lunes, junio 04, 2007

El fetichismo de los cabellos


De acuerdo con la estilización que los prerrafaelistas llevaron a sus últimas consecuencias al reinterpretar, tanto plástica como literariamente, los mitos hebreos, Lilith, primera mujer de Adán y luego príncipe de los súcubos, aparece como una beldad romántica de larga y atormentada cabellera. En sus rizos de metal ardiente se encuentran enredados los corazones de todos los hombres que se han perdido por la lujuria. Sabido es que los prerrafaelistas no sostenían su credo estético como una mera pose, sino que, como todos los grandes artistas, supieron hacer de la letra sangre. Dante Gabriel Rossetti, autor de la que tal vez sea la imagen más conocida de Lilith, era un auténtico hairmad, como se decía entre sus contemporáneos para referirse a esta forma particular de fetichismo. Obsesionado con la maligna fascinación de las cabelleras largas, gracias a ello conoció a quien sería una de sus modelos predilectas y una de las mujeres más importantes de su vida. En efecto, según cuentan Gay Daly y Mario Praz, el encuentro tuvo lugar en 1856, durante la fiesta de fuegos artificiales que se dio en Londres para celebrar el regreso de Crimea de Florence Nightingale. Rossetti caminaba por los jardines de Surrey en compañía de Ford Madox Brown y Edward Burne Jones cuando percibió, entre la multitud, una cabellera pesada y abundante que llegaba hasta los pies de su dueña. De inmediato fingió tropezar sobre ella y así, deshaciéndose en excusas, logró convencerla de ser su modelo. Tiempo después, en su famoso soneto "Sybilla Palmifera", escribió: “Ésta es aquella señora Belleza en cuyo elogio tu voz y tu mano se aplican siempre —desde hace mucho conocida por ti por su cabellera al viento y la ondulante ropa.”

Los elogios y la fascinación de Rossetti por las cabelleras largas se multiplican en su obra, convertidas en hipnotizantes emblemas de voluptuosidad. Dante Gabriel Rossetti fue acaso el más entusiasta entre los adeptos de este fetichismo, pero no el único. Sus compañeros de cofradía también se adhirieron a él y, visto ya en su contexto más amplio, resulta ser uno de los signos distintivos de la sensibilidad decimonónica en sus filiaciones estéticas más importantes: el romanticismo, el decadentismo, el simbolismo y, ya trasplantado al otro lado del Atlántico, en el modernismo hispanoamericano.

Ciertamente, a las líneas de Rossetti en homenaje a su fetiche favorito, habría que agregar el poema xxiv de Las flores del mal, de Charles Baudelaire: “A una cabellera”. Basta citar unas cuantas imágenes para comprender el espíritu que lo anima: “¡Oh perfume cargado de desvelo!”. “Oh, fecunda pereza, balanceo infinito del ocio embalsamado”. “Oh cabellos azules, tinieblas extendidas”.

Semejante a esta belleza es la de la dama Ligeia, en el cuento del mismo nombre, de Edgar Allan Poe: “los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: cabellera de jacinto”.

Con menor fortuna reaparece el tema en muchos escritores de la época, pero después de las piezas maestras que acabo de citar, ya no hay nada digno de mención hasta el relato “La cabellera”, de Efrén Rebolledo. Se trata de una historia fuertemente fetichista donde la cabellera de la amada adquiere la fuerza de un signo trágico: “Se asemejaba a la bandera de un navío que se hunde [...] La cabellera lo atraía y lo horrorizaba a la vez como poderoso imán; la acariciaba; jugaba con ella; la extendía sobre la marmórea espalda; la dejaba correr como un río, como un río tenebroso y de aguas encantadas; cual si fueran flores, comenzó a deshojar sobre ella sus sueños que flotaban y se hundían en la cascada de ébano, ante aquella corriente bituminosa, de ondas crespas y frías [...] La cabellera, la fatídica cabellera undosa y desordenada como un bosque enmarañado por los tigres”.
Por supuesto, el prestigio sexual de los cabellos tiene antecedentes muy anteriores a Baudelaire y los prerrafaelistas. Está presente en leyendas como la de Rapunzel, en la imagen de las sirenas que cantan mientras peinan sus largas guedejas para enloquecer a los marineros, en costumbres cristianas como la de guardar cabellos en calidad de reliquias, en la creencia de la Inquisición de que las brujas podían liberar un gran poder con sólo soltarse el pelo, en el aséptico horror de los judíos hacia la potencia tentadora de la cabellera femenina, y es evidente que los salvajes indios de Norteamérica eran fetichistas de los cueros cabelludos.

Por otra parte, en el tantra se dice que la manera como se peinen los cabellos de una mujer puede controlar poderes cósmicos de creación y destrucción. La cabellera de Isis posee poderes mágicos de protección, resurrección y reencarnación. En efecto, le devolvió la vida a Osiris sacudiendo sus cabellos encima de él.

Como tema literario, podemos encontrarlo ya en un poema de Bilitis, la ilustre lesbiana que vivió en el siglo vi de la era pagana. Dice Bilitis: “Eran tus trenzas para mí como un collar de azabache, todo alrededor de mi nuca y de mi pecho. Las acariciaba, y se tejían con mis propios cabellos y, de este modo, una misma cabellera nos ataba, nos ceñía para siempre tu boca con mi boca.”

Más cerca de nosotros, son igualmente ineludibles el pelo verde del “Romance sonámbulo” de Federico García Lorca, y el cabello siempre derramado, ardiendo en una sola llamarada, de Susana San Juan, en Pedro Páramo.

En nuestros días, después de que hace unos años se pusieron de moda las pelonas al estilo Juliette Binoche en Les amants du Pont Neuf, la tradición comienza a resurgir, gracias en gran medida a la insistencia publicitaria de L’Oreal y a cierta canción ya olvidada de Gloria Trevi. Ciertamente, algunos de nuestros escritores contemporáneos han dedicado a este fetichismo predilecto lineas memorables. Dice, por ejemplo, Efraín Bartolomé: “Regálame tu larga cabellera mi joven concubina / Déjame verla ondeando con el viento / Envuélveme con ella / Óyeme bajo ella decir cuánto te amo”.