jueves, marzo 19, 2009

Teatro de sombras

La semana pasada volví a ver sombras. Se habían ausentado desde finales de noviembre, como sucede generalmente en cuanto el sol se oculta tras la uniforme blancura de las nubes invernales. Es curioso que uno pueda extrañar las sombras. Cuando vivía yo en un país cálido ni siquiera pensaba en ellas. Estaban ahí. Mi sombra iba conmigo a todas partes; a veces se adelantaba, a veces marchaba a mi lado como una compañera de lucha, a veces iba detrás como un perrito. Tan silenciosa siempre que rara vez me acordaba de su existencia.

Aquí también deja uno de pensar en su sombra, luego de los primeros dos o tres meses de no verla. Es que la cosa sucede de manera gradual y por eso ni siquiera se da uno cuenta. Un día, casi siempre a finales de noviembre, las sombras se enferman: comienzan a perder peso, a adelgazarse como consumidas por una misteriosa anemia. Se vuelven pálidas. Aunque hay días, todavía en diciembre, cuando amanecen bien y tratan de llevar su vida normal. Salen a la calle. Toman un poco de sol en los jardines cubiertos de hojas secas. Es esa triste y breve mejoría que suele anunciar los finales. Y el final llega de manera silenciosa, solapada. Uno no se da cuenta hasta varios meses después, cuando empieza a extrañar. No es bueno eso de olvidar que tiene uno una parte oscura. Que el mundo entero tiene también una parte oscura. En febrero la nostalgia se vuelve insoportable. Se siente uno incompleto, mutilado.

La semana pasada, decía, volví a ver sombras. Salí a la calle y ahí estaban, por todas partes. Es como una explosión de vida: la gente tiene sombra otra vez, y los árboles, los postes de luz, los edificios, los coches tienen sombra. El mundo está en orden.