Foto: Nuno Memories
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Desde muy pequeña se dio
cuenta de que era diferente. En la escuela, los otros chicos le tenían miedo y
los maestros la miraban como si hubiera sido un escarabajo o un azotador. Le
gustaba torturarse: se cortaba con navajas y se quemaba con cigarrillos. Porque
aprendió a fumar a los diez años, sólo para escandalizar a la gente. También
para escandalizar atrapaba moscas y se las comía vivas. Hacía sufrir a otros
niños: los humillaba, les hablaba de cosas que les daban miedo. Les pegaba. Y a
su papá siempre le dijo que era un fracasado, un cobarde. Por los
días en que lo echaron del hospital diciendo que ya no tenía remedio, su madre
la sacó de la escuela pública. Por supuesto, todos sus compañeros (y las
mujeres más que los hombres) se alegraron. Incluso a los maestros les dio
gusto. La prueba: nadie se molestó en borrar el mensaje de despedida que
apareció en el pizarrón: “Por fin te largas perra infeliz”.
Su madre la metió a una escuela reeducativa: algo así como una correccional,
pero con salidas a casa los fines de semana, con la “ventaja adicional” de que
ahí no tenía que socializar con asesinos ni criminales de verdad (ésos sí iban
a dar al reformatorio), sino con hijos desobedientes, drogadictos,
escuelafóbicos, cleptómanos de pacotilla, mitómanos, chantajistas del suicidio,
pornoadictos precoces, chaqueteros consuetudinarios y toda esa laya de
adolescentes disfuncionales. “Perdóname, Damiana”, le dijo su madre. “Tu papá
está enfermo, tus hermanos ya no viven en la casa y yo sola no puedo
controlarte. Ahí sabrán cómo impedir que hagas cosas peores de las que has
hecho”. “Está bien”, le contestó ella. Le daba lo mismo. En la mañana del día
siguiente le bajó la regla por primera vez. La cárcel fue el regalo que recibió
de su madre por haberse convertido en mujer. Aunque nunca le dijo nada. Para
qué.
Como fracasó en ganarse su afecto, su madre tenía la esperanza de lograr por lo
menos su rencor. Pero Damiana no podía odiar. Es chistoso: que uno no pueda
amar se le hace a la gente casi normal, pero que no pueda odiar lo convierte en
un monstruo; es algo incomprensible, irracional. Es una enfermedad, lo sabía
ella.
No duró mucho tiempo en la escuela reeducativa: seis meses. No porque se
portara bien (aunque por aburrimiento sí lo hacía), sino porque fue entonces
cuando la psicóloga de esa noble institución descubrió que lo suyo era una
enfermedad. Vinieron otros doctores a verla. La tuvieron muchas horas mirando
dibujos y describiendo lo que veía en ellos. Le hicieron miles de preguntas:
test de apercepción temática, test de Rorschach, test de matrices progresivas
de Raven, escala de fobia social de Leibowitz, cuestionario del trastorno esquizotípico
de la personalidad y quién sabe qué otras más. Finalmente llamaron a su madre y
le dijeron: “Señora, lo que su hija necesita es un tratamiento especializado
que aquí no podemos darle. Hay una fundación que se encarga de eso; llévela ahí
y téngale paciencia: la chica no es una delincuente, es una enferma”. Síndrome
de Meursault: incapacidad para experimentar sentimientos humanos. Una forma de
autismo, dijeron.
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