A todos los que
vienen de paso y me preguntan, les digo que la
frontera es un buen lugar para vivir. Hay empleo, les digo. Además las casas
son baratas, los coches son baratos y uno nunca se aburre: cuando es ley seca
de este lado, se va al otro; cuando es ley seca del otro lado, la gente se
viene para acá. Todo eso y más les dije a aquéllos, a la pareja que estuvo casi
dos semanas aquí.
Es un hotel viejo éste, como la
mayoría de los hoteles de paso que hay en la frontera. Es bonito, digo yo:
tiene su estacionamiento lleno de palmeras y platanares, su alberca grande.
Bueno, la alberca no puede utilizarse de momento, pero ahora que haya dinero la
vamos a componer. Los cuartos tienen televisión y aire acondicionado. Es que
aquí hace mucho calor: en verano es raro estar a menos de treinta y cinco
grados. Por eso tanta gente viene al restaurante sólo a tomarse una Corona o
una Budweiser: gringos que cruzan a México por un rato, mexicanos que van de
compras al otro lado y se detienen aquí, braceros en busca de alguien que los
pase para allá. El restaurante es agradable: tiene su puerta de madera y sus
ventanas con marcos también de madera, con el menú escrito en los cristales en
letras rojas y verdes. A veces siento que hablo de este lugar como si fuera el
dueño. Pero sólo soy el administrador. Trabajo aquí desde hace veinticinco
años, desde cuando tenía diecisiete. En este tiempo he visto muchas cosas,
muchas historias. La mayoría ya se me olvidaron, no eran importantes. Recuerdo
unas cuantas, como la de la gringa que venía huyendo de la policía desde Nueva
York y estaba feliz de encontrarse ya en México, tan feliz que dejó una propina
de veinte dólares. También recuerdo a un tipo con una pierna de hierro, que a
los tres días de estar aquí se suicidó: se dio un balazo en su cuarto después
de escribirle a su ex esposa una carta como de veinte páginas. Ésas son
historias de gringos, las de los mexicanos son todas iguales: gente que está
aquí esperando cruzar. Por eso sólo recuerdo una: la de Irene y su marido.
Llegaron en abril, por los días en que
ya empezaba a sentirse fuerte el calor de la primavera. Traían poco equipaje y
poco dinero, según pude ver. Cuando se registraron me fijé en el nombre de
ella; el de él lo olvidé en ese momento. Venían de un pueblo en Colima y habían
hecho todo el viaje en autobús, seguramente transbordando porque yo no sé de
ninguna línea que vaya de aquí hasta allá. Les di una de las habitaciones del
primer piso, en el corredor que da al estacionamiento. Subieron a dejar sus
cosas y yo creo que a bañarse y a descansar, y en la noche bajó ella a comprar
en la recepción una botella de agua y un champú de bolsita. Entonces pude verla
bien. Tendría poco menos o poco más de veinte años ya bien macizos en el
cuerpo: llenita, como de uno cincuenta, cadera grande, blanca. Pero lo que más
me gustó de ella fue su cara. Era muy lisa, muy limpia, como la de esas mujeres
que se ponen muchas cremas. Se me hizo demasiado fina para el marido que traía.
Y estaba contenta. Sonreía. Le pregunté si todo estaba bien en su cuarto. Me
contestó que no salía agua caliente, pero no la habían necesitado porque hacía
mucho calor.
—Mañana a primera hora mando a que le
arreglen eso —le dije.
Ya iba de salida pero ha de haber
sentido que yo le estaba mirando el trasero y se volvió. Sus ojos muy serios
silenciaron lo que los míos le estaban diciendo.
Me quedé pensando en ella y más tarde,
cuando llegó el encargado a hacer su turno, no pude aguantarme las ganas de
acercarme a su cuarto. No había más huéspedes en ese pasillo, así que nadie,
excepto ellos, podía sorprenderme. Llegué sin hacer ruido, agachado para que la
luz del estacionamiento no fuera a echar mi sombra sobre la ventana. Las
cortinas estaban cerradas, pero había un espacio entre ellas. Por ahí me asomé:
no se alcanzaba a ver la cama; sólo se veía un trozo de pared iluminado por la
luz cambiante de la televisión. Eso sí, se podía oír. Y lo que oí fue a Irene
gimiendo bajito, como una niña enferma. Y la oí decir cosas, esas cosas que a
todos los hombres nos gusta que nos digan en esos momentos. El ruido de la
televisión no alcanzaba a ahogarla. Me quedé ahí hasta cuando se me entumieron
las piernas de estar agachado.
A la mañana siguiente bajaron temprano
a almorzar. Se sentaron juntos y pidieron lo mismo. Se veían enamorados, me
pareció. El marido le preguntó a la mesera dónde podía contactar a alguien que
los pasara al otro lado. Ella lo mandó conmigo. Yo le dije al principio que no
sabía nada de eso. Pero luego, por Irene y no por él, le dije que fuera a la
cantina Los Dorados y ahí se esperara a que alguien se le acercara y le
ofreciera sus servicios. Me preguntó como cuánto cobraban por pasarlos a los
dos. Le dije que eso sí no lo sabía. Irene nos observaba desde la mesa,
esperando.
No volví a verlos en el día. Quién
sabe dónde comieron, si comieron. En la noche volví a subir a su cuarto y otra
vez oí sus ruidos, los de ella.
Ya en el almuerzo no quise preguntarle
al marido cómo le había ido: nunca me ha gustado ayudar en esas cosas, es
peligroso. Pueden pensar que uno es cómplice. Él sólo me contó que no había
visto al pollero pero ya sabía cuándo y a qué horas iba a Los Dorados. Esa
mañana la pasaron juntos, ahí en el hotel, mirando el agua sucia de la alberca
inservible. Yo los observaba desde la ventana de la recepción sin que ellos me
vieran. Irene llevaba una blusa ligera por la cual asomaban los tirantes rosas
de su brasier. En algún momento se sentó en las piernas de él, ella tan
pequeña, y empezaron a besarse.
En la tarde pidieron en el restaurante
unos burritos de chicharrón y de chorizo para llevar y los subieron a su
cuarto. Luego lo vi bajar a él, solo, y salir a la calle. Yo pensaba en ella.
Me hubiera gustado poder hacerle la plática, saber un poco de su vida. Pero no
quería hacerme fantasías con una mujer ajena. Para ver si así me despejaba un
poco y aprovechando que casi no había huéspedes, le dejé todo encargado a la
cajera y me salí a dar la vuelta. Fui a caminar por la parte vieja de la ciudad
y me senté un rato en una banca de la plaza a sentir la frescura de los álamos
y las palmeras. Un paisano se acercó a pedirme dinero. Andaba descalabrado,
todavía sangrando porque lo habían correteado al tratar de pasarse al otro
lado. No le di nada: no llevaba dinero. Regresé al hotel.
Esa noche no quise espiarlos: me daban
celos. Me daba envidia. Además ya estaba muy prendido por lo de las dos noches
anteriores. Ya me dolían los huevos. Estuve en la administración hasta que
llegó el encargado y, en cuanto él tomó mi lugar, salí a buscar un taxi. Fui a
la zona de tolerancia. Allá tengo una amiga: es limpia y amable y, aunque ya
cobra doscientos cincuenta pesos, a mí me sigue cobrando los doscientos que
cobraba cuando empecé a ir con ella. Volví fresco y relajado al hotel y ni
siquiera se me ocurrió subir al pasillo.
Al día siguiente no
los vi, pero me dijo la camarera que seguían en el hotel. También me dijo que
el marido había llegado borracho de la cantina y se habían peleado.
Entonces hoy habrá reconciliación,
pensé, y subí otra vez a ver si los escuchaba. No hubo nada. Sobre el pedazo de
pared blanca que alcanzaba a ver por la ventana bailaban las luces de la
televisión. Se oían disparos, relinchos de caballos. Fuera de eso, silencio.
Así pasaron dos
semanas. Ya casi no tenían dinero. Pagaban diario el alquiler del cuarto, pero
ya no iban al restaurante. Compraban cosas en la tienda y se las comían en su
cuarto. Yo sufrí junto con Irene todos esos días. La vi perder su sonrisa, la
vi llorar. Una mañana lloró porque habían comprado un frasco de mayonesa y el
marido lo soltó y se rompió en el piso. Así era ella. He visto hacer drama a
muchas mujeres y puedo asegurar que el llanto de Irene no era drama: era
sincero, real. Así de simple: era un alma demasiado fina para este mundo
jodido; no lo soportaba.
Un día, finalmente, el marido cruzó al
otro lado. Solo. Irene se veía serena cuando fue a comunicármelo.
—¿Usted quiere ir a mi cuarto? —me
preguntó. Me tomó por sorpresa. No supe qué contestar. Ella debió ayudarme:
—Le gusto, ¿no?
—Sí —dije por fin.
—No tengo dinero para irme —aclaró—.
El pasaje hasta mi pueblo cuesta como ochocientos pesos.
—Comprendo —le respondí. No sé por qué
me dio vergüenza.
Irene subió a su
cuarto. Yo junté el dinero que tenía en la caja —cuatrocientos sesenta pesos— y
diez minutos más tarde la alcancé allá arriba.
Sé que debí haberme sentido
afortunado, feliz como un niño al recibir un juguete que sus padres nunca
habrían podido comprarle. Pero estaba triste cuando Irene apagó la luz y se
quitó la ropa.
No pude dormir en toda la noche,
pensando. Sentía a Irene junto a mí, la tenía abrazada, podía oler cuanto
quisiera ese perfume de su cuerpo que sólo de lejos me había llegado. Y sin
embargo no lograba sentirme bien. No podía dejar de pensar en que las cosas
habrían sido más bonitas si se hubieran dado en otra forma. Pero luego me decía
que, después de todo,
ésa no había sido una mala manera de obtenerlas: Irene no me había dicho “Te
cobro tanto”: no era una prostituta. Estaba necesitada de momento, yo la apoyé
económicamente y ella quiso demostrarme su agradecimiento de la única forma en
que podía. Así fue. Así fue pero de todos modos yo no podía dejar de estar
triste. La sentía respirar a mi lado, dándome la espalda, y veía en mi mente su
cara y nos veía juntos.
En la mañana, en cuanto ella abrió los
ojos, le hice la proposición que había estado amasando toda la noche:
—Quédate a vivir conmigo. No te
faltará nada.
Se me quedó viendo. De pronto me dio
la espalda y se puso a llorar, unos instantes. Luego se levantó a bañarse. Yo
le grité desde la cama lo que ya antes les había dicho a ella y a su marido:
—La frontera es un buen lugar para
vivir.
Cuando salió, envuelta en su toalla,
Irene estaba sonriendo.
Se quedó conmigo.
Se quedó conmigo y cada día y cada
noche de los cuatro meses que estuvo aquí supo hacerme feliz. Me ayudaba en el
hotel, me hacía de comer cosas de su tierra. En las noches sus pezones de maíz
morado llenaban mi boca y mis sueños.
Al mes de estar juntos le conseguí una
visa provisional y la llevé a comprarse ropa al otro lado. Después volvimos
otras veces. Recuerdo su cabello despeinado por el viento del río cuando
cruzábamos el puente internacional. Se veía contenta, tal vez no dichosa, pero
sí contenta, en paz. Ya no miraba con ojos de angustia todo lo que había allá.
Aprendió algunas palabras en inglés. Parecía que íbamos a estar juntos siempre
y que siempre sería así.
Pero una mañana volvió el marido.
Traía buenas noticias: había conseguido empleo y papeles. Venía por ella. Irene
se me quedó viendo un momento, quiero pensar que dudando. Comprendí. Nos dijo a
los dos:
—Voy a arreglar mis cosas.
El marido pasó al restaurante a
esperarla y pidió una cerveza. Yo no quería que me viera: se iba a dar cuenta
de que me temblaban las manos y la tristeza estaba a punto de ganarme.
Irene fue a despedirse, ya con sus
cosas.
—Gracias por todo —me dijo.
Parecía sentirse mal ella también,
apenada tal vez. Pero se le notaba más la alegría, el amor por el hombre.
—Llévate dinero —le dije.
—Ya me has dado mucho.
—Llévate esto por lo menos —era lo que
había en la caja: doscientos pesos. Se los puse en la mano y le cerré los dedos
sobre los billetes. Luego me puse a hacer unas cuentas. No quería ver cuando se
fueran.
En la tarde salí a caminar. Llegué
hasta el puente internacional y me quedé un rato mirando a la gente que pasaba
de un lado a otro. El agua reflejaba con fuerza el sol. A lo lejos, en la parte
gringa, unos niños jugaban en columpios y resbaladillas.