Grande, sin vidrios, como las que hay en los conventos antiguos o en los castillos, así es la ventana. Desde aquí veo una gran parte del cielo y una pequeña parte de la tierra, veinte metro abajo: el parque de juegos infantiles donde nadie juega, delimitado por una línea de cipreses y, más allá, dos casas de paredes blancas. Tal vez no sean casas. Tienen más aspecto de bodegas o talleres. No sé. No sé dónde estoy ni cómo llegué aquí. Sólo tengo la ventana. No hay más: ni una silla ni una cama... nada. Ni un mueble. Ni un objeto. Es sólo la ventana. Y el sonido metálico, frío, de una campana de viento que suena en algún lado.
Lo bueno es que en esta
condición no se siente hambre ni sed ni cansancio ni sueño. No me duelen las
piernas de estar parado. Puedo pasar todo el tiempo mirando y creo que eso
hago. No es un sueño, lo sé, pero, si lo fuera, sería lo mismo: despertar del
sueño de la ventana sólo para ponerme a mirar por la ventana.
Los carcomidos vienen a
veces al parque. Ellos mismos han roto la cerca y ya no hay nada que los
detenga. Vienen en rebaños de quince o veinte, siempre hambrientos. El otro día
vi mi cuerpo corriendo también con ellos. Entonces entendí. Entendí que perdí
mi cuerpo y ya casi nunca sé dónde anda. No sé de sus pasos. No sé de su
hambre. No sé de su dolor. Y mi cuerpo tampoco sabe de mí. Ignora que puedo
verlo cuando viene al parque y se siente libre de hacer sus desmanes. No me
importa. Yo ya no tengo esa responsabilidad. Alguna vez, sí, me identifiqué con
ese montón de huesos y carne putrefacta. Vi el mundo a través de esos ojos
ahora muertos. Con ese cuerpo amé a una mujer: Irene. Ella también anda por
ahí, vagando en alguno de esos rebaños, buscando el olor de los vivos. Quizás
ella también se mira desde alguna ventana, sin más vida que la vida de ver
pasar el mundo. ¿Te miras, Irene? ¿Me miras a mí? ¿Me reconocerías si me ves
pasar?
Tuvimos dos hijas,
¿cierto? Natalia y Cristina. ¿Dónde están? Siguen vivas, lo sé. Es decir,
siguen unidas a su cuerpo con ese hilo delgadísimo y fragilísimo que llamamos
“vida”. Y tal vez, cuando les llegue el momento de separarse de él, lo vean
bajar a la tierra cristianamente, escondido en un ataúd, y no vuelvan a saber
de él. No tendrán que pasar la vergüenza que pasamos nosotros. Pero, ¿vergüenza
de qué? ¿Por qué? Yo no soy esa cosa muerta que camina a ciegas y se arrastra
gruñendo.
¿Te acuerdas, Irene, que
cuando empezó la carcoma no lo creíamos? Es que nadie quería creerlo. Decían
que era un invento del gobierno para tenernos controlados. Los menos escépticos
hablaban de un virus que te daba por comer carne contaminada. Había toda clase
de teorías. Tú estabas preocupada por las niñas, pero no por nosotros. Creías
que éramos inmortales, ¿no? Un día vimos a los carcomidos. Por primera vez
contemplamos el horror cara a cara. Eran trabajadores de la compañía minera.
Los vimos avanzar por la calle como si fueran a su jornada, hasta con sus
cascos de lámpara puestos. Pero no traían en la manos ni barretas ni palas ni loncheras.
Traían los dedos en pedazos y, todavía pegada entre las uñas, la carne de quién
sabe qué vecino.
Como en un sueño de esos
que persisten sólo en fragmentos, recuerdo el instante de mi transformación.
Primero sentí un tirón muy fuerte, como dicen que se siente cuando se abre el
paracaídas en el aire. Pensé que algo o alguien me había golpeado y volví la
cabeza. Vi una sombra a mi espalda. Una sombra que me hizo sentir frío y miedo
al principio, luego una tristeza muy grande. Dolor. El dolor de que algo era
arrancado de mí. Era yo lo que se arrancaba. Yo, que me iba de mí. De pronto ya
no tenía poder sobre ese ser que era; no podía regresármelo ni detenerlo, no
pude impedirle que fuera a buscar a otros como él ni que empezara a morder y a
desgarrar y a matar. Aparté la vista de eso. Quise mirar al frente y seguir...
estaba aquí, en la ventana.
Siempre odié a los vecinos
ruidosos. Ahora pienso: si por lo menos alguien pusiera música: la que fuera,
no importa. Extraño las voces de la vida: las peleas de los vecinos, los gritos
de los borrachos, las motocicletas, los perros... aquí sólo se escucha esa
campana de viento que quién sabe cómo se mueve porque no hay viento.
A mi hija Cristina le
gustaba la música. Seguro todavía le gusta. Bueno, a Natalia también le
gustaba, pero para bailar. Cristina, en cambio, tocaba la guitarra. ¿Cómo iba
esa canción que ensayaba todo el tiempo?
¿Eres una trampa, eres un regalo?
Buscaba
en mis tinieblas un camino
y
llegaste y me diste un laberinto.
No sólo los carcomidos se acercan por aquí. A veces pasa un ave o una
palomilla o veo allá abajo una rata saliendo de las bodegas.
Los árboles están siempre inquietos, meciéndose sobre sí mismos, como angustiados. Al atardecer empiezan las sombras a hacer en ellos su nido. El parque va llenándose de sombras. Los perfiles de las cosas empiezan a confundirse y luego a borrarse hasta que todo queda oscuro. Entonces levanto la vista y veo que las estrellas han salido. Oscurece un poquito cada muchísimo tiempo. Casi no se nota, pero es innegable. La campana de viento vuelve a sonar. Me hiela oírla, pero también me tranquiliza. De alguna manera sé que cuando deje de sonar, yo dejaré de ser. Me habré reunido con mi cuerpo y esta conciencia que es lo único que soy habrá callado.