martes, junio 06, 2006

Las lecciones del éxito literario

Se sabe que en el siglo XVIII, bajo la influencia del neoclasicismo, Shakespeare era un ejemplo de lo que no se debía hacer en el teatro. Se sabe también que Sainte-Beuve, el crítico con más influencia de su época, se echó a reír ante la idea de que “ese payaso” de Stendhal pudiera escribir una obra maestra; para él, la gran novela de su tiempo era Fanny, de Ernest Feydeau; la ubicaba por encima incluso de Madame Bovary. Se sabe también que Proust fue acusado de no saber escribir novelas.

A unos cuantos siglos de esos vendavales, Shakespeare le ha dado su nombre a la lengua en la cual escribió. La cartuja de Parma, la novela a la cual se refería Sainte-Beuve, se sigue leyendo en todo el mundo y En busca del tiempo perdido se ha convertido en una de las obras que marcaron el siglo xx. ¿Quién se acuerda, en cambio, de lo que pudo haber dicho Sainte-Beuve? ¿Dónde se consigue esa novelita, Fanny, de la que él hablaba? ¿Quién fue ese Feydeau, tan mimado por los críticos de su época? Y pensando en todo esto, ¿qué es el éxito literario?

Hace unos días, hojeando revistas de los años treinta, topé con una referencia a un escritor de nombre llamativamente glamoroso: Maurice Dekobra. La nota decía que este autor, a quien se daba el título de “el novelista de las mujeres” había visitado México después de una prolongada estancia en el reino de Nepal. Su visita había causado revuelo entre los numerosos lectores de sus novelas, que se apresuraron a ver si les dedicaba un ejemplar.

Ciertamente, Maurice Dekobra fue el novelista más glamoroso del período entre las dos guerras mundiales. Y sin duda el más popular. Sus libros, de los cuales se vendieron 90 millones de ejemplares, fueron traducidos a 75 idiomas. Y en Nueva York, las personas que esperaban que les dedicara un libro hicieron una fila de seis kilómetros. Pocas veces en la historia literaria se ha visto un éxito así. Nadie parecía dudar que Dekobra era el gran escritor de su tiempo. Sería inmortal; su nombre perduraría más allá que los de todos sus contemporáneos. En todos los países la gente lo admiraba y lo mimaba. Y él mismo se encargó de construir su leyenda. Nacido entre los pobres de París, comenzó a destacar como reportero a los diecinueve años. Viajó a Berlín, luego a Londres. Fue uno de los primeros occidentales en visitar el lejano Nepal. Fue también uno de los primeros que denunciaron los excesos del estalinismo, y sus dones de visionario lo llevaron a anunciar en 1934, un tanto casualmente y con el tono frívolo que caracterizaba su conversación, que el gran conflicto del futuro sería entre China, Japón, la Unión Soviética y Estados Unidos, con Inglaterra y Francia como espectadores que en un momento dado pasarían a ser actores.

Viajero incansable, estrella del jet-set, pionero del cosmopolitismo, junto con Paul Morand y Scott-Fitzgerald, Maurice Dekobra recreó en su vida y en sus novelas todo ese mundo glamoroso de la era del jazz. Completamente afeitado, seco, vestido siempre de color claro, aparecía de pronto en cualquier lugar en busca de aventuras. Toda clase de aventuras. En efecto, el “novelista de las mujeres” sedujo entre muchas otras a Rita Hayworth. Su universo narrativo es el de los maharajás, los paquebotes, los gigolós, los palacios, las mujeres liberadas y los hombres excéntricos. Los críticos, que no lo consintieron menos que los lectores comunes, dijeron que había inventado un nuevo género literario, al cual llamaron “dekobrismo”: una mezcla de reportaje, ficción y relato de viajes. Sus novelas más famosas (hay que ver el glamour hasta en los títulos) fueron Llamas de terciopelo, Los tigres perfumados, Griselda... te amo, La góndola de las quimeras y Ha muerto una cortesana.

Maurice Dekobra murió en 1973, a los 88 años de edad, y ya para entonces el gran público lo había olvidado. Su gloria se extinguió junto con la era del jazz. Otros, menos exitosos en su momento, son todavía leídos mientras los libros de él ya no se imprimen en ninguna parte. Decía que inventó su nombre de pluma gracias al consejo de una vidente. Ella le predijo que, si en su nombre había dos cobras escondidas (“Dekobra”: deux cobras) tendría “gloria y fortuna a condición de llevar siempre puesta una máscara”. ¿Qué le pasaría? ¿Se habría cansado de ocultar el rostro? Acaso algo semejante le habrían dicho a Ernest Feydeau, el novelista que por un momento se creyó mejor que Flaubert y que Stendhal. Acaso sea éste, en todas las épocas, el precio que pagan los novelistas “exitosos”.