jueves, diciembre 27, 2018

La Guerra de los Gatos


Primeros párrafos de mi libro para niños "La Guerra de los Gatos", publicado por la Editorial Progreso, con ilustraciones de Guillermo Graco Castillo.



Hace muchos años, la capital de México era conocida como La Ciudad de los Palacios. Se extendía, limpia, entre campos de flores y cerros aún salvajes poblados de fieras. Por todas partes la cruzaban canales y corrientes de agua, los cuales contribuían a mantener el verdor de las alamedas y los jardines. Pero lo más espectacular de ella —y lo que le había valido el mote que ostentaba con tanto orgullo— era su manera de aparecérsele por sorpresa al caminante, en una vuelta del camino, detrás de una peña, a través de algún bosquecillo. No importaba cómo llegara: a pie, a caballo, en coche... Uno venía cuidándose de los bandidos que a veces acechaban a los viajeros y, de repente, ahí estaba ella. La capital de México nos salía al paso bajo un cielo de seda azul, recortada contra dos volcanes cubiertos de nieve color de rosa. Todo el valle se dominaba de un golpe de vista: un cuenco de verdor desde cuyo fondo se levantaban las mil agujas de la Ciudad de los Palacios. Reverberaban al sol, como aéreos palomares de cristal, las torres de las iglesias, los balcones de los palacios virreinales, con sus fachadas barrocas y sus amplias azoteas ajedrezadas; las cúpulas de los conventos, como huevos de oro que derramaran al aire, junto con el olor de su propia sustancia, todos los aromas de la gastronomía monjil: el pan recién horneado y el claro rompope, la canela y el corazón mestizo del chocolate. Entre todos estos edificios, el más alto, el que más destacaba, era el castillo de Chapultepec, cuyas terrazas brillaban desde lejos entre las grises murallas y por encima de la envolvente vegetación.
Sin embargo, el rasgo más peculiar de la Ciudad de los Palacios —y el que más tardaba en descubrir el visitante inadvertido— era que estaba llena de gatos. En todos los rincones de todos los barrios, desde las lomas de Tacubaya hasta los canales de la Merced, desde los bosques de Churubusco hasta la garita de Peralvillo, más numerosos que los caballos o las palomas eran los gatos. Había gatos de todas las edades, sexos y condiciones sociales; gatos negros, blancos, amarillos, pardos, moriscos, atigrados, blancos con negro y negros con blanco, falderos y parias, ladrones y burladores de perros, gatos aventureros con la cara trazada de cicatrices, gatos buenos  que hacían llevadera la soledad de las viudas, gatos tamemes, pepenadores, bodegueros, gatos indios de bigotes alicaídos, gordos gatos de barbacoyero, veladores honrados que engordaban sólo con ratones, rudos gatos de cuartel, gatos adormilados de pulquería, mininos trovadores que por las noches maullaban a la luna...
El visitante primerizo quizás no advertía esta peculiaridad de la ciudad, pues normalmente llegaba de día, cuando los mininos se encontraban tomando su cuarta o quinta siesta, pero apenas cantaba el gallo el despertar de la noche, se relevaba la guardia en el Palacio Nacional y los serenos asomaban con su linterna al fondo de las calles, la Ciudad de los Palacios se convertía en la Ciudad de los Gatos.

jueves, diciembre 20, 2018

Fragmento de la novela juvenil "La sed de la mariposa"


Foto: Nuno Memories Anadorned:  https://www.facebook.com/dolorosa.mater?fref=photo



Desde muy pequeña se dio cuenta de que era diferente. En la escuela, los otros chicos le tenían miedo y los maestros la miraban como si hubiera sido un escarabajo o un azotador. Le gustaba torturarse: se cortaba con navajas y se quemaba con cigarrillos. Porque aprendió a fumar a los diez años, sólo para escandalizar a la gente. También para escandalizar atrapaba moscas y se las comía vivas. Hacía sufrir a otros niños: los humillaba, les hablaba de cosas que les daban miedo. Les pegaba. Y a su papá siempre le dijo que era un fracasado, un cobarde. Por los días en que lo echaron del hospital diciendo que ya no tenía remedio, su madre la sacó de la escuela pública. Por supuesto, todos sus compañeros (y las mujeres más que los hombres) se alegraron. Incluso a los maestros les dio gusto. La prueba: nadie se molestó en borrar el mensaje de despedida que apareció en el pizarrón: “Por fin te largas perra infeliz”.
          Su madre la metió a una escuela reeducativa: algo así como una correccional, pero con salidas a casa los fines de semana, con la “ventaja adicional” de que ahí no tenía que socializar con asesinos ni criminales de verdad (ésos sí iban a dar al reformatorio), sino con hijos desobedientes, drogadictos, escuelafóbicos, cleptómanos de pacotilla, mitómanos, chantajistas del suicidio, pornoadictos precoces, chaqueteros consuetudinarios y toda esa laya de adolescentes disfuncionales. “Perdóname, Damiana”, le dijo su madre. “Tu papá está enfermo, tus hermanos ya no viven en la casa y yo sola no puedo controlarte. Ahí sabrán cómo impedir que hagas cosas peores de las que has hecho”. “Está bien”, le contestó ella. Le daba lo mismo. En la mañana del día siguiente le bajó la regla por primera vez. La cárcel fue el regalo que recibió de su madre por haberse convertido en mujer. Aunque nunca le dijo nada. Para qué.
          Como fracasó en ganarse su afecto, su madre tenía la esperanza de lograr por lo menos su rencor. Pero Damiana no podía odiar. Es chistoso: que uno no pueda amar se le hace a la gente casi normal, pero que no pueda odiar lo convierte en un monstruo; es algo incomprensible, irracional. Es una enfermedad, lo sabía ella.
          No duró mucho tiempo en la escuela reeducativa: seis meses. No porque se portara bien (aunque por aburrimiento sí lo hacía), sino porque fue entonces cuando la psicóloga de esa noble institución descubrió que lo suyo era una enfermedad. Vinieron otros doctores a verla. La tuvieron muchas horas mirando dibujos y describiendo lo que veía en ellos. Le hicieron miles de preguntas: test de apercepción temática, test de Rorschach, test de matrices progresivas de Raven, escala de fobia social de Leibowitz, cuestionario del trastorno esquizotípico de la personalidad y quién sabe qué otras más. Finalmente llamaron a su madre y le dijeron: “Señora, lo que su hija necesita es un tratamiento especializado que aquí no podemos darle. Hay una fundación que se encarga de eso; llévela ahí y téngale paciencia: la chica no es una delincuente, es una enferma”. Síndrome de Meursault: incapacidad para experimentar sentimientos humanos. Una forma de autismo, dijeron.

miércoles, diciembre 12, 2018

La marca de Caín



Isabella, se llamaba la niña que vivía en la casa de la esquina, la de la puerta blanca y las ventanas siempre cerradas. Isabella Medina. Esa familia llevaba dos años de haberse mudado a nuestra cuadra y nadie les hablaba. Llegaron envueltos en el halo negro de una historia de nota roja: se decía que Isabella había matado a su hermanito. Nadie sabía bien a bien cómo lo hizo, pero nadie dudaba de que lo había hecho. Decían que lo asfixió jugando, al meterle la cabeza en una bolsa de plástico.
         Como quiera que fuera, chicos y grandes nos referíamos a ella como “la niña que mató a su hermanito”, y esa palabra, “mató”, se pronunciaba en voz baja, con supersticioso respeto. Por eso nadie le hablaba a Isabella. Ni a sus padres, como si ellos tuvieran la culpa de lo que había hecho la niña. Tal vez la tenían, por no cuidar a sus hijos. De todos modos no me interesan. La historia que quiero contar es la de Isabella.
         No le hablábamos, pero tampoco nos metíamos con ella, yo creo que por miedo. La marca de su crimen la protegía. Lo más agresivo que llegábamos a hacerle era cruzarnos a la otra banqueta si la veíamos venir. Una vez, uno de mis primos que estaba de visita me vio haciendo eso y me preguntó por qué. Le contesté en voz baja: “Esa niña mató a su hermanito. Es una asesina”.
         Tal vez se sentían perseguidos por su historia; o tal vez, simplemente, el señor encontró trabajo en otra ciudad. El caso es que los Medina se fueron. Volvimos a respirar tranquilos.
         Yo respiré tranquilo durante muchos años. Hasta que empezó el llanto. Sí, una noche, ya en mi cama, oí que alguien lloraba en la oscuridad de la habitación. De niño, nunca vi ni oí llorar a Isabella Medina, pero desde el primer instante estuve seguro, absolutamente seguro, de que era ella. Estaba ahí, en algún rincón donde yo no podía verla, llorando. Encendí la luz. Como era de esperarse, no vi nada. Pero el llanto siguió, invisible, como si ese aire encerrado, envejecido de tristeza, llorara.
         Volvió a la noche siguiente y a la siguiente. Me cambié de casa y se fue conmigo. Algunas noches, raras, he tenido la fortuna de dormir acompañado. Y sé que sólo yo oigo el llanto de Isabella. Le he preguntado qué quiere, si necesita oraciones o algo. Le he dicho en voz alta, al aire, que aunque no me corresponde a mí, la perdono por lo que hizo. No me contesta ni deja de venir en las noches a chillarme. ¿Por qué a mí? Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, estoy oyéndola.

miércoles, diciembre 05, 2018

Fragmento de Operación Snake




¿Sabes, mi pequeña, que la Muerte es hermana del Sueño? Hypnos y Thanatos. Vas a ver cómo se parecen. Primero sentirás que te invade una oleada de calor; una exaltación nueva, deliciosa, nunca antes experimentada, excepto, tal vez, en ciertos instantes de fiebre. Sentirás que tus sentidos se agudizan: los colores se vuelven más brillantes y puedes oír hasta el silencioso caminar de las hormigas sobre los párpados de los muertos. Tu corazón empezará a palpitar más rápido, con latidos más audibles, y quizás eso te cause angustia, pero ni aun entonces debes tener miedo: el fin de todo sufrimiento estará cerca. Poco a poco, a medida que tu cuerpo se vaya vaciando de sangre, las emociones mundanas darán lugar a una dulce sensación de languidez, como cuando sientes que el sueño se apodera de ti y tratas de luchar contra él para no quedarte dormida, pero no puedes; tus párpados se vuelven pesados y tus músculos abandonan toda lucha, todo esfuerzo. Te parecerá que el mundo va quedando lejos y ya nada tiene importancia, que las cosas que antes te hacían daño ya no tienen poder sobre ti... y la sed que se lleva tu vida se va llevando también tus tristezas, tus deseos... conforme se nublan tus ojos, el aire gris se irá convirtiendo en una visión de luz y de libertad... y el miedo, si es que lo hubo, se tornará gratitud.

jueves, septiembre 06, 2018

Gestación


La solitaria no sabe cómo llegó a estar donde está. Ella se cree un fetito. Y, lógicamente, piensa que el hombre que la padece es su madre. En concordancia, se le antoja lo más normal demandar comida y no hacer nada ahí más que crecer y crecer.
         Su “mamá” tiene una versión distinta. Sabe que es un hombre y que está enfermo. Un médico se lo dijo y empezó a darle pastillas.
         “Abortivos”, piensa la solitaria, sintiéndose atacada. Pero es fuerte y resiste. El amor que sentía hacia su “mamá” se transforma en hirviente ira. Ya no quiere “nacer”. Teme que, si nace, tratarán de matarla en el exterior, como hicieron con algunos dioses. Ella no es un dios y no sabría defenderse, así que tiene miedo. Se da prisa en crecer para hacerse más resistente a los venenos del médico. En poco tiempo ya es tan grande que la comida ingerida por su “mamá” no le basta. Entonces empieza a morder lo que encuentra con sus dientes feroces de lobo diminuto.
         El bisturí del patólogo la trae al mundo. Ella llama a eso “cesárea”.
         Sin nalgada de por medio, su inocente llanto de recién nacida se deja oír entre las frías paredes de la morgue.