viernes, febrero 13, 2009

Para comerte mejor

Si, como decía Bachelard, cuando uno es feliz el mundo se vuelve comestible, no es menos cierto que cuando uno está enamorado la amada se convierte en un festín. Esto se lo dicen los amantes reiteradamente, cientos de veces y en cientos de formas. El lenguaje amoroso está lleno de evocaciones antropofágicas. “Te voy a comer”, “Te voy a devorar”, “Qué rico” (por citar sólo las frases menos subidas, ya que se usan otras que incluyen verbos como “mamar”, “chupar”, “tragar”). Sin duda hay algo detrás de esta manera de expresar cariño. Es una ferocidad caníbal la intensidad del deseo.

Durante el acto sexual, la carne del hombre entra en contacto con el cuerpo de la mujer; ella se lo come y por eso en sus órganos genitales, como en los digestivos, hay labios y trompas. Se lo zampa, lo envuelve en su exquisita garganta; se adueña de una parte de su sustancia y luego lo regurgita. Por un momento ha accedido a la totalidad mágica numinosa de los dos sexos. Ella es en realidad el agente activo; el hombre, que se deja devorar, es el agente pasivo. Edgar Allan Poe, quien lo había entendido así, tenía terror de una forma sutil de antropofagia: en sus pesadillas, la vagina de las mujeres tenía dientes.

“El último tabú”, llaman algunos antropólogos sociales al canibalismo, dando a entender que aun el más perverso de los depravados piensa dos veces antes de llevar a lo literal las metáforas amatorias. Sin embargo, el tabú no es universal y, en todo caso, resulta difícil de rastrear. Entre nosotros mismos, los cristianos de Occidente, ha permanecido en el terreno del sobreentendido. La carne del prójimo no se encuentra en la lista de los alimentos prohibidos por Moisés, que por lo demás es explícita y rigurosa. Tal vez precisamente por eso el asunto se ha colado por diferentes rendijas.

“Coman de mi carne y beban de mi sangre”, nos dice el Salvador a todos los creyentes durante la comunión. Se trata de algo más fuerte, más cercano a la realidad que una metáfora; se trata de un rito, de la puesta en escena de un dogma. El comulgante no piensa que está escuchando una bella y escalofriante sinécdoque; cree realmente que está comiéndose a su Señor. Peor aún: asume que se lo está comiendo vivo. Este acto nos resultaría aterrador si fuéramos sinceros en nuestro rechazo a la antropofagia. Sin embargo, parece ser que para el inconsciente comerse a alguien es de verdad un acto de amor. El bebé que mama del pecho de su madre, ¿no la está devorando amorosa, dulce, lentamente? Y al ir desarrollando el hábito de chuparse los dedos de las manos e incluso de los pies, ¿no expresa un impulso de comerse a sí mismo?

Comerse a alguien equivale a apropiarse de lo más valioso que ese ser posee. Durante la comunión, recibimos en nuestro cuerpo la divinidad de Dios. En algunos pueblos mesoamericanos, alimentarse con la carne de un guerrero era la única manera posible de adueñarse de su valor. Al comerse a una persona, uno se come lo que ama en ella. No es necesario que se trate de una cualidad especial, ya que basta ser humano para ser amable; es decir, comestible. Por eso algunos pueblos del neolítico europeo practicaban un ritual llamado petrofagia: desenterrar a los muertos para comérselos. Aquí no se trataba ni del valor guerrero ni de ninguna otra virtud; era un simple y llano acto de amor.

Según el mito gnóstico, la caída del hombre es la caída del alma en la densidad de la materia. La carne es sucia no por ser carne, sino porque el alma se encuentra atrapada en ella. Pero cuando el ser carnal muere, el alma se libera de su cárcel y la ceniza se vuelve pura, santa. Entonces comer carne, especialmente carne humana cruda es consumir materia en estado de purificación. Decía Diego Rivera que es un alimento bueno, fino al paladar.