jueves, diciembre 20, 2018

Fragmento de la novela juvenil "La sed de la mariposa"


Foto: Nuno Memories Anadorned:  https://www.facebook.com/dolorosa.mater?fref=photo



Desde muy pequeña se dio cuenta de que era diferente. En la escuela, los otros chicos le tenían miedo y los maestros la miraban como si hubiera sido un escarabajo o un azotador. Le gustaba torturarse: se cortaba con navajas y se quemaba con cigarrillos. Porque aprendió a fumar a los diez años, sólo para escandalizar a la gente. También para escandalizar atrapaba moscas y se las comía vivas. Hacía sufrir a otros niños: los humillaba, les hablaba de cosas que les daban miedo. Les pegaba. Y a su papá siempre le dijo que era un fracasado, un cobarde. Por los días en que lo echaron del hospital diciendo que ya no tenía remedio, su madre la sacó de la escuela pública. Por supuesto, todos sus compañeros (y las mujeres más que los hombres) se alegraron. Incluso a los maestros les dio gusto. La prueba: nadie se molestó en borrar el mensaje de despedida que apareció en el pizarrón: “Por fin te largas perra infeliz”.
          Su madre la metió a una escuela reeducativa: algo así como una correccional, pero con salidas a casa los fines de semana, con la “ventaja adicional” de que ahí no tenía que socializar con asesinos ni criminales de verdad (ésos sí iban a dar al reformatorio), sino con hijos desobedientes, drogadictos, escuelafóbicos, cleptómanos de pacotilla, mitómanos, chantajistas del suicidio, pornoadictos precoces, chaqueteros consuetudinarios y toda esa laya de adolescentes disfuncionales. “Perdóname, Damiana”, le dijo su madre. “Tu papá está enfermo, tus hermanos ya no viven en la casa y yo sola no puedo controlarte. Ahí sabrán cómo impedir que hagas cosas peores de las que has hecho”. “Está bien”, le contestó ella. Le daba lo mismo. En la mañana del día siguiente le bajó la regla por primera vez. La cárcel fue el regalo que recibió de su madre por haberse convertido en mujer. Aunque nunca le dijo nada. Para qué.
          Como fracasó en ganarse su afecto, su madre tenía la esperanza de lograr por lo menos su rencor. Pero Damiana no podía odiar. Es chistoso: que uno no pueda amar se le hace a la gente casi normal, pero que no pueda odiar lo convierte en un monstruo; es algo incomprensible, irracional. Es una enfermedad, lo sabía ella.
          No duró mucho tiempo en la escuela reeducativa: seis meses. No porque se portara bien (aunque por aburrimiento sí lo hacía), sino porque fue entonces cuando la psicóloga de esa noble institución descubrió que lo suyo era una enfermedad. Vinieron otros doctores a verla. La tuvieron muchas horas mirando dibujos y describiendo lo que veía en ellos. Le hicieron miles de preguntas: test de apercepción temática, test de Rorschach, test de matrices progresivas de Raven, escala de fobia social de Leibowitz, cuestionario del trastorno esquizotípico de la personalidad y quién sabe qué otras más. Finalmente llamaron a su madre y le dijeron: “Señora, lo que su hija necesita es un tratamiento especializado que aquí no podemos darle. Hay una fundación que se encarga de eso; llévela ahí y téngale paciencia: la chica no es una delincuente, es una enferma”. Síndrome de Meursault: incapacidad para experimentar sentimientos humanos. Una forma de autismo, dijeron.

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