miércoles, noviembre 01, 2023

La ventana


Grande, sin vidrios, como las que hay en los conventos antiguos o en los castillos, así es la ventana. Desde aquí veo una gran parte del cielo y una pequeña parte de la tierra, veinte metro abajo: el parque de juegos infantiles donde nadie juega, delimitado por una línea de cipreses y, más allá, dos casas de paredes blancas. Tal vez no sean casas. Tienen más aspecto de bodegas o talleres. No sé. No sé dónde estoy ni cómo llegué aquí. Sólo tengo la ventana. No hay más: ni una silla ni una cama... nada. Ni un mueble. Ni un objeto. Es sólo la ventana. Y el sonido metálico, frío, de una campana de viento que suena en algún lado.

         Lo bueno es que en esta condición no se siente hambre ni sed ni cansancio ni sueño. No me duelen las piernas de estar parado. Puedo pasar todo el tiempo mirando y creo que eso hago. No es un sueño, lo sé, pero, si lo fuera, sería lo mismo: despertar del sueño de la ventana sólo para ponerme a mirar por la ventana.

         Los carcomidos vienen a veces al parque. Ellos mismos han roto la cerca y ya no hay nada que los detenga. Vienen en rebaños de quince o veinte, siempre hambrientos. El otro día vi mi cuerpo corriendo también con ellos. Entonces entendí. Entendí que perdí mi cuerpo y ya casi nunca sé dónde anda. No sé de sus pasos. No sé de su hambre. No sé de su dolor. Y mi cuerpo tampoco sabe de mí. Ignora que puedo verlo cuando viene al parque y se siente libre de hacer sus desmanes. No me importa. Yo ya no tengo esa responsabilidad. Alguna vez, sí, me identifiqué con ese montón de huesos y carne putrefacta. Vi el mundo a través de esos ojos ahora muertos. Con ese cuerpo amé a una mujer: Irene. Ella también anda por ahí, vagando en alguno de esos rebaños, buscando el olor de los vivos. Quizás ella también se mira desde alguna ventana, sin más vida que la vida de ver pasar el mundo. ¿Te miras, Irene? ¿Me miras a mí? ¿Me reconocerías si me ves pasar?

         Tuvimos dos hijas, ¿cierto? Natalia y Cristina. ¿Dónde están? Siguen vivas, lo sé. Es decir, siguen unidas a su cuerpo con ese hilo delgadísimo y fragilísimo que llamamos “vida”. Y tal vez, cuando les llegue el momento de separarse de él, lo vean bajar a la tierra cristianamente, escondido en un ataúd, y no vuelvan a saber de él. No tendrán que pasar la vergüenza que pasamos nosotros. Pero, ¿vergüenza de qué? ¿Por qué? Yo no soy esa cosa muerta que camina a ciegas y se arrastra gruñendo.

         ¿Te acuerdas, Irene, que cuando empezó la carcoma no lo creíamos? Es que nadie quería creerlo. Decían que era un invento del gobierno para tenernos controlados. Los menos escépticos hablaban de un virus que te daba por comer carne contaminada. Había toda clase de teorías. Tú estabas preocupada por las niñas, pero no por nosotros. Creías que éramos inmortales, ¿no? Un día vimos a los carcomidos. Por primera vez contemplamos el horror cara a cara. Eran trabajadores de la compañía minera. Los vimos avanzar por la calle como si fueran a su jornada, hasta con sus cascos de lámpara puestos. Pero no traían en la manos ni barretas ni palas ni loncheras. Traían los dedos en pedazos y, todavía pegada entre las uñas, la carne de quién sabe qué vecino.

         Como en un sueño de esos que persisten sólo en fragmentos, recuerdo el instante de mi transformación. Primero sentí un tirón muy fuerte, como dicen que se siente cuando se abre el paracaídas en el aire. Pensé que algo o alguien me había golpeado y volví la cabeza. Vi una sombra a mi espalda. Una sombra que me hizo sentir frío y miedo al principio, luego una tristeza muy grande. Dolor. El dolor de que algo era arrancado de mí. Era yo lo que se arrancaba. Yo, que me iba de mí. De pronto ya no tenía poder sobre ese ser que era; no podía regresármelo ni detenerlo, no pude impedirle que fuera a buscar a otros como él ni que empezara a morder y a desgarrar y a matar. Aparté la vista de eso. Quise mirar al frente y seguir... estaba aquí, en la ventana.

         Siempre odié a los vecinos ruidosos. Ahora pienso: si por lo menos alguien pusiera música: la que fuera, no importa. Extraño las voces de la vida: las peleas de los vecinos, los gritos de los borrachos, las motocicletas, los perros... aquí sólo se escucha esa campana de viento que quién sabe cómo se mueve porque no hay viento.

         A mi hija Cristina le gustaba la música. Seguro todavía le gusta. Bueno, a Natalia también le gustaba, pero para bailar. Cristina, en cambio, tocaba la guitarra. ¿Cómo iba esa canción que ensayaba todo el tiempo?

         ¿Eres una trampa, eres un regalo?

         Buscaba en mis tinieblas un camino

         y llegaste y me diste un laberinto.

 

No sólo los carcomidos se acercan por aquí. A veces pasa un ave o una palomilla o veo allá abajo una rata saliendo de las bodegas.

         Los árboles están siempre inquietos, meciéndose sobre sí mismos, como angustiados. Al atardecer empiezan las sombras a hacer en ellos su nido. El parque va llenándose de sombras. Los perfiles de las cosas empiezan a confundirse y luego a borrarse hasta que todo queda oscuro. Entonces levanto la vista y veo que las estrellas han salido. Oscurece un poquito cada muchísimo tiempo. Casi no se nota, pero es innegable. La campana de viento vuelve a sonar. Me hiela oírla, pero también me tranquiliza. De alguna manera sé que cuando deje de sonar, yo dejaré de ser. Me habré reunido con mi cuerpo y esta conciencia que es lo único que soy habrá callado.