lunes, diciembre 11, 2006

Esperanza

Si viene ella, abuelo,
y dice que no pudo antes,
dile que ya no importa.
De todos modos yo no iba a salir.

Si acaso viniera todavía
y te pide perdón
por turbar así el sueño de los muertos,
dile que está bien.

Hazla pasar a la sala,
que se tome un café,
y toque con sus dedos
este sudario de sombra
que fue tejiendo su ausencia.

Siéntate con ella, conversa un poco;
cuéntale cómo fuimos enterrados
hace treinta años,
un mediodía sin lluvia.
Tú por viejo, abuelo,
porque ya habías tenido suficiente,
y yo porque no me sirvió para atraerla
esta momia de corazón
que llevo aún atorada en los ijares.

No te costará reconocerla,
si es que todavía viene:
está viva, fíjate en eso, abuelo,
tiene calor en el cuerpo,
en la voz, en la mano con que saluda;
la sangre da color a sus mejillas
y sus labios guardan humedad reciente.

Si viene y llama a la puerta
y tú sales a abrirle,
mejor no le cuentes nada de mí.
Sólo ofrécele un café,
dile que la amo y la extrañé
y que cada mañana sin ella
fue el punto cero de un largo y lento morir.

Acuérdate de eso, abuelo,
por si todavía, aunque no lo creo,
viniera ella.

lunes, julio 03, 2006

Avenida Revolución (Ciudad de México)

Me enorgullezco de ser un buen caminador y haber recorrido varias veces la Avenida Revolución a pie, desde Tacubaya hasta Plaza Loreto. Sólo me falta hacerlo de noche, pero esto me lo ha impedido la triste fama que todavía tiene el rumbo de ser territorio de los Panchitos. Así que el aspecto nocturno de esta avenida —la más viva y la más bonita del poniente defeño— lo conozco sólo desde la seguridad aislante de un coche. De cualquier manera y sea la hora que sea, Revolución cambia de cara de un tramo a otro.

Andándola de norte a sur, es una especie de itinerario social de México que, por supuesto, ofrece la escala completa de la belleza femenina de la ciudad. Y eso que no es tan larga como otras y que apenas cinco estaciones del metro alcanzan a correr a lo largo de ella. Empezando por las cercanías del mercado de Tacubaya, vemos muchachas jóvenes, trabajadoras, todavía muy al estilo de los barrios populares, que son quienes dan al rumbo su aspecto de incesante actividad. Se les encuentra cruzando las calles y los puentes peatonales, vendiendo fritangas o baratijas de Taiwan o esperando el microbús que viene de Chapultepec.

Un poco al sur, hay una zona de restaurantes chinos y hoteles de paso que constantemente anuncian promociones para los fines de semana: suites con jacuzzi por el precio de una habitación sencilla y cosas así. Por aquí casi no camina la gente; los que van a los hoteles llegan en coche. Pero a pocas cuadras las banquetas vuelven a animarse con el tránsito femenino. Se trata de las ninfetas que estudian en la escuela militarizada de San Pedro de los Pinos; desde las ocho de la mañana hasta ya cayendo la noche se les ve con su uniforme azul y blanco, marchando con las piernas mejor plantadas de la colonia. Sólo algunas, sin duda las menos disciplinadas, se detienen a fumar o a echar novio en las entradas del metro. Este tramo de la avenida se caracteriza también porque tiene varios edificios de oficinas y en ellos trabajan algunas de las secretarias más bonitas de todo el poniente. Si uno no se levanta tan temprano como para verlas pasar en la mañana rumbo al trabajo, puede toparse con ellas a eso de las tres de la tarde en alguna fonda de comida corrida; ahí las verá, a través de esos cristales que reciben todo el golpe del sol vespertino, comiendo arroz con huevos estrellados o plátanos con crema. Y si no, todavía queda la esperanza de encontrárselas en la noche, saliendo de los cines cercanos o comprando comestibles en Gigante o en la Mega Comercial.

Llegando al mercado de Mixcoac, un elemento exótico agrega su olor de especias orientales al banquete de bellezas: las mujeres de los cafés de chinos. Hay una que llama especialmente la atención: es alta, delgada, dueña de una larga y azulescente cabellera negra, y suele ponerse vestidos rojos o de colores tornasolados, untados al cuerpo, como auténtica mujer dragón de película de espionaje o de artes marciales. Lo indigesta que es la comida en esos lugares se ve compensado de sobra por el espectáculo.

Las calles que siguen, hasta después de Barranca del Muerto, no tienen ningún chiste; parecen transitadas por gente que sólo va de paso, hacia algún consultorio. La avenida vuelve a ser interesante en Tlacopac, a la altura del asilo Mundet. Entonces las calles planas son sustituidas con callejuelas empedradas y arboladas, y bajo los follajes se ven pasar mucamas de uniforme con niños de la mano. En los jardines del asilo, las enfermeras asolean a los ancianos, que parecen disfrutar con todas sus ganas ese sol de la mañana.

Adelante de Tlacopac comienzan a abundar los artistas: jóvenes con cierto aire de anarquía y muchachas de cintura frágil y caderas acorazonadas que van al Museo Carrillo Gil, al Helénico, al centro comercial de Altavista o, los sábados, al tianguis de arte de San Ángel. Sin duda, aquí empieza la parte más bonita de Revolución. La avenida va en ascenso y desde muchas cuadras de distancia alcanzan a verse las cúpulas de azulejos del convento del Carmen y, al fondo, la cresta azul del Ajusco. La sensación de hallarse en una ciudad distinta, más amable, más dulce, se ve reforzada por los perfumes de las miles de flores que se venden allí, perfumes que se extienden a todos los rincones cercanos muy temprano en la mañana, cuando las flores van llegando todavía húmedas de rocío, o ya en la tarde, cuando las que no se vendieron son puestas en cubetas de agua.

Confluyen ante la iglesia las viejas calles llenas de jacarandas que van dar a la plaza de San Jacinto, hacia el lado poniente y, hacia el oriente, la activa calle de La Paz con sus cafés y esos restaurantes que confirman la sabia frase de Marx: “De la burguesía, sus mujeres y sus vinos”. Luego, hacia el mercado Melchor Músquiz, que todas las mañanas se llena de olor a tamales fritos y a atole de arroz, el pueblo vuelve a reclamar su sitio. En las paradas de los microbuses aguardan estudiantes que van a la Ciudad Universitaria, enfermeras que se dirigen a los hospitales de Tlalpan o del Pedregal, jóvenes novicias en tránsito hacia alguna de las instituciones religiosas que hay más al sur. Y aquí, donde toda la gente está de paso hacia otro lugar, termina la Avenida Revolución.

Hasta aquí llega el micro Chapultepec-San Ángel.

martes, junio 06, 2006

Las lecciones del éxito literario

Se sabe que en el siglo XVIII, bajo la influencia del neoclasicismo, Shakespeare era un ejemplo de lo que no se debía hacer en el teatro. Se sabe también que Sainte-Beuve, el crítico con más influencia de su época, se echó a reír ante la idea de que “ese payaso” de Stendhal pudiera escribir una obra maestra; para él, la gran novela de su tiempo era Fanny, de Ernest Feydeau; la ubicaba por encima incluso de Madame Bovary. Se sabe también que Proust fue acusado de no saber escribir novelas.

A unos cuantos siglos de esos vendavales, Shakespeare le ha dado su nombre a la lengua en la cual escribió. La cartuja de Parma, la novela a la cual se refería Sainte-Beuve, se sigue leyendo en todo el mundo y En busca del tiempo perdido se ha convertido en una de las obras que marcaron el siglo xx. ¿Quién se acuerda, en cambio, de lo que pudo haber dicho Sainte-Beuve? ¿Dónde se consigue esa novelita, Fanny, de la que él hablaba? ¿Quién fue ese Feydeau, tan mimado por los críticos de su época? Y pensando en todo esto, ¿qué es el éxito literario?

Hace unos días, hojeando revistas de los años treinta, topé con una referencia a un escritor de nombre llamativamente glamoroso: Maurice Dekobra. La nota decía que este autor, a quien se daba el título de “el novelista de las mujeres” había visitado México después de una prolongada estancia en el reino de Nepal. Su visita había causado revuelo entre los numerosos lectores de sus novelas, que se apresuraron a ver si les dedicaba un ejemplar.

Ciertamente, Maurice Dekobra fue el novelista más glamoroso del período entre las dos guerras mundiales. Y sin duda el más popular. Sus libros, de los cuales se vendieron 90 millones de ejemplares, fueron traducidos a 75 idiomas. Y en Nueva York, las personas que esperaban que les dedicara un libro hicieron una fila de seis kilómetros. Pocas veces en la historia literaria se ha visto un éxito así. Nadie parecía dudar que Dekobra era el gran escritor de su tiempo. Sería inmortal; su nombre perduraría más allá que los de todos sus contemporáneos. En todos los países la gente lo admiraba y lo mimaba. Y él mismo se encargó de construir su leyenda. Nacido entre los pobres de París, comenzó a destacar como reportero a los diecinueve años. Viajó a Berlín, luego a Londres. Fue uno de los primeros occidentales en visitar el lejano Nepal. Fue también uno de los primeros que denunciaron los excesos del estalinismo, y sus dones de visionario lo llevaron a anunciar en 1934, un tanto casualmente y con el tono frívolo que caracterizaba su conversación, que el gran conflicto del futuro sería entre China, Japón, la Unión Soviética y Estados Unidos, con Inglaterra y Francia como espectadores que en un momento dado pasarían a ser actores.

Viajero incansable, estrella del jet-set, pionero del cosmopolitismo, junto con Paul Morand y Scott-Fitzgerald, Maurice Dekobra recreó en su vida y en sus novelas todo ese mundo glamoroso de la era del jazz. Completamente afeitado, seco, vestido siempre de color claro, aparecía de pronto en cualquier lugar en busca de aventuras. Toda clase de aventuras. En efecto, el “novelista de las mujeres” sedujo entre muchas otras a Rita Hayworth. Su universo narrativo es el de los maharajás, los paquebotes, los gigolós, los palacios, las mujeres liberadas y los hombres excéntricos. Los críticos, que no lo consintieron menos que los lectores comunes, dijeron que había inventado un nuevo género literario, al cual llamaron “dekobrismo”: una mezcla de reportaje, ficción y relato de viajes. Sus novelas más famosas (hay que ver el glamour hasta en los títulos) fueron Llamas de terciopelo, Los tigres perfumados, Griselda... te amo, La góndola de las quimeras y Ha muerto una cortesana.

Maurice Dekobra murió en 1973, a los 88 años de edad, y ya para entonces el gran público lo había olvidado. Su gloria se extinguió junto con la era del jazz. Otros, menos exitosos en su momento, son todavía leídos mientras los libros de él ya no se imprimen en ninguna parte. Decía que inventó su nombre de pluma gracias al consejo de una vidente. Ella le predijo que, si en su nombre había dos cobras escondidas (“Dekobra”: deux cobras) tendría “gloria y fortuna a condición de llevar siempre puesta una máscara”. ¿Qué le pasaría? ¿Se habría cansado de ocultar el rostro? Acaso algo semejante le habrían dicho a Ernest Feydeau, el novelista que por un momento se creyó mejor que Flaubert y que Stendhal. Acaso sea éste, en todas las épocas, el precio que pagan los novelistas “exitosos”.

martes, mayo 23, 2006

El goce de ver

Candaules, rey de Lidia, estaba tan orgulloso de la belleza de su esposa que se la mostró desnuda a su lugarteniente Giges. La reina, sintiéndose humillada, puso después a Giges ante una elección: o mataba a su esposo, o ella haría que su esposo lo matara a él. Giges no lo pensó mucho: escogió quedarse con la reina y el trono. En este mito, que ha sido recuperado por escritores tan diversos como Herodoto, Cicerón, Boccacio, La Fontaine, André Gide y Mario Vargas Llosa, el ensayista norteamericano Rene Morel ve la gran metáfora del voyeurismo llevado a sus últimos extremos. Candaules no desea ver a su esposa, porque de tanto que la ha visto ya no la desea. Desea desearla. Y éste es el objetivo último del voyeur: avivar el deseo. El acto de Candaules representa la satisfacción del sueño imposible de ver, a través de otro, nuestro propio deseo.
Entiendo aquí el voyeurismo en su sentido más amplio: como la sublimación del placer de hacer en el goce más sutil de ver. Desgarrado ante la imposibilidad operativa de ser al mismo tiempo actor y espectador de un hecho empírico, el voyeurista se decide por lo último. Sabe que, cuando se actúa, la atención se encuentra de tal modo concentrada en la acción que la inteligencia se ve rebasada y no puede ya registrar los hechos con la velocidad y la perspectiva necesarias. Es algo semejante a lo que -decía Borges- ocurre con el héroe: al disponer de la distancia necesaria, el poeta que se sueña guerrero puede vivir la aventura bélica con más intensidad que el guerrero mismo. Hay algo -que tiene que ver con ese "insaciable anhelo de apariencia" del que hablaba Nietzche- capaz de elevar la experiencia de ver por encima de la de actuar. O por lo menos, y esto puede ser lo más interesante, de hacerla radicalmente distinta y por ende otra. Si no fuera así, los escritores dejarían de imaginar actos sexuales una vez que se casan, los hombres casados no serían consumidores de pornografía, y no habría quienes se excitan viendo o imaginando a su pareja tener relaciones con otra persona. Entonces no es que la apariencia sustituya a la realidad, sino que se vive como una realidad en sí, pero de otro orden. Ciertamente, el voyeurista no percibe el erotismo como un fin, sino como parte del lenguaje necesario para significar el mundo. La carne reclama su derecho a hablar de la carne.
Para el voyeurista, el mundo interior de las personas ha de hacerse visible a la luz del cuerpo. La piel desnuda es translúcida como una membrana: si acercamos los ojos a ella, podremos ver cómo en su interior se agitan las creaturas del alma humana: el recuerdo, el deseo, el exilio y el despojo, la dicha. Para el voyeurista, como para William Blake, el cuerpo es la parte visible del alma. Entonces, las lides amorosas son en realidad el acto en el que dos organismos emocionales se encuentran y se penetran recíprocamente. El acto amoroso comienza desde mucho antes que tenga lugar el contacto físico: desde el momento de ver. No se trata de una sublimación ni de una espiritualización del sexo: es algo mucho más amplio: un desbordamiento total, una lectura sexual de la realidad.
Candaules sabía que en la saciedad del deseo está su extinción. Por eso el hombre es el único animal que se entristece después de hacer el amor. El regalo que este rey dio a su lugarteniente fue, de acuerdo con el ideal del voyeurista, el más grande que se puede dar: la posibilidad del deseo infinito.

lunes, mayo 15, 2006

La epopeya del Oeste

Desde niño me han gustado las películas de vaqueros; son mis favoritas, especialmente las de Clint Eastwood y las otras del estilo, como esa que estelariza Sharon Stone: Rápida y mortal. Incluso las mexicanas de los hermanos Almada ejercen sobre mí un encanto difícil de resistir. Creo que las únicas que me disgustan son las antiguas, las de John Wayne, donde el pistolero es siempre un hombre honrado, limpio y bien rasurado y los enemigos son un montón de apaches tontos. Ya en la adolescencia, comencé a llevar esta afición del cine a la lectura. Hay una sección de mi librero dedicada a novelas western, que aunque parece que son muy populares no son fáciles de conseguir. Y ahí está toda la leyenda: Wild Bill Hickock, Calamity Jane, Billy the Kid, Frank y Jesse James...
Preguntándome qué es lo que me atrae de estos personajes —y lo que me desagrada de John Wayne—, creo llegar a la conclusión de que es su cinismo, su anarquía, su nihilismo moral. Será que, como dice Pio Baldelli escribiendo al respecto, “en la infancia del espectador adulto hay nostalgia de crimen.” Oprimidos como vivimos por la doble moral de la pax americana, crucificados entre el deber social de repudiar el crimen y la exultación morbosa de saber que existe, ¿no es comprensible el deseo de identificarnos con esos forajidos? Tiene razón Baldelli, el western es una épica ahistórica que, en virtud de esta condición, nos permite recuperar la inocente amoralidad de la infancia, cuando jugábamos a disparar pistolas y matar a nuestros amigos sin pagar nunca por ello. “El western —dice Ángel Fernández-Santos— surgió en el interior de una mentalidad nostálgica.” Yo creo que la nostalgia tiene que ver con esa época al margen de la historia real cuando el sueño americano se expresaba libre de abstracciones y justificaciones. No es que el forajido vaya a contracorriente de su cultura nacional; es que —como lo estamos viendo en estos días— él es la expresión más pura y honesta del sueño americano: cabalgar por un desierto sin fin imponiendo a punta de pistola una ley propia. Podríamos pensar en George W. Bush como un jinete pálido que se ha echado sobre los hombros una tarea vengadora. Sin embargo, aquí es donde se hace visible la diferencia fundamental, la razón por la cual Clint Eastwood resulta fascinante y Bush despreciable: el forajido no mata por una idea, ni en bien de la humanidad, ni porque Dios se lo ha mandado; es un ser esencialmente, admirablemente desinteresado. Actúa movido por sus pulsiones, porque quiere cobrar una recompensa o poseer un caballo o porque hace mucho calor, como el extranjero de Camus. Y aun éstas son justificaciones secundarias. En realidad —volviendo a Fernández-Santos— mata porque es sensible a “la potencia estética del crimen”. De ahí su poder de seducción, su poeticidad.
Dice el cineasta letón Jonas Mekas que, en la calle 42 de Nueva York, hay un cine que día y noche proyecta ininterrumpidamente películas del Oeste.

"Es una salita pequeña, siempre llena de gente solitaria, de aspecto apesadumbrado. Por lo general, se trata de gente mayor. Entran en silencio, con inexplicable sigilo, casi clandestinamente, se sientan cabizbajos frente a la pantalla y, cuando ésta es invadida por la majestuosa poesía de los espacios abiertos, estiran las piernas, respiran hondo, levantan con gallardía la cabeza y sueñan".

miércoles, abril 26, 2006

Salvador Elizondo

Hace ya un mes que murió Salvador Elizondo. Lo supe tarde, porque me encuentro lejos. Estaba leyendo el correo en mi oficina de la universidad y, cuando vi la noticia, pensé: Se están yendo ya todos los grandes. Me vinieron a la mente la poderosa imaginería de Farabeuf, el deslumbrante manejo de tramas y personajes en los cuentos de El retrato de Zoe y Narda o el verano. Muy pocos escritores —y no hablo sólo de México— han tenido ese talento para ser inteligentes sin dejar de ser sensuales, y para ser emotivos sin dejar de ser inteligentes.

Pero no sólo como escritor recuerdo a Salvador Elizondo. Lo recuerdo también como maestro. Lo fue en dos ocasiones, en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. La primera vez se trataba de un seminario en el cual él nos daría una historia panorámica de las poéticas desde Aristóteles hasta Ezra Pound. Era una cosa desmesurada, que sin embargo el maestro resolvió muy bien gracias a su dominio de los temas. Una regla nos puso desde el principio: estaba prohibido tomar notas en clase. Así era: nunca confió en los registros, en las diversas formas en que la gente apuntala sus recuerdos. De eso, precisamente, trata Farabeuf.

En aquel entonces —a mediados de los ochenta— yo tendría 22 o 23 años: esa edad en la que uno es capaz de admirar apasionadamente. Creo que yo admiraba apasionadamente a Salvador Elizondo. Un día, en el pasillo, le dije que Farabeuf era una novela difícil. “No es una novela”, me contestó con esa voz gangosa que algunos de sus alumnos imitarían tan bien. “Es un manual de cirugía en amputaciones”.

Años después, ya en la maestría en literatura comparada, tomé con él un seminario en el cual íbamos a estudiar a James Joyce y a Céline. A pesar de lo atractivo que sonaba, habíamos sólo dos alumnos inscritos: una muchacha haitiana que se llamaba Marie Line y yo. Y en la primera clase nos dijo el maestro: “Di el título del seminario de manera un tanto irreflexiva, pensando en dos autores que me interesan mucho. Luego, viéndolo bien, me di cuenta de que Joyce y Céline no se parecen en nada. Si acaso en su idea de experimentar con el lenguaje. Pero su manera de hacerlo es distinta y con eso no se puede llevar un seminario. Así que no hay nada que hacer”. Marie Line y yo nos quedamos mudos, mirándonos uno al otro. “Yo no estudié literatura comparada”, continuó el maestro. “Ustedes sí. Así que ustedes deben ser capaces de encontrar los vasos comunicantes entre los dos autores. Háganlo y al final del semestre nos vemos para que me digan qué encontraron y me den su trabajo”.

Y así fue: dos clases tuvo ese semestre para nosotros, la primera y la última. No más. Sufrimos mucho y al final entregamos algo no muy bueno. Gracias al maestro Elizondo, Marie Line y yo nos hicimos muy amigos y, gracias a él, aprendimos que uno debe estudiar lo que le gusta, sin pensar en si será viable en términos académicos o no.

Pero no sólo en los salones de clase llegamos a encontrarnos. Algunas veces coincidimos en otros lugares, pudimos conversar un poco más. A Marie Line y a mí nos gustaba observar al maestro y escucharlo hablar de él más aún que de literatura. Así supimos que le gustaban los toros —una vez dijo que eso y el idioma era lo único bueno que había dejado la conquista española en México— y que tenía la costumbre de volverse a mirar el trasero de las muchachas que le gustaban en los pasillos de la Universidad.

Hace muchos años que no sé de Marie Line. Hacía ya muchos años que no tenía noticias del maestro. Sirvan estas líneas para recordar a los dos.