Isabella, se
llamaba la niña que vivía en la casa de la esquina, la de la puerta blanca y
las ventanas siempre cerradas. Isabella Medina. Esa familia llevaba dos años de
haberse mudado a nuestra cuadra y nadie les hablaba. Llegaron envueltos en el
halo negro de una historia de nota roja: se decía que Isabella había matado a
su hermanito. Nadie sabía bien a bien cómo lo hizo, pero nadie dudaba de que lo
había hecho. Decían que lo asfixió jugando, al meterle la cabeza en una bolsa
de plástico.
Como quiera que fuera, chicos y grandes
nos referíamos a ella como “la niña que mató a su hermanito”, y esa palabra,
“mató”, se pronunciaba en voz baja, con supersticioso respeto. Por eso nadie le
hablaba a Isabella. Ni a sus padres, como si ellos tuvieran la culpa de lo que
había hecho la niña. Tal vez la tenían, por no cuidar a sus hijos. De todos
modos no me interesan. La historia que quiero contar es la de Isabella.
No le hablábamos, pero tampoco nos
metíamos con ella, yo creo que por miedo. La marca de su crimen la protegía. Lo
más agresivo que llegábamos a hacerle era cruzarnos a la otra banqueta si la
veíamos venir. Una vez, uno de mis primos que estaba de visita me vio haciendo
eso y me preguntó por qué. Le contesté en voz baja: “Esa niña mató a su
hermanito. Es una asesina”.
Tal vez se sentían perseguidos por su
historia; o tal vez, simplemente, el señor encontró trabajo en otra ciudad. El
caso es que los Medina se fueron. Volvimos a respirar tranquilos.
Yo respiré tranquilo durante muchos
años. Hasta que empezó el llanto. Sí, una noche, ya en mi cama, oí que alguien
lloraba en la oscuridad de la habitación. De niño, nunca vi ni oí llorar a
Isabella Medina, pero desde el primer instante estuve seguro, absolutamente
seguro, de que era ella. Estaba ahí, en algún rincón donde yo no podía verla,
llorando. Encendí la luz. Como era de esperarse, no vi nada. Pero el llanto
siguió, invisible, como si ese aire encerrado, envejecido de tristeza, llorara.
Volvió a la noche siguiente y a la
siguiente. Me cambié de casa y se fue conmigo. Algunas noches, raras, he tenido
la fortuna de dormir acompañado. Y sé que sólo yo oigo el llanto de Isabella.
Le he preguntado qué quiere, si necesita oraciones o algo. Le he dicho en voz
alta, al aire, que aunque no me corresponde a mí, la perdono por lo que hizo.
No me contesta ni deja de venir en las noches a chillarme. ¿Por qué a mí? Ahora
mismo, mientras escribo estas líneas, estoy oyéndola.
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