jueves, febrero 17, 2011

El tesoro del sirio


En los años noventa, tuvo lugar en México un breve pero entusiasta movimiento literario. A raíz de la publicación del libro de poemas Pulsera para Lucía Méndez, de Rubén Bonifaz Nuño, algunos de los discípulos y amigos del poeta decidieron organizarse en una cofradía que, de manera semejante, homenajeara literariamente a alguna de las pop-stars del momento, tomándola como musa común. Eligieron a Bibi Gaytán y se bautizaron como “bibipoetas”. Luego hubo un segundo grupo, los “trevipoetas”. Sus escritos, no sólo en verso sino también en prosa, aparecían en el suplemento Sábado, del periódico Uno más Uno, que dirigía el maestro Huberto Bátiz. Siguiendo la moda, yo escribí un texto, que no apareció en Sábado, sino en la antología Dispersión multitudinaria. Instantáneas de la nueva narrativa mexicana en el fin de milenio (comp. Leonardo da Jandra y Roberto Max). México, Joaquín Mortiz, 1997. Vuelvo a publicarlo aquí a raíz de una conversación nostálgica.

EL TESORO DEL SIRIO

La noche cuando rifaron los preciosos calzones de Gloria Trevi, en una bodega de la Vía Apia, se mantenía ingente en la memoria del torvo Damón. Ahora que empezaba a amanecer, y a casi 20 días del hecho, él recordaba haber estado allí, junto con otros jóvenes de la casa de Arvad, celebrando y sintiéndose igual de intoxicado que cuando olía de cerca a las cortesanas de Corinto o a las escalvas africanas que recién descendían de las embarcaciones romanas.

La luz grisácea del alba se filtraba por las burdas cortinas que cubrían la única ventana del dormitorio. Todo se encontraba aún en silencio, pero pronto empezaría a oírse el ruido de la gente que se preparaba para la jornada. Damón se dio vuelta en su camastro; hubiera querido volver a dormir, pero ya no podía y además pronto llegarían a despertarlo. Frente a él un grupo de sombras se revelaba apenas en la oscuridad, como una masa sin forma. Eran los siete jóvenes de la casa de Arvad. En ningún momento del día, pensó Damón, apestaban tanto como en la noche, cuando se concentraban para dormir en aquel agujero. Damón prefería el olor de los centuriones, el de las tabernas de marineros de Ostia o el de los trapos que usaban las rameras en sus menstruaciones, que el de los hijos de Arvad.

Arvad era un hebreo viejo y tonto que había visto crucificar a su dios, hacía muchos años, en la ciudad que Flavio Tito acababa de destruir. Luego vino a Roma siguiendo a los cristianos, se quedó aquí y tuvo hijos y murió en la cárcel en tiempos de Vitelio. Ni siquiera tuvo la satisfacción de ser mártir, como otros, que abandonaron la vida levantando al cielo unos ojos llenos de estúpida dicha. Sus hijos también eran cristianos, pero más por veneración al padre muerto, pensaba Damón, que porque fuesen verdaderos creyentes. Ellos les habían dado asilo a él y a su madre cuando llegaron fugitivos de Chipre. Elisha era el menor de los siete y Damón lo consideraba su hermano aunque le tenía envidia y, secretamente, lo despreciaba. Ahí dormía ahora, en el extremo de la habitación, soltando esos pedos inmundos que no parecían molestar a nadie pero que habían obligado a Damón a dormir junto a la ventana. Pronto despertarían. Despertaría primero la mujer de Caleb —tan plena, tan hembra—, y luego ella se encargaría de levantar a los demás.

Damón odiaba a los hebreos y, si seguía viviendo con ellos, era porque esperaba poder hacerles daño algún día. Él era sirio pero se avergonzaba de su pueblo; por eso se había cambiado el nombre: para hacerse pasar por helénico, cosa que se le hacía muy elegante, y hablaba con acento griego. No había querido denunciar a los hebreos porque su madre también vivía ahí y era cristiana. Pero ahora estaba muerta. Un soldado le había dado un empujón en el mercado y al caer se golpeó en las sienes; ya estaba vieja. Así que ahora nada lo detenía. Podía denunciar a todos y quedarse con la mujer de Caleb, a quien deseaba con urgencia. Sólo quedaba un asunto pendiente: a Damón le irritaba el cristianismo, le irritaba la convicción con que los cristianos hablaban de su maestro. Desafiando todos los peligros, se reunían en bodegas y catacumbas y allí, con la mayor arrogancia del mundo, afirmaban que su dios era padre no sólo para los hebreos sino para todos los hombres, incluyendo romanos, griegos, egipcios, sirios; incluyendo hasta a los gladiadores, quienes debían matar para pasar vivos de un día a otro. Todo esto le irritaba y al mismo tiempo le producía temor. No comprendía que su madre hubiera llegado a decir que deseaba ser liberada de su cuerpo y reunirse con el maestro. No comprendía que la fe de los cristianos no tuviera grietas. Ninguna otra religión era así y tal vez por eso hasta los romanos parecían tenerles miedo. Por eso quería corromperlos, por lo menos a alguno: para demostrarles que no eran mejores que él ni que los sacerdotes rapados del templo de Isis, a quien hasta los centuriones veneraban.

Con ese propósito había cultivado la amistad del joven Elisha. Como él no pensaba más que en las mujeres —y eso que todas sus experiencias habían sido con las prostitutas sirias de Ostia— estaba seguro de que la misma pasión perdería a cualquier hombre. Un día llegó a la casa cantando: “No me dolieron los golpes tanto como la soledad...” Y poco a poco fue haciendo que el virginal Elisha se interesara en el culto de Gloria Trevi. Ya se habían adherido a él jóvenes de todas las nacionalidades, desde los hijos de los patricios hasta los pequeños leprosos que vivían en las afueras. La imagen de la semidiosa estaba en todas partes: en las lujosas tiendas de la Vía Sacra, en las termas, en las prisiones construidas debajo del Capitolio. Un gladiador galo se había encomendado a ella antes de morir en el circo. Era la primera vez que Roma conocía una religión de jóvenes. Y Elisha poco a poco se fue dejando seducir. No fue al principio la hermosura de Gloria Trevi lo que lo impresionó, sino el hecho de sentirse parte de multitudes desaforadas. Nunca se hubiera imaginado el viejo Arvad que el menor de sus hijos se hallaría en el Coliseo —aquel espléndido circo que Tito había inaugurado en tiempos de Vespasiano y que Arvad ya no había alcanzado a ver— cantando a coro con otros 80 mil jóvenes de todas las razas: “Voy a platicar lo que me pasa en la cama cuando ya es de noche y yo me acuesto sin nada...”

Hacía casi veinte noches se había celebrado la rifa, en una gigantesca bodega de la Vía Apia. Echó las suertes un sacerdote de la semidiosa, un eunuco africano nativo de alguna ciudad hacía mucho tiempo destruida por Roma, que hablaba con voz de mono. Gloria Trevi, por supuesto, no estuvo presente; a ella sólo era posible verla desde lejos: en el circo, en su palanquín dorado cuando desfilaba por las calles o en las imágenes. O en los sueños. Elisha seguramente, pensó Damón lleno de satisfacción, soñaba con ella. Al caer la noche iba a las cofradías de los cristianos, oraba con ellos, hablaba de su maestro. Pero al regresar iba callado; en la casa comía su pan en silencio y luego se iba a dormir, a soñar —de eso estaba seguro Damón— con la joven divinidad del pelo suelto.

La rifa se la había ganado Damón: los sagrados calzones, diminutos y fragantes. Toda la chusma volteó a mirarlo con envidia cuando subió a recoger su premio. Y cuando bajó con él, Elisha tenía los ojos húmedos y en los labios se le había entiesado una sonrisa de tristeza. Los calzones brillaban con luz tornasolada, líquidos y celestes como la seda imperial. Y olían exquisitamente y desde lejos, igual que las maderas finas y las pieles de Asia.

Pese a las reiteradas súplicas de Elisha, a sus ofrecimientos de conseguir el dinero necesario para pagarle una ramera corintia, Damón no lo dejó ni siquiera olerlos, ni siquiera rozarlos con sus dedos. Era parte de su plan exacerbar al muchacho. Así que los atesoró en una pequeña vejiga de carnero que llevaba consigo, y desde entonces dormía con ellos todas las noches. Pensaba que el día en que la mujer de Caleb fuera suya, la obligaría a ponérselos. Sí —se dijo con los ojos enturbiados por el deseo—, la obligaría a recibirlo en su cama con ellos puestos, y luego se daría el lujo de arrancárselos con los dientes, de hacerlos pedazos como si se tratara de un nuevo himen, una membrana imperial mucho más suntuosa de lo que Caleb hubiera merecido disfrutar.

Damón salió de la casa hacia la hora octava, rumbo al mercado. Pensaba en la mujer de Caleb. Ya no podía esperar: su miembro manaba todo el tiempo de urgencia por la mujer. Iría al mercado, que era donde más fácil resultaba hablar con un centurión. Los soldados de allí eran brutales y corruptos: se les compraba con unos cuantos ases y no respetaban nada, sólo les importaba emborracharse y violar mujeres. Les diría que estaba dispuesto a conducirlos hasta una madriguera de cristianos, si a cambio lo dejaban quedarse con la concubina de uno de ellos. Había pensado que esperaría un poco más, hasta que Elisha perdiera completamente la fe y traicionara a sus hermanos o los corrompiera. Damón habría sido feliz de verlo totalmente enajenado por el culto de Gloria Trevi, sin esperar más vida eterna que la que su adoración por ella pudiera darle. Pero ya no podía esperar: deseaba ver su premio ciñendo las obesas nalgas de la mujer de Caleb.

Pasó ensimismado los últimos talleres del barrio de los carpinteros. Adelante estaba el mercado. De pronto le salió al paso un anciano de aliento pútrido, que lo detuvo y le hizo una pregunta que no comprendió. Damón iba a darle un golpe y a seguir su camino, cuando oyó a sus espaldas una voz ansiosa y familiar:

—¿Ven ustedes? No entiende el griego. No es helénico, como dice, sino sirio. Su madre era una cristiana que se escapó de la cárcel de Chipre.

Tomado por sorpresa, Damón no pudo responder. Uno de los soldados le quitó la vejiga de carnero donde llevaba oculto su tesoro y la arrojó a un charco de inmundicias para que Elisha la recogiera. Se lo llevaron a rastras a través del mercado sin creerle nada, como a un perro. Todavía oyó cómo Elisha se alejaba cantando, como de burla: “Tengo unos zapatos viejos...”