jueves, diciembre 14, 2017

El frío



(Foto del autor)


Contemplo el invierno por la ventana cerrada, a través de las cortinas para que nadie vea que miro. Observo las orillas de las banquetas cubiertas de nieve, los árboles cubiertos de nieve, los grupos de cuervos que buscan algo que comer entre la nieve. Unos niños pasan enfundados en chamarras de plástico y gorros de estambre. Una pareja de ancianos espera en la esquina a que el semáforo les dé permiso de cruzar. También están muy abrigados. No puedo evitar pensar que tal vez sea su último invierno. Por momentos sale el sol y entonces todo brilla: la nieve, las cosas semienterradas en la nieve. Uno de los cuervos ha encontrado un pedazo de vidrio, quizá de una botella rota. Levanta el vuelo con él en el pico, rápido, como si temiera que los otros cuervos intentaran quitárselo. Se lleva mi mundo. Un vidrio roto alcanza a reflejar un mundo.
         No sé cómo entró el frío. Yo solía estar en paz con él, incluso lo disfrutaba. Era de los vecinos que salen a las seis de la mañana con su pala para quitar la nieve de la banqueta. Y abría las ventanas un rato todos los días, para que mi casa se llenara de ese olor a bosque que tiene el frío. Pero un día entró y ya no quiso irse. Ha impregnado todo: las paredes, los techos, el aire. Nada alcanza a ahuyentarlo.
         Voy de una habitación helada a otra igual de helada, esperando que ese mínimo ejercicio me saque del cuerpo un poco de frío. Me pongo un suéter encima de otro, unos calcetines encima de otros y no puedo dormir si no tengo en mi cama, entre las mantas, cuatro botellas de hule llenas de agua caliente. Nada funciona.
         ¿Cómo llegué a esto? No lo sé. Supongo que la soledad fue calándome hasta que terminó de convertir en hielo el material de mis huesos. Así que mi frío viene de dentro, no de fuera. ¿Cómo se calienta uno así? Y sigue avanzando. Pronto todo yo seré hielo: una figura de vidrio para los cuervos.

miércoles, diciembre 13, 2017

La fotografía de Roberto G. Garza



Decía Plinio El Viejo que cada vez que muere un hombre, un rostro se pierde para siempre.
         Roberto G. Garza es un fotógrafo que parece estar muy de acuerdo y como que quiere darse prisa en registrar los rostros antes de que se pierdan. Pero no cualquier rostro, por supuesto. La fotografía de Roberto G. Garza es social, lo cual quiere decir que es documental: muestra al espectador cómo vive la gente en distintas poblaciones del centro de México. Tampoco es cualquier gente la que le interesa. Sus personajes son las personas de a pie, aquellos que sin saberlo llevan la tarea de conservar lo que el poeta Juan Bañuelos llamaba “nuestro rostro de maíz”. El artista los capta en los momentos que mejor ilustran esto: el trabajo, el ocio, la fiesta.
         Ciertamente, uno de los grandes temas de Roberto G. Garza es el trabajo. La mayoría de sus modelos son personas en el acto de trabajar o que muestran en su rostro las huellas de una vida de trabajo. Por eso ha de ser que casi todas las fotos han sido tomadas en la calle o en talleres y mercados. Se trata de los oficios tradicionales de México —artesanos, vendedores de algo, reparadores de algo, hacedores de algo—, no del trabajo asalariado que tiene lugar en oficinas, fábricas o centros comerciales. De hecho, podríamos hablar de reluctancia, cuando no rechazo, por parte de Roberto G. Garza hacia la modernidad. Es como si, además de rostros, quisiera fijar con sus fotos un momento histórico, un México que viene del pasado y que más o menos ha logrado proyectarse al presente pero algún día será devorado por la modernidad.
         Quizá de ahí venga la preferencia del artista por los viejos. Sí, sus personajes son de todas la edades, pero predominan los viejos. Muchas de sus mejores imágenes son de personas de avanzada edad; son registros de las texturas de la piel en su viaje de regreso a lo mineral, a lo eterno. Los surcos de la cara que reflejan los surcos del arado.
         Finos los detalles que capta el ojo de Roberto G. Garza. Fino él, en su trato con la gente, con sus personajes. Uno podría preguntarse cómo es que todas esas personas se dejan retratar así nada más y algunos hasta salen sonriendo en las fotos. Es porque el fotógrafo sabe hablarles, sabe convencerlos, como a nosotros sus espectadores, de que la fotografía es un invento maravilloso.