jueves, abril 14, 2016

LOS APACHES DE KIEV



 
Foto del autor.
 
Salió en los diarios y en la televisión lo del muerto que encontraron en el Jardín Botánico. La policía de Kiev lo identificó inmediatamente: Dmitri Belov, periodista y analista político, conocido por sus duras críticas a la administración del presidente Poroshenko. Presumiblemente se trataba de un suicidio, pero la policía había recibido órdenes de poner a trabajar todos los recursos posibles hasta confirmar este dictamen.
          De los subempleados —buhoneros y prostitutas— que merodeaban el Jardín Botánico, muy pocos fueron advertidos. ¿Cómo iban a enterarse los demás? No tenían televisor ni gastaban dinero en periódicos. Comprensiblemente, quienes supieron del cadáver evitaron aparecerse por ahí. Sabían que iba a haber revuelo, sobre todo si se trataba de un muerto importante; la policía iría en busca de posibles testigos para interrogarlos y de paso extorsionarlos con otros cargos. No serviría de nada explicarles lo que ya sabían: que cada semana todos esos subempleados pagaban una cuota para que los dejaran en paz.
          Ignorantes de todo, tres hombres como de 40 años, de aspecto exótico, vestidos como apaches de película Western, se aparecieron después de las once de la mañana. Eran Ernesto Ortega, Gonzalo Zavala y Milton Guzmán: mexicano, nicaragüense y venezolano respectivamente. Los tres vestían igual: penacho de plumas blancas de los que van de la cabeza a la cintura, chaqueta y pantalón de cuero café con tiras en las mangas y en la espalda, mocasines y maquillaje ritual de batalla. Llevaban varios instrumentos musicales que se turnaban para tocar música andina: “El cóndor pasa”, “Pájaro Chogüi”, “Moliendo café”, etcétera. Sabían que ni la música iba con el vestuario ni el vestuario con las etnicidades, pero esa rara combinación era lo que mejor les había funcionado comercialmente. La americanofilia estaba a la alta en Kiev, y los transeúntes les daban dinero gustosos a esos “indios norteamericanos” que tocaban música de “su pueblo”. Quizá las notas alegres de “La flor de la canela” llevaban a los ucranianos a imaginar la belleza de la vida en los tipees, entre bisontes, caballos salvajes, pumas y águilas cabeza blanca. El hecho es que, además de tocar y cantar, los “apaches” ponían en el piso un paño donde ofrecían a la venta CDs con la misma música.
          Después de sacar la mercancía de una enorme mochila de campamento y ver que los otros dos la colocaran de la manera más atractiva posible, Milton sacó también varios sandwichs y botellas de cerveza. Solían beber cerveza antes de tocar. Les daba inspiración, decían.
          —¿Ya probaron ésta, compas? —las botellas lucían etiquetas amarillas con caracteres que recordaban la escritura arábiga.
          —Española, creo —le preguntó Gonzalo.
          —¿Importa de dónde es? —se burló Ernesto.
          Usando una banca de cemento como mesa, Milton empezó a servir en vasos desechables mientras sus compañeros terminaban de colocar el puesto. A ninguno de ellos le sorprendía encontrar cada día productos occidentales en las tiendas de Kiev. Desde que cayó Yanukovich, los ucranianos consumían con avidez todo lo que viniera del Oeste, así que llegaban infinidad de cosas, ya fueran regalos de la Unión Europea, experimentos de exploración de mercado con miras a la futura integración de Ucrania, o el endémico contrabando que parecía ser lo único impermeable a los cambios políticos. Eran productos que se encontraban una vez, por unos días, y luego desaparecían del mercado para ser remplazados por otros. Así que había que aprovechar. La cerveza se veía buena: tenía un color brillante y un aroma lejanamente frutal que a los tres latinoamericanos les recordó alguna bebida del trópico.
          En septiembre todavía hacía calor en Kiev, pero ese año las lluvias de otoño se adelantaron. Ya se veían en el cielo los nubarrones oscureciendo el Jardín Botánico. Eso ahuyentaba a los paseantes: había pocos.
          De pronto oyeron unos pasos que venían apresurados hacia ellos:
          —Vámonos. Recojan todo —les dijo en ucraniano una voz femenina.
          Era Valerya Mutsinova, ladrona, buhonera de perfumes piratas y prostituta ocasional que se había hecho amiga de esos latinoamericanos a fuerza de compartir el territorio.
          —¿Qué pasa? —le preguntó Gonzalo, todavía alegre, llevándose a los labios el primer trago de su desayuno de cerveza.
          —Mataron a un tipo.
          —Cálmate —Ernesto sirvió un cuarto vaso de cerveza y se lo ofreció a la chica—. Todos los días matan gente en esta ciudad.
          Valerya aceptó la cerveza y se la tomó de un trago, pero no se relajó:
          —Lo mataron por aquí.
          —¿Y?
          —Que la policía anda buscando testigos.
          A los hombres les cambió la cara inmediatamente. Se tomaron rápido la cerveza y empezaron a recoger sus cosas. Todas y todos los que rondaban al área del Jardín Botánico y el bulevar Shevchenka habían entendido en carne propia por qué la policía ucraniana tenía fama de ser la más corrupta y brutal de Europa.
          Valerya empezaba a ayudarles con los CDs cuando vio de reojo a los cuatro hombres que caminaban hacia ellos: dos vestidos de civil y dos embutidos en el uniforme de verano de la policía ucraniana.
          —Demasiado tarde —dijo, cambiando la dirección de sus movimientos: en lugar de recoger estaba poniendo el puesto.
          —No lo mataron, se suicidó —murmuró. Y, como viera que no la comprendían, preguntó para asegurarse—. ¿Me oyeron?
          —Nosotros no vimos nada —protestó Ernesto—. Ni siquiera...
          Valerya lo silenció con una mirada imperativa, casi amenazante:
          —Ustedes van a decir que se suicidó.
          —Shtt —los calló Milton.
          La policía ya estaba ahí.

                                                            °°°
Ernesto Ortega llevaba más de veinte años viviendo en Kiev. Llegó siendo un jovencito, con una beca para estudiar en la Unión Soviética, en el Instituto de Medicina A.A. Bogomoletz. Era 1988 y en todo el mundo había jóvenes idealistas que soñaban con educarse en el más puro espíritu del marxismo, en Moscú, en Leningrado, en Kiev, en Minsk... obtener esa beca significó para él un gran triunfo. Y, una vez instalado, el estudio pasó a segundo término ante la emoción de conocer muchachos y muchachas de tantos países, todos hermanados por su visión del futuro.
          Ernesto se enamoró de una ucraniana, se casó con ella sólo para encontrarse con que la mujer lo había embaucado sin más fin que el de usar el acta de matrimonio con un extranjero para poder escapar del país; se encontró solo y se sintió utilizado y roto y ya no tuvo la presencia de ánimo para seguir yendo a clases. No lo expulsaron de la Unión Soviética; irónicamente, el mismo papel que le sirvió a  su mujer para irse, le sirvió a él para quedarse. Además, ya no hubo país del cual expulsarlo: aquel país dejó de existir y todo se volvió un caos.
          Poco después, España pareció volverse un país rico. Muchos ucranianos querían emigrar allá, y eso le abrió a Ernesto nuevas posibilidades ahí mismo, en Kiev: empezó a dar clases privadas de español.
          La vida en Ucrania se transformó rápidamente luego del cambio de sistema, sobre todo en las ciudades grandes. En el transcurso de unos pocos años, el aspecto de las calles, de las casas, de las personas dio un vuelco tan grande que, de no haber sido porque las cosas esenciales se mantuvieron, la gente que salió del país cuando todavía ondeaban las banderas rojas no habría podido reconocer su casa. En el mismísimo bulevar Shevchenka, el paseo más bello de Kiev, se estableció un centro comercial subterráneo de estilo capitalista, con un McDonald’s y quién sabe qué otras tiendas y restaurantes de fast food que ofrecían una comida completa por 14 grines, menos de 3 dólares americanos. La ciudad se abrió al turismo y se llenó rápidamente de tiendas, de restaurantes, de puestos donde se podía comprar toda clase de souvenirs: banderas, relojes, licoreras, pins, gorros, fotografías de Stalin y de Gagarin y demás reliquias de la Unión Soviética, matriushkas, tarjetas postales, etcétera. Eso fue como por los años 2003, 2004. Ahora ya no. Ahora ya estaba prohibido, bajo pena de cárcel, todo lo que recordara a Rusia o el comunismo.
          Y así, muy parecidas a la de Ernesto, eran las historias de Gonzalo y de Milton. Los tres tenían ya más de cuarenta años y eran unos vagabundos, con frecuencia borrachos, que ni siquiera tocaban bien.

                                                            °°°

—¿Y esto? —preguntó uno de los uniformados.
          —Cerveza —le respondió Milton—. ¿Quiere probarla?
          —¿No será contrabando? —preguntó el agente, viendo que no se trataba de una marca común.
          —La compré en la tienda. Si quiere lo llevo para que vea.
          —Pruébela, está buena —lo invitó Ernesto.
          Por toda respuesta, el policía vació en el suelo el contenido del envase, con una expresión de triunfalismo, de prepotencia orgullosa de sí misma.
          Tras la intimidación de costumbre —revisión de identificaciones y permisos de residencia, mochilas, instrumentos y mercancía, con la pregunta-amenaza de si no llevaban droga escondida en algún lado— los agentes empezaron a hacer preguntas.
          —Contesten con la verdad y no los investigaremos más de lo necesario —en el lenguaje de la policía ucraniana, “investigaremos” se traducía como “inculparemos”.
          —Está bien.
          —¿Ayer estaban ustedes aquí alrededor de las seis de la tarde?
          —Sí —respondió Valerya de inmediato, con la firmeza necesaria para que sus amigos no fueran a contradecirla.
          —¿Tú también, nena? —uno de los uniformados se le acercó como para intimidarla con su voluminoso cuerpo—. Aquí no está permitido ejercer la prostitución. En el bulevar...
          —No soy prostituta —se defendió la chica—. Vendo perfumes.
          —¿Perfumes? ¿Mandamos a analizar al laboratorio lo que traes en tus botellitas?
          —No se entretenga en tonterías —lo regañó uno de los que vestían de civil, el que parecía ser el jefe.
          —Perdón, señor. Era para establecer contacto.
          El de civil lo hizo a un lado sin responder y continuó él mismo el interrogatorio:
          —Andaban por aquí entonces. ¿Los cuatro?
          Los latinoamericanos asintieron, no muy seguros. Estaban mintiendo y no tenían  idea de por qué.
          —Mientras se hallaban aquí, ¿en algún momento oyeron o vieron algo fuera de lo común?
          —Yo oí un disparo —declaró Valerya.
          —Yo también —confirmó Gonzalo, intuyendo que debía seguirla.
          El policía se volvió hacia él.
          —¿Dónde?
          —No lo sé, jefe. Es muy difícil saber de dónde viene un disparo, por lo menos para mí.
          —¿Cerca?
          —Relativamente, sí.
          —¿Dirías que se originó en el área del Jardín Botánico?
          Gonzalo miró de reojo a Valerya, a ver si ella le ayudaba a responder de alguna manera. Hizo como que reflexionaba y finalmente contestó:
          —Sí.
          —¿No te acercaste a ver qué pasaba?
          —No.
          —¿Por qué?
          —Me dio miedo.
          —¿Estás diciendo la verdad? —el policía no parecía satisfecho.
          Valerya se dio cuenta de que Gonzalo no sabía ya hacia dónde ir y salió en su ayuda:
          —Yo vi algo.
          —¿Qué?
          —Un muerto.
          —¿Cómo era?
          —No sé. No recuerdo. Estaba nerviosa.
          El otro tipo vestido de civil sacó una foto y se la puso enfrente:
          —¿Sería éste?
          La imagen mostraba un cuerpo masculino tumbado boca abajo entre los arbustos, con los brazos abiertos en cruz. No se le veía el rostro, pero en la mano derecha sostenía una pistola automática.
          —Sí. Ése era —dijo ella.
          La expresión del policía se relajó. El otro, el que parecía ser el jefe, incluso sonrió.
          —¿Viste si alguien estaba cerca?
          —¿Alguien?
          —Sí. Alguien que hubiera podido dispararle.
          —No. No había nadie ya por ahí. Supongo que se disparó él mismo. Se mató.
          El otro policía le mostró una foto más: un close up del rostro de un hombre como de cincuenta años.
          —Era éste —le dijo a la muchacha—. ¿Lo conoces?
          —De vista —por primera vez, Valerya sintió la frescura de estar diciendo la verdad.
          —¿Tenías algún... negocio con él?
          —Venía al Jardín Botánico. Venía a caminar. A veces se sentaba a fumar en alguna banca.
          —¿Nunca hablaste con él?
          —No. No tenía cara de querer platicar.
          —¿Estaba deprimido, dirías?
          —Sí. Supongo que ya traía la idea de matarse.
          El jefe volvió a sonreír, incapaz de disimular su satisfacción.
          —Eres muy lista para ser lo que eres.
          Valerya no quiso darse por ofendida:
          —Tal vez es por lo que soy que soy lista.
          El jefe ignoró el comentario. Respondió con otra cosa, dirigiéndose a los cuatro testigos:
          —Se salvaron. Los oficiales les van a tomar sus datos —y los dejó ahí, con los dos uniformados. Él y el otro de civil ya se alejaban de regreso por donde habían venido, pero todavía se detuvo un instante para hacer una advertencia—. Váyanse ya. Vamos a estar trabajando aquí y no quiero que entorpezcan la investigación.
          Los cuatro amigos hicieron lo que se les ordenaba. Y cuando pensaron que ya podían retirarse tranquilos, resultó que todavía debían darles una propina a los uniformados, por la molestia que se tomaron en tratarlos como si fueran gente decente.

                                                            °°°
Se fueron por el bulevar y tomaron hacia el río, el anchuroso y helado Dnieper. A pesar de que no habían tenido problemas, había una sombra que pesaba sobre ellos. Valerya ya no decía nada, pero pensaba en el muerto. ¿Cuántas veces anduvo ese hombre por ahí mismo, caminando por el hermoso camellón lleno de álamos? ¿Cuántas veces lo vio ella sentarse a fumar en una de las bancas? Y sin embargo nunca habló con él.
          —¿Por qué no nos interrogaron por separado, como siempre lo hacen? —Milton, el venezolano, la sacó de sus cavilaciones.
          —Es obvio, ¿no? Porque tenían prisa y no les interesaba saber la verdad.
          —¿Entonces? ¿Qué querían?
          —Hacernos parte de su teatrito —respondió ella, casi con rencor—. Que les dijéramos que el tipo se había suicidado.
          —¿Por qué?
          Ella se encogió de hombros:
          —Eso es lo que van a decirle a la gente.
          —Mierda de políticos —añadió Ernesto.
          Valerya hizo una pausa y luego dictaminó, con tono de estar totalmente segura:
          —Ellos lo mataron.
          —¿Ellos? ¿Quiénes?
          —La policía. El gobierno. No sé. Ellos.
          —Eso dijiste vos cuando llegaste —recordó Gonzalo.
          —¿Cómo puedes estar segura? —la cuestionó Milton— ¿Qué tal si de verdad se suicidó?
          —No. Yo lo había visto varias veces. Venía por aquí a fumar.
          —¿Y?
          —Que era zurdo: encendía el cigarro con la mano izquierda, se lo llevaba a la boca con la mano izquierda. Y en la foto que traían estos cerdos tenía la pistola en la derecha: se la sembraron ellos.
          Milton ya no dijo nada. Frunció el ceño por toda respuesta. Había comprendido. Los demás comprendieron también. Después de todo, las cosas no eran muy diferentes en América Latina.
          —Bueno —dijo Valerya, cambiando en tema—, ¿vamos a comprar otras?
          —¿Otras qué?
          —Otras cervezas.
          —Vamos —apoyó Gonzalo.
          A la distancia se veían los edificios antiguos y bien iluminados de la avenida Khreschchatyk. El pavimento mojado reflejaba las luces: había empezado a lloviznar.