus poderes.
Cuando por fin te deja libre,
se quita el tapabocas y sonríe;
sabe que no podrás dejar de verla,
ya no tienes cómo resistirte a sus encantos.

La cita
es para la próxima semana.


Una mujer convida a otra a su cama


Una mujer convida a otra a su cama.
Lo que hacen ellas es como la noche
que se encuentra con el agua:
azul sobre azul y azul en negro.
Entrañar esa carne que respira en luz
más allá del cuerpo.
Un abismo despeñado en otro:
sólo ellas han podido vislumbrarlo.

Su amor es quizá
demasiado día para las tinieblas del hombre.

Ahí estará, lejos,
como la casa que nunca habitaremos.

Hay amores así
como hay perfumes nocturnos
y las flores que los dan
mueren de día.


Niña muerta

Cuando una mujer muere niña,
antes que su corazón intuya al hombre,
las flores que iban a adornarla
se vuelven blancas
y si iban a ser blancas
se vuelven rojas.

Las lágrimas que tendría de mujer
se derraman en aromas.

Cuando una niña muere
antes de saber que era de carne,
el cadáver alumbra el cajón
como una roja flor de luz.
Porque ella no cayó nunca en la tierra,
no tuvo que ver con alas ni serpientes.

No salió nunca del Jardín.


La mamacita del barrio

Por la escalera de la vecindad viene bañada.
El aroma de sus cabellos húmedos
se mezcla en el aire con un olor de arroz frito
que sale de las ventanas,
se enreda con los perfumes de las macetas
que se alinean pegadas a los muros
en ambos lados del larguísimo patio.

La minifalda guiña el ojo
con cada escalón que baja.

Princesa rosa de algodón de azúcar,
sirena de los charcos de la cuadra,
iridiscente lamia de quinto patio y matiné dominical,
pantera de charol.

¿Qué le has hecho al boxeador,
que ya no gana ni en reyertas de cantina?

¿Qué le diste al as de los billares,
que en las noches llega borracho
y delirando con el aura rolliza de tus muslos?

Termina por fin de bajar la escalera.
Los tacones cantan por el pasillo.
Esas paredes viejas le dan escalofríos.
Alguien le chifla desde el fondo.
Antes de salir a la calle
se detiene en el zaguán, se echa en la boca un chicle
y le da un beso a su medalla.


Mujer adúltera

Cuando la sorprendieron
aún eruptaban sus labios hilos de semen.

Fue tanto el placer y tanta la dicha
que todavía, al recordarlo,
es capaz de sonreír,
sólo un instante antes de que otra piedra
lanzada con especial inquina,
le haga tragar sus propios dientes.

jueves, junio 02, 2011

Una insaciable sed de vivir


La idea del buen vivir ha cambiado de una época a otra y de una cultura a otra. Se asocia generalmente con el poder económico, pero, al margen de éste, existe un tipo de bon vivant que en todas las épocas ha sido capaz de dictar modas. Se trata precisamente de aquel que, por su casi ilimitada movilidad dentro de la escala de lo humano, transita de la opulencia a la miseria, de los palacios a las cloacas: el artista. Su relación en este sentido con el hombre de sociedad podría explicarse de acuerdo con la interpretación nietzscheana de lo apolíneo y lo dionisiaco. Es apolíneo aquel que, siguiendo la tradición de Epicuro, disfruta las cosas buenas de la vida y ha logrado convertir este disfrute en una virtud. Es dionisiaco aquel que, como Ernest Hemingway, Baudelaire, Rimbaud, Picasso y muchos otros, sufre por exceso de energía y trata de aliviar éste en el ejercicio de los placeres.

El primer tipo de hombre toma lo que le gusta, desechando lo que no, y se detiene allí donde rebasar un límite podría amenazar la continuidad de la vida. Sabe siempre hasta donde ir. Piensa que está bien disfrutar pero que no es necesario excederse.

El dionisiaco, en cambio, es un insaciable. A causa de su honda herida narcisista, ningún placer será suficiente para él. No ofrece ni acepta las sensaciones pequeñas porque todas lo han dejado insatisfecho. Apura la vida con la avidez de un náufrago y en esta búsqueda de sensaciones no le importa salir al encuentro de aquello que, aparentemente, debería contradecir el principio del goce: el dolor, el peligro, la violencia, la extinción.

El primer tipo de bon vivant es un producto puro del siglo XVIII, época de oro de las aristocracias decadentes, de la diversión como credo de vida, del juego, de las emociones civilizadas y del buen gusto. El segundo, es la encarnación misma del romántico espíritu decimonónico, época de claroscuros, de actos de voluntad, de rebeldía social, de búsqueda de lo titánico y de culto a la personalidad y a la transgresión.

En vista de lo anterior, la figura de Ernest Hemingway, y aunque este juicio podría sorprender a muchos de sus lectores, aparece como la más romántica de la Generación Perdida y acaso de todo el siglo XX. En efecto, tanto en su obra como en esa gran historia de pasión vital que fue su vida misma, Hemingway logró conformar un credo estético tan orgánico que pudo rebasar los terrenos de la literatura y convertirse en credo de vida. Sus ejes: el impulso de la aventura y el culto del coraje y del hombre extraordinario.

Como Byron y otros grandes románticos, acorraló la vida hasta extraer de ella la última gota de sensación. Tuvo una infancia tranquila, una adolescencia inquieta y, en cuanto pudo levantar el vuelo, se dedicó a vivir profesionalmente el peligro. Sobre todo el peligro de la guerra. Hay quienes huyen de la vida para vivir más, porque creen que vivir es perdurar. Hemingway —y así lo demostró con ese último gesto titánico que fue su muerte— quería sentir, no permanecer. Por eso buscó la vida incluso en aquellas experiencias —o especialmente en ellas— que habrían podido amenazarla: el encuentro con el peligro y con la violencia, el culto de la energía, la búsqueda de la sensación extrema.

Gracias a su permanente ansia de ver el mundo en sus más ocultos matices, conoció todas las escalas sociales y viajó por casi todo el mundo. Con el tiempo, esto le permitió hacerse de un gusto exquisito, perfecto complemento de su espíritu dionisiaco. Ciertamente, Ernest Hemingway era un gourmet capaz de seducir a la mujer más exigente aderezándole él mismo una cena exótica acompañada con bebidas a un tiempo suaves y fuertes, seductoras y misteriosas.

Tuvo muchas mujeres, cuatro matrimonios. Nunca fue totalmente feliz. Siempre le faltó algo; la vida fue siempre insuficiente para él, que deseaba más amor, más placer, más emoción, más movimiento, más... Por eso no hubo nadie que pudiera seguirle el paso. El amor más grande parecía pequeño ante su impulso de beberse la vida en un trago. Y alguien así se convierte inevitablemente en un vampiro: Hemingway se chupó a todas las mujeres que lo amaron. Como Byron, habría podido exclamar después de cada relación: “La amaba y la destruí”.

Cazador de leones en África, pescador en la más honda soledad de las montañas, Ernest Hemingway fue capaz de llevar a cabo tremendos actos de voluntad. Cada uno de sus protagonistas —personajes duramente masculinos, héroes de la voluntad— ilustra alguna cara de él, alguna de las múltiples formas en que su personalidad salvaje podía manifestarse. Ciertamente, sólo un hombre así pudo llegar a la conclusión voluntarista —desde luego en el estricto sentido de Schoppenhauer— de que un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Precisamente en esta dimensión soberbia, byroniana, titánica, es que Hemingway fue sin duda el escritor más romántico de la Generación Perdida, el grupo de escritores más romántico del siglo XX. Y por eso mismo, con esa larga y fascinante aventura que fue su vida, con toda la serie de sus tormentosos amores, con ese gesto impecablemente suyo que fue su muerte, podemos decir que Hemingway encarnó de manera incontrastable la idea de Nietzsche del conflicto moderno: una guerra entre querer vivir y desear vengarse de la vida.

Al final, como en todas la grandes historias de pasión, venció esta última tendencia. Ernest Hemingway se suicidó con un arma de fuego el 2 de julio de 1961. Iba a cumplir 62 años de edad. Acaso moría con él el último de los grandes espíritus románticos. Como quiera que fuera, su muerte misma fue un gesto digno de una vida como la suya. Y aprendemos de ella que hay dos clases de suicidas: los que quieren morirse y los que buscan vivir más. Éstos, los últimos, no se suicidan: nos matan porque no les bastamos.

viernes, mayo 06, 2011

En el aniversario luctuoso de Ricardo Garibay


En su libro de entrevistas Los escritores y Dios (Nueva Imagen, 1997), Adela Salinas preguntó a Ricardo Garibay si le tenía miedo a la muerte. Él respondió “Sí, claro, por supuesto”. Ella siguió con el tema, con ese implacable entusiasmo del interlocutor que sabe que ha tocado una fibra muy sensible. Ricardo Garibay tenía entonces setenta y cinco años. Esto fue parte del diálogo que tuvo con la joven escritora: “La visión momentánea de la muerte acarrea un sobresalto sumamente violento. Sí, me da miedo.” “¿Pero, y su literatura?” “¡A mí qué coño me importa mi literatura si yo me muero!” “Pues lo vuelve eterno...” “A mi literatura, no a mí.” “Pero es una manifestación de usted...” “¡Qué coño! ¡Me vale! ¡Yo ya no sabré nada! Esto es el temor, esto es el espanto: Yo ya no sabré nada.”

Hoy, quince años después de esta conversación, la obra de Ricardo Garibay está efectivamente desamparada de él. Está tal como él, en sus más violentos arrebatos de descreimiento, la veía: sola. Condenada a seguir sin su creador, independiente de él. Más de cuarenta libros que incluyen novelas, cuentos, ensayos, crónicas, reportajes, memorias...

Fue un hombre apasionado por escribir, que llegó al grado, como él mismo lo dijo, de “no valer para otra cosa”. Como pocos, convirtió la vida en la materia prima y sustancial de la creación literaria, y —hecho que ahora cobra su dimensión plena— convirtió la muerte y la pérdida en sus grandes temas. Ciertamente, hace varios años dijo José Emilio Pacheco que Beber un cáliz (1965), sin duda la novela más importante de Garibay, “significa para la prosa mexicana lo mismo que Algo sobre la muerte del mayor Sabines para nuestra poesía.” Es curioso que los dos autores comparados por Pacheco dejaran su obra a la intemperie histórica con tan pocos días de diferencia.

Quizás ahora, ya con más de una década de distancia, pueda hacerse por fin un balance general. Porque mucho se ha estado escribiendo sobre la obra de Ricardo Garibay, con su asistencia o sin ella. Ahí están una tesis de la joven narradora Natalia Arias, una biografía de María Esther Núñez, un libro de entrevistas de Ricardo Venegas, un abultado expediente de ensayos universitarios y notas publicadas... Algo, gracias a lo que de ellos se conoce, puede verse ya como una primera conclusión parcial. Si de algún consuelo le hubiera servido al maestro, no sólo le sobrevive su obra. Queda también esa historia fascinante que fue su vida: algo quizá más evanescente, quizá más real, pero que estrictamente hablando, es él. Ricardo Garibay se ha ido, queda Ricardo Garibay. ¿Lo sabrá? ¿Lo sabría en aquel entonces, cuando recibió en su casa a Adela Salinas para hablar de Dios y de la muerte y de la pasión de vivir? “¿Qué cosas le ofrecía el mundo que...?” “¡Todo! ¡Todo!” “¿Por ejemplo?” “Vivir todos los días: levantarse, nadar, bailar —aunque nunca bailé—, ver a las mujeres, tener a las mujeres, pelear a fondo, emborracharme. Todo lo que es el mundo.”

Ricardo Garibay dejó todo esto el 4 de mayo de 1999.

jueves, febrero 17, 2011

El tesoro del sirio


En los años noventa, tuvo lugar en México un breve pero entusiasta movimiento literario. A raíz de la publicación del libro de poemas Pulsera para Lucía Méndez, de Rubén Bonifaz Nuño, algunos de los discípulos y amigos del poeta decidieron organizarse en una cofradía que, de manera semejante, homenajeara literariamente a alguna de las pop-stars del momento, tomándola como musa común. Eligieron a Bibi Gaytán y se bautizaron como “bibipoetas”. Luego hubo un segundo grupo, los “trevipoetas”. Sus escritos, no sólo en verso sino también en prosa, aparecían en el suplemento Sábado, del periódico Uno más Uno, que dirigía el maestro Huberto Bátiz. Siguiendo la moda, yo escribí un texto, que no apareció en Sábado, sino en la antología Dispersión multitudinaria. Instantáneas de la nueva narrativa mexicana en el fin de milenio (comp. Leonardo da Jandra y Roberto Max). México, Joaquín Mortiz, 1997. Vuelvo a publicarlo aquí a raíz de una conversación nostálgica.

EL TESORO DEL SIRIO

La noche cuando rifaron los preciosos calzones de Gloria Trevi, en una bodega de la Vía Apia, se mantenía ingente en la memoria del torvo Damón. Ahora que empezaba a amanecer, y a casi 20 días del hecho, él recordaba haber estado allí, junto con otros jóvenes de la casa de Arvad, celebrando y sintiéndose igual de intoxicado que cuando olía de cerca a las cortesanas de Corinto o a las escalvas africanas que recién descendían de las embarcaciones romanas.

La luz grisácea del alba se filtraba por las burdas cortinas que cubrían la única ventana del dormitorio. Todo se encontraba aún en silencio, pero pronto empezaría a oírse el ruido de la gente que se preparaba para la jornada. Damón se dio vuelta en su camastro; hubiera querido volver a dormir, pero ya no podía y además pronto llegarían a despertarlo. Frente a él un grupo de sombras se revelaba apenas en la oscuridad, como una masa sin forma. Eran los siete jóvenes de la casa de Arvad. En ningún momento del día, pensó Damón, apestaban tanto como en la noche, cuando se concentraban para dormir en aquel agujero. Damón prefería el olor de los centuriones, el de las tabernas de marineros de Ostia o el de los trapos que usaban las rameras en sus menstruaciones, que el de los hijos de Arvad.

Arvad era un hebreo viejo y tonto que había visto crucificar a su dios, hacía muchos años, en la ciudad que Flavio Tito acababa de destruir. Luego vino a Roma siguiendo a los cristianos, se quedó aquí y tuvo hijos y murió en la cárcel en tiempos de Vitelio. Ni siquiera tuvo la satisfacción de ser mártir, como otros, que abandonaron la vida levantando al cielo unos ojos llenos de estúpida dicha. Sus hijos también eran cristianos, pero más por veneración al padre muerto, pensaba Damón, que porque fuesen verdaderos creyentes. Ellos les habían dado asilo a él y a su madre cuando llegaron fugitivos de Chipre. Elisha era el menor de los siete y Damón lo consideraba su hermano aunque le tenía envidia y, secretamente, lo despreciaba. Ahí dormía ahora, en el extremo de la habitación, soltando esos pedos inmundos que no parecían molestar a nadie pero que habían obligado a Damón a dormir junto a la ventana. Pronto despertarían. Despertaría primero la mujer de Caleb —tan plena, tan hembra—, y luego ella se encargaría de levantar a los demás.

Damón odiaba a los hebreos y, si seguía viviendo con ellos, era porque esperaba poder hacerles daño algún día. Él era sirio pero se avergonzaba de su pueblo; por eso se había cambiado el nombre: para hacerse pasar por helénico, cosa que se le hacía muy elegante, y hablaba con acento griego. No había querido denunciar a los hebreos porque su madre también vivía ahí y era cristiana. Pero ahora estaba muerta. Un soldado le había dado un empujón en el mercado y al caer se golpeó en las sienes; ya estaba vieja. Así que ahora nada lo detenía. Podía denunciar a todos y quedarse con la mujer de Caleb, a quien deseaba con urgencia. Sólo quedaba un asunto pendiente: a Damón le irritaba el cristianismo, le irritaba la convicción con que los cristianos hablaban de su maestro. Desafiando todos los peligros, se reunían en bodegas y catacumbas y allí, con la mayor arrogancia del mundo, afirmaban que su dios era padre no sólo para los hebreos sino para todos los hombres, incluyendo romanos, griegos, egipcios, sirios; incluyendo hasta a los gladiadores, quienes debían matar para pasar vivos de un día a otro. Todo esto le irritaba y al mismo tiempo le producía temor. No comprendía que su madre hubiera llegado a decir que deseaba ser liberada de su cuerpo y reunirse con el maestro. No comprendía que la fe de los cristianos no tuviera grietas. Ninguna otra religión era así y tal vez por eso hasta los romanos parecían tenerles miedo. Por eso quería corromperlos, por lo menos a alguno: para demostrarles que no eran mejores que él ni que los sacerdotes rapados del templo de Isis, a quien hasta los centuriones veneraban.

Con ese propósito había cultivado la amistad del joven Elisha. Como él no pensaba más que en las mujeres —y eso que todas sus experiencias habían sido con las prostitutas sirias de Ostia— estaba seguro de que la misma pasión perdería a cualquier hombre. Un día llegó a la casa cantando: “No me dolieron los golpes tanto como la soledad...” Y poco a poco fue haciendo que el virginal Elisha se interesara en el culto de Gloria Trevi. Ya se habían adherido a él jóvenes de todas las nacionalidades, desde los hijos de los patricios hasta los pequeños leprosos que vivían en las afueras. La imagen de la semidiosa estaba en todas partes: en las lujosas tiendas de la Vía Sacra, en las termas, en las prisiones construidas debajo del Capitolio. Un gladiador galo se había encomendado a ella antes de morir en el circo. Era la primera vez que Roma conocía una religión de jóvenes. Y Elisha poco a poco se fue dejando seducir. No fue al principio la hermosura de Gloria Trevi lo que lo impresionó, sino el hecho de sentirse parte de multitudes desaforadas. Nunca se hubiera imaginado el viejo Arvad que el menor de sus hijos se hallaría en el Coliseo —aquel espléndido circo que Tito había inaugurado en tiempos de Vespasiano y que Arvad ya no había alcanzado a ver— cantando a coro con otros 80 mil jóvenes de todas las razas: “Voy a platicar lo que me pasa en la cama cuando ya es de noche y yo me acuesto sin nada...”

Hacía casi veinte noches se había celebrado la rifa, en una gigantesca bodega de la Vía Apia. Echó las suertes un sacerdote de la semidiosa, un eunuco africano nativo de alguna ciudad hacía mucho tiempo destruida por Roma, que hablaba con voz de mono. Gloria Trevi, por supuesto, no estuvo presente; a ella sólo era posible verla desde lejos: en el circo, en su palanquín dorado cuando desfilaba por las calles o en las imágenes. O en los sueños. Elisha seguramente, pensó Damón lleno de satisfacción, soñaba con ella. Al caer la noche iba a las cofradías de los cristianos, oraba con ellos, hablaba de su maestro. Pero al regresar iba callado; en la casa comía su pan en silencio y luego se iba a dormir, a soñar —de eso estaba seguro Damón— con la joven divinidad del pelo suelto.

La rifa se la había ganado Damón: los sagrados calzones, diminutos y fragantes. Toda la chusma volteó a mirarlo con envidia cuando subió a recoger su premio. Y cuando bajó con él, Elisha tenía los ojos húmedos y en los labios se le había entiesado una sonrisa de tristeza. Los calzones brillaban con luz tornasolada, líquidos y celestes como la seda imperial. Y olían exquisitamente y desde lejos, igual que las maderas finas y las pieles de Asia.

Pese a las reiteradas súplicas de Elisha, a sus ofrecimientos de conseguir el dinero necesario para pagarle una ramera corintia, Damón no lo dejó ni siquiera olerlos, ni siquiera rozarlos con sus dedos. Era parte de su plan exacerbar al muchacho. Así que los atesoró en una pequeña vejiga de carnero que llevaba consigo, y desde entonces dormía con ellos todas las noches. Pensaba que el día en que la mujer de Caleb fuera suya, la obligaría a ponérselos. Sí —se dijo con los ojos enturbiados por el deseo—, la obligaría a recibirlo en su cama con ellos puestos, y luego se daría el lujo de arrancárselos con los dientes, de hacerlos pedazos como si se tratara de un nuevo himen, una membrana imperial mucho más suntuosa de lo que Caleb hubiera merecido disfrutar.

Damón salió de la casa hacia la hora octava, rumbo al mercado. Pensaba en la mujer de Caleb. Ya no podía esperar: su miembro manaba todo el tiempo de urgencia por la mujer. Iría al mercado, que era donde más fácil resultaba hablar con un centurión. Los soldados de allí eran brutales y corruptos: se les compraba con unos cuantos ases y no respetaban nada, sólo les importaba emborracharse y violar mujeres. Les diría que estaba dispuesto a conducirlos hasta una madriguera de cristianos, si a cambio lo dejaban quedarse con la concubina de uno de ellos. Había pensado que esperaría un poco más, hasta que Elisha perdiera completamente la fe y traicionara a sus hermanos o los corrompiera. Damón habría sido feliz de verlo totalmente enajenado por el culto de Gloria Trevi, sin esperar más vida eterna que la que su adoración por ella pudiera darle. Pero ya no podía esperar: deseaba ver su premio ciñendo las obesas nalgas de la mujer de Caleb.

Pasó ensimismado los últimos talleres del barrio de los carpinteros. Adelante estaba el mercado. De pronto le salió al paso un anciano de aliento pútrido, que lo detuvo y le hizo una pregunta que no comprendió. Damón iba a darle un golpe y a seguir su camino, cuando oyó a sus espaldas una voz ansiosa y familiar:

—¿Ven ustedes? No entiende el griego. No es helénico, como dice, sino sirio. Su madre era una cristiana que se escapó de la cárcel de Chipre.

Tomado por sorpresa, Damón no pudo responder. Uno de los soldados le quitó la vejiga de carnero donde llevaba oculto su tesoro y la arrojó a un charco de inmundicias para que Elisha la recogiera. Se lo llevaron a rastras a través del mercado sin creerle nada, como a un perro. Todavía oyó cómo Elisha se alejaba cantando, como de burla: “Tengo unos zapatos viejos...”

miércoles, enero 26, 2011

Alas de gigante


Se trata de mi primera novela para adolescentes. Cito la cuarta de forros:

Un secuestro. Un antiguo enigma. Un club cuyos integrantes están dispuestos a entregarse a la tristeza y la melancolía, tal como lo hiciera la hermandad de Job hace cientos de años, en el monasterio cuyas ruinas todavía guardan secretos. Una cofradía de niños tristes.

Decididos a resolver el misterio y rescatar a la víctima antes de que sea demasiado tarde, los siete adolescentes tendrán que poner a prueba su inteligencia, su lealtad y su fortaleza para resolver incógnitas a partir de una sola pista: la página de un diario.

Un thriller en el que la aventura se va entretejiendo con las historias de los protagonistas, para crear vínculos de amor y rivalidad, ambición y engaño.