Primeros párrafos de mi libro para niños "La Guerra
de los Gatos", publicado por la Editorial Progreso, con ilustraciones de
Guillermo Graco Castillo.
Hace muchos años, la capital
de México era conocida como La Ciudad de los
Palacios. Se extendía, limpia, entre campos de flores y cerros aún salvajes
poblados de fieras. Por todas partes la cruzaban canales y corrientes de agua,
los cuales contribuían a mantener el verdor de las alamedas y los jardines.
Pero lo más espectacular de ella —y lo que le había valido el mote que
ostentaba con tanto orgullo— era su manera de aparecérsele por sorpresa al
caminante, en una vuelta del camino, detrás de una peña, a través de algún
bosquecillo. No importaba cómo llegara: a pie, a caballo, en coche... Uno venía
cuidándose de los bandidos que a veces acechaban a los viajeros y, de repente,
ahí estaba ella. La capital de México nos salía al paso bajo un cielo de seda
azul, recortada contra dos volcanes cubiertos de nieve color de rosa. Todo el
valle se dominaba de un golpe de vista: un cuenco de verdor desde cuyo fondo se
levantaban las mil agujas de la Ciudad de los Palacios. Reverberaban al sol,
como aéreos palomares de cristal, las torres de las iglesias, los balcones de
los palacios virreinales, con sus fachadas barrocas y sus amplias azoteas
ajedrezadas; las cúpulas de los conventos, como huevos de oro que derramaran al
aire, junto con el olor de su propia sustancia, todos los aromas de la
gastronomía monjil: el pan recién horneado y el claro rompope, la canela y el
corazón mestizo del chocolate. Entre todos estos edificios, el más alto, el que
más destacaba, era el castillo de Chapultepec, cuyas terrazas brillaban desde
lejos entre las grises murallas y por encima de la envolvente vegetación.
Sin
embargo, el rasgo más peculiar de la Ciudad de los Palacios —y el que más
tardaba en descubrir el visitante inadvertido— era que estaba llena de gatos.
En todos los rincones de todos los barrios, desde las lomas de Tacubaya hasta
los canales de la Merced, desde los bosques de Churubusco hasta la garita de
Peralvillo, más numerosos que los caballos o las palomas eran los gatos. Había
gatos de todas las edades, sexos y condiciones sociales; gatos negros, blancos,
amarillos, pardos, moriscos, atigrados, blancos con negro y negros con blanco,
falderos y parias, ladrones y burladores de perros, gatos aventureros con la
cara trazada de cicatrices, gatos buenos que hacían llevadera la soledad
de las viudas, gatos tamemes, pepenadores, bodegueros, gatos indios de bigotes
alicaídos, gordos gatos de barbacoyero, veladores honrados que engordaban sólo
con ratones, rudos gatos de cuartel, gatos adormilados de pulquería, mininos
trovadores que por las noches maullaban a la luna...
El
visitante primerizo quizás no advertía esta peculiaridad de la ciudad, pues
normalmente llegaba de día, cuando los mininos se encontraban tomando su cuarta
o quinta siesta, pero apenas cantaba el gallo el despertar de la noche, se
relevaba la guardia en el Palacio Nacional y los serenos asomaban con su
linterna al fondo de las calles, la Ciudad de los Palacios se convertía en la
Ciudad de los Gatos.
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