Foto del autor.
Salió en los diarios y en la televisión lo del muerto
que encontraron en el Jardín Botánico. La policía de Kiev lo identificó
inmediatamente: Dmitri Belov, periodista y analista político, conocido por sus
duras críticas a la administración del presidente Poroshenko. Presumiblemente
se trataba de un suicidio, pero la policía había recibido órdenes de poner a
trabajar todos los recursos posibles hasta confirmar este dictamen.
De los
subempleados —buhoneros y prostitutas— que merodeaban el Jardín Botánico, muy
pocos fueron advertidos. ¿Cómo iban a enterarse los demás? No tenían televisor
ni gastaban dinero en periódicos. Comprensiblemente, quienes supieron del
cadáver evitaron aparecerse por ahí. Sabían que iba a haber revuelo, sobre todo
si se trataba de un muerto importante; la policía iría en busca de posibles
testigos para interrogarlos y de paso extorsionarlos con otros cargos. No
serviría de nada explicarles lo que ya sabían: que cada semana todos esos
subempleados pagaban una cuota para que los dejaran en paz.
Ignorantes
de todo, tres hombres como de 40 años, de aspecto exótico, vestidos como
apaches de película Western, se aparecieron después de las once de la mañana.
Eran Ernesto Ortega, Gonzalo Zavala y Milton Guzmán: mexicano, nicaragüense y
venezolano respectivamente. Los tres vestían igual: penacho de plumas blancas
de los que van de la cabeza a la cintura, chaqueta y pantalón de cuero café con
tiras en las mangas y en la espalda, mocasines y maquillaje ritual de batalla.
Llevaban varios instrumentos musicales que se turnaban para tocar música
andina: “El cóndor pasa”, “Pájaro Chogüi”, “Moliendo café”, etcétera. Sabían
que ni la música iba con el vestuario ni el vestuario con las etnicidades, pero
esa rara combinación era lo que mejor les había funcionado comercialmente. La
americanofilia estaba a la alta en Kiev, y los transeúntes les daban dinero
gustosos a esos “indios norteamericanos” que tocaban música de “su pueblo”.
Quizá las notas alegres de “La flor de la canela” llevaban a los ucranianos a
imaginar la belleza de la vida en los tipees, entre bisontes, caballos
salvajes, pumas y águilas cabeza blanca. El hecho es que, además de tocar y
cantar, los “apaches” ponían en el piso un paño donde ofrecían a la venta CDs
con la misma música.
Después
de sacar la mercancía de una enorme mochila de campamento y ver que los otros
dos la colocaran de la manera más atractiva posible, Milton sacó también varios
sandwichs y botellas de cerveza. Solían beber cerveza antes de tocar. Les daba
inspiración, decían.
—¿Ya
probaron ésta, compas? —las botellas lucían etiquetas amarillas con caracteres
que recordaban la escritura arábiga.
—Española,
creo —le preguntó Gonzalo.
—¿Importa
de dónde es? —se burló Ernesto.
Usando una
banca de cemento como mesa, Milton empezó a servir en vasos desechables
mientras sus compañeros terminaban de colocar el puesto. A ninguno de ellos le
sorprendía encontrar cada día productos occidentales en las tiendas de Kiev.
Desde que cayó Yanukovich, los ucranianos consumían con avidez todo lo que viniera
del Oeste, así que llegaban infinidad de cosas, ya fueran regalos de la Unión
Europea, experimentos de exploración de mercado con miras a la futura
integración de Ucrania, o el endémico contrabando que parecía ser lo único
impermeable a los cambios políticos. Eran productos que se encontraban una vez,
por unos días, y luego desaparecían del mercado para ser remplazados por otros.
Así que había que aprovechar. La cerveza se veía buena: tenía un color brillante
y un aroma lejanamente frutal que a los tres latinoamericanos les recordó
alguna bebida del trópico.
En
septiembre todavía hacía calor en Kiev, pero ese año las lluvias de otoño se
adelantaron. Ya se veían en el cielo los nubarrones oscureciendo el Jardín
Botánico. Eso ahuyentaba a los paseantes: había pocos.
De
pronto oyeron unos pasos que venían apresurados hacia ellos:
—Vámonos.
Recojan todo —les dijo en ucraniano una voz femenina.
Era
Valerya Mutsinova, ladrona, buhonera de perfumes piratas y prostituta ocasional
que se había hecho amiga de esos latinoamericanos a fuerza de compartir el
territorio.
—¿Qué
pasa? —le preguntó Gonzalo, todavía alegre, llevándose a los labios el primer
trago de su desayuno de cerveza.
—Mataron
a un tipo.
—Cálmate
—Ernesto sirvió un cuarto vaso de cerveza y se lo ofreció a la chica—. Todos
los días matan gente en esta ciudad.
Valerya
aceptó la cerveza y se la tomó de un trago, pero no se relajó:
—Lo
mataron por aquí.
—¿Y?
—Que la
policía anda buscando testigos.
A los
hombres les cambió la cara inmediatamente. Se tomaron rápido la cerveza y
empezaron a recoger sus cosas. Todas y todos los que rondaban al área del
Jardín Botánico y el bulevar Shevchenka habían entendido en carne propia por
qué la policía ucraniana tenía fama de ser la más corrupta y brutal de Europa.
Valerya
empezaba a ayudarles con los CDs cuando vio de reojo a los cuatro hombres que
caminaban hacia ellos: dos vestidos de civil y dos embutidos en el uniforme de
verano de la policía ucraniana.
—Demasiado
tarde —dijo, cambiando la dirección de sus movimientos: en lugar de recoger
estaba poniendo el puesto.
—No lo
mataron, se suicidó —murmuró. Y, como viera que no la comprendían, preguntó
para asegurarse—. ¿Me oyeron?
—Nosotros
no vimos nada —protestó Ernesto—. Ni siquiera...
Valerya
lo silenció con una mirada imperativa, casi amenazante:
—Ustedes
van a decir que se suicidó.
—Shtt
—los calló Milton.
La
policía ya estaba ahí.
°°°
Ernesto Ortega llevaba más de
veinte años viviendo en Kiev. Llegó siendo un jovencito, con una beca para
estudiar en la Unión Soviética, en el Instituto de Medicina A.A. Bogomoletz.
Era 1988 y en todo el mundo había jóvenes idealistas que soñaban con educarse
en el más puro espíritu del marxismo, en Moscú, en Leningrado, en Kiev, en
Minsk... obtener esa beca significó para él un gran triunfo. Y, una vez
instalado, el estudio pasó a segundo término ante la emoción de conocer
muchachos y muchachas de tantos países, todos hermanados por su visión del
futuro.
Ernesto
se enamoró de una ucraniana, se casó con ella sólo para encontrarse con que la
mujer lo había embaucado sin más fin que el de usar el acta de matrimonio con
un extranjero para poder escapar del país; se encontró solo y se sintió
utilizado y roto y ya no tuvo la presencia de ánimo para seguir yendo a clases.
No lo expulsaron de la Unión Soviética; irónicamente, el mismo papel que le
sirvió a su mujer para irse, le sirvió a
él para quedarse. Además, ya no hubo país del cual expulsarlo: aquel país dejó
de existir y todo se volvió un caos.
Poco
después, España pareció volverse un país rico. Muchos ucranianos querían
emigrar allá, y eso le abrió a Ernesto nuevas posibilidades ahí mismo, en Kiev:
empezó a dar clases privadas de español.
La
vida en Ucrania se transformó rápidamente luego del cambio de sistema, sobre
todo en las ciudades grandes. En el transcurso de unos pocos años, el aspecto
de las calles, de las casas, de las personas dio un vuelco tan grande que, de
no haber sido porque las cosas esenciales se mantuvieron, la gente que salió
del país cuando todavía ondeaban las banderas rojas no habría podido reconocer
su casa. En el mismísimo bulevar Shevchenka, el paseo más bello de Kiev, se
estableció un centro comercial subterráneo de estilo capitalista, con un
McDonald’s y quién sabe qué otras tiendas y restaurantes de fast food que ofrecían una comida
completa por 14 grines, menos de 3 dólares americanos. La ciudad se abrió al
turismo y se llenó rápidamente de tiendas, de restaurantes, de puestos donde se
podía comprar toda clase de souvenirs:
banderas, relojes, licoreras, pins,
gorros, fotografías de Stalin y de Gagarin y demás reliquias de la Unión
Soviética, matriushkas, tarjetas
postales, etcétera. Eso fue como por los años 2003, 2004. Ahora ya no. Ahora ya
estaba prohibido, bajo pena de cárcel, todo lo que recordara a Rusia o el
comunismo.
Y
así, muy parecidas a la de Ernesto, eran las historias de Gonzalo y de Milton.
Los tres tenían ya más de cuarenta años y eran unos vagabundos, con frecuencia
borrachos, que ni siquiera tocaban bien.
°°°
—¿Y esto? —preguntó uno de los
uniformados.
—Cerveza
—le respondió Milton—. ¿Quiere probarla?
—¿No
será contrabando? —preguntó el agente, viendo que no se trataba de una marca
común.
—La
compré en la tienda. Si quiere lo llevo para que vea.
—Pruébela,
está buena —lo invitó Ernesto.
Por
toda respuesta, el policía vació en el suelo el contenido del envase, con una
expresión de triunfalismo, de prepotencia orgullosa de sí misma.
Tras
la intimidación de costumbre —revisión de identificaciones y permisos de
residencia, mochilas, instrumentos y mercancía, con la pregunta-amenaza de si
no llevaban droga escondida en algún lado— los agentes empezaron a hacer
preguntas.
—Contesten
con la verdad y no los investigaremos más de lo necesario —en el lenguaje de la
policía ucraniana, “investigaremos” se traducía como “inculparemos”.
—Está
bien.
—¿Ayer
estaban ustedes aquí alrededor de las seis de la tarde?
—Sí
—respondió Valerya de inmediato, con la firmeza necesaria para que sus amigos
no fueran a contradecirla.
—¿Tú
también, nena? —uno de los uniformados se le acercó como para intimidarla con
su voluminoso cuerpo—. Aquí no está permitido ejercer la prostitución. En el
bulevar...
—No
soy prostituta —se defendió la chica—. Vendo perfumes.
—¿Perfumes?
¿Mandamos a analizar al laboratorio lo que traes en tus botellitas?
—No
se entretenga en tonterías —lo regañó uno de los que vestían de civil, el que
parecía ser el jefe.
—Perdón,
señor. Era para establecer contacto.
El
de civil lo hizo a un lado sin responder y continuó él mismo el interrogatorio:
—Andaban
por aquí entonces. ¿Los cuatro?
Los
latinoamericanos asintieron, no muy seguros. Estaban mintiendo y no tenían idea de por qué.
—Mientras
se hallaban aquí, ¿en algún momento oyeron o vieron algo fuera de lo común?
—Yo
oí un disparo —declaró Valerya.
—Yo
también —confirmó Gonzalo, intuyendo que debía seguirla.
El
policía se volvió hacia él.
—¿Dónde?
—No
lo sé, jefe. Es muy difícil saber de dónde viene un disparo, por lo menos para
mí.
—¿Cerca?
—Relativamente,
sí.
—¿Dirías
que se originó en el área del Jardín Botánico?
Gonzalo
miró de reojo a Valerya, a ver si ella le ayudaba a responder de alguna manera.
Hizo como que reflexionaba y finalmente contestó:
—Sí.
—¿No
te acercaste a ver qué pasaba?
—No.
—¿Por
qué?
—Me
dio miedo.
—¿Estás
diciendo la verdad? —el policía no parecía satisfecho.
Valerya
se dio cuenta de que Gonzalo no sabía ya hacia dónde ir y salió en su ayuda:
—Yo
vi algo.
—¿Qué?
—Un
muerto.
—¿Cómo
era?
—No
sé. No recuerdo. Estaba nerviosa.
El
otro tipo vestido de civil sacó una foto y se la puso enfrente:
—¿Sería
éste?
La
imagen mostraba un cuerpo masculino tumbado boca abajo entre los arbustos, con
los brazos abiertos en cruz. No se le veía el rostro, pero en la mano derecha
sostenía una pistola automática.
—Sí.
Ése era —dijo ella.
La
expresión del policía se relajó. El otro, el que parecía ser el jefe, incluso
sonrió.
—¿Viste
si alguien estaba cerca?
—¿Alguien?
—Sí.
Alguien que hubiera podido dispararle.
—No.
No había nadie ya por ahí. Supongo que se disparó él mismo. Se mató.
El
otro policía le mostró una foto más: un close
up del rostro de un hombre como de cincuenta años.
—Era
éste —le dijo a la muchacha—. ¿Lo conoces?
—De
vista —por primera vez, Valerya sintió la frescura de estar diciendo la verdad.
—¿Tenías
algún... negocio con él?
—Venía
al Jardín Botánico. Venía a caminar. A veces se sentaba a fumar en alguna
banca.
—¿Nunca
hablaste con él?
—No.
No tenía cara de querer platicar.
—¿Estaba
deprimido, dirías?
—Sí.
Supongo que ya traía la idea de matarse.
El
jefe volvió a sonreír, incapaz de disimular su satisfacción.
—Eres
muy lista para ser lo que eres.
Valerya
no quiso darse por ofendida:
—Tal
vez es por lo que soy que soy lista.
El
jefe ignoró el comentario. Respondió con otra cosa, dirigiéndose a los cuatro
testigos:
—Se
salvaron. Los oficiales les van a tomar sus datos —y los dejó ahí, con los dos
uniformados. Él y el otro de civil ya se alejaban de regreso por donde habían
venido, pero todavía se detuvo un instante para hacer una advertencia—. Váyanse
ya. Vamos a estar trabajando aquí y no quiero que entorpezcan la investigación.
Los
cuatro amigos hicieron lo que se les ordenaba. Y cuando pensaron que ya podían
retirarse tranquilos, resultó que todavía debían darles una propina a los
uniformados, por la molestia que se tomaron en tratarlos como si fueran gente
decente.
°°°
Se fueron por el bulevar y
tomaron hacia el río, el anchuroso y helado Dnieper. A pesar de que no habían
tenido problemas, había una sombra que pesaba sobre ellos. Valerya ya no decía
nada, pero pensaba en el muerto. ¿Cuántas veces anduvo ese hombre por ahí
mismo, caminando por el hermoso camellón lleno de álamos? ¿Cuántas veces lo vio
ella sentarse a fumar en una de las bancas? Y sin embargo nunca habló con él.
—¿Por
qué no nos interrogaron por separado, como siempre lo hacen? —Milton, el
venezolano, la sacó de sus cavilaciones.
—Es
obvio, ¿no? Porque tenían prisa y no les interesaba saber la verdad.
—¿Entonces?
¿Qué querían?
—Hacernos
parte de su teatrito —respondió ella, casi con rencor—. Que les dijéramos que
el tipo se había suicidado.
—¿Por
qué?
Ella
se encogió de hombros:
—Eso
es lo que van a decirle a la gente.
—Mierda
de políticos —añadió Ernesto.
Valerya
hizo una pausa y luego dictaminó, con tono de estar totalmente segura:
—Ellos
lo mataron.
—¿Ellos?
¿Quiénes?
—La
policía. El gobierno. No sé. Ellos.
—Eso
dijiste vos cuando llegaste —recordó Gonzalo.
—¿Cómo
puedes estar segura? —la cuestionó Milton— ¿Qué tal si de verdad se suicidó?
—No.
Yo lo había visto varias veces. Venía por aquí a fumar.
—¿Y?
—Que
era zurdo: encendía el cigarro con la mano izquierda, se lo llevaba a la boca
con la mano izquierda. Y en la foto que traían estos cerdos tenía la pistola en
la derecha: se la sembraron ellos.
Milton
ya no dijo nada. Frunció el ceño por toda respuesta. Había comprendido. Los
demás comprendieron también. Después de todo, las cosas no eran muy diferentes
en América Latina.
—Bueno
—dijo Valerya, cambiando en tema—, ¿vamos a comprar otras?
—¿Otras
qué?
—Vamos
—apoyó Gonzalo.
A
la distancia se veían los edificios antiguos y bien iluminados de la avenida
Khreschchatyk. El pavimento mojado reflejaba las luces: había empezado a
lloviznar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario