A Roxanna Erdman
Las personas felices no se imaginan cuán amoroso puede ser el baño sauna
para un enfermo emocional. Uno se siente protegido en esa cueva de calor,
humedad y penumbra: es un poco como volver al útero, a esos días perfectos
cuando uno no sabía —no sospechaba ni por aquí— que en unos meses sería echado
al mundo, a un espacio radicalmente hostil donde siempre estaría solo. Por eso
el sauna es como una droga para nosotros: sólo ahí nos sentimos a salvo de la miseria
del exterior: el aire seco, la luz intolerablemente fuerte del sol, la agresiva
prisa de la gente que debe llegar a algún lado. Nosotros no tenemos prisa.
Llegamos en la mañana, en diferente horarios. Yo llego a eso de las diez y,
desde que cruzo la puerta de cristal de la recepción, comienzo a desarrollar
puntualmente el ritual de los iniciados. Hablo de iniciados porque entre
nosotros suele haber gente ocasional: personas que van una vez o dos y luego
desaparecen. Su condición de extraños se nota precisamente en su falta de
ritualidad: se quitan la ropa, toman su toalla y su sábana y se meten a la
cabina riendo y platicando entre sí.
En mi caso, decía, llego
a eso de las diez de la mañana, luego de un desayuno ligero de café y cereal
con leche. Como ya se sabe, los tullidos emocionales no podemos comer mucho ni
sentimos ánimos para cocinar nada, además de que muchas veces ni siquiera
tenemos trastes limpios para hacerlo. Pues llego yo —decía— como a las diez, le
muestro mi tarjeta a la empleada de la recepción, que checa en la computadora
la vigencia de mi membresía y me entrega una toalla, una sábana y la llave de
mi locker. Con esas tres cosas —el pase de salida para escapar del sórdido
mundo— camino hasta el fondo del corredor, donde se hallan los vestidores. Una
vez dentro el ritual comienza con la apertura de mis sentidos: disfruto el olor
a limpiadores con que los empleados trapean el piso varias veces al día y el
aroma de desodorantes, jabones, gel para el baño, agua de colonia, etcétera, de
los otros cofrades. Saludo a quienes están ahí y converso un poco con ellos
mientras se visten ya para retirarse o se desvisten como yo para entrar al
sauna.
Busco entre los lockers
el número que corresponde a mi llave, abro mi maletín y, con la misma solemne
parsimonia con que un sacerdote prepara los ornamentos, cálices y custodias
para la misa, empiezo a disponer sobre la banca los objetos ceremoniales:
toalla, sábana, traje de baño, chanclas y estuche de aromaterapia. Entonces me
desvisto, me pongo el traje de baño y, con el ánimo ya menos decaído, me dirijo
con mis cosas a “la playa”, como la llamamos los cofrades. Es ésta un salón en
penumbra, lleno de sillones playeros, adonde uno se va a descansar saliendo de
la cabina —la “capilla ardiente”, le decimos—. En el centro hay una pequeña
piscina con agua a 15 grados centígrados y al fondo un garrafón de agua mineral
con vasos desechables y una cesta llena de manzanas.
Y ahí están: hermanos y
hermanas en la tristeza. A pesar de la
penumbra, los reconozco a todos, incluso a aquellos cuya cara no es visible, ya
porque se acomodan en el sillón en posición fetal, ya porque les gusta cubrirse
el rostro con la sábana húmeda mientras dormitan o lloran.
Sus cuerpos son muy
semejantes, dentro de su relativa variedad, en tanto distintas manifestaciones
de un solo cuerpo: el de la Soledad. Se mueven pesadamente, abrumados por el
peso de incontables desilusiones o de un solo, inmenso, rotundo, irreversible
fracaso.
Entre las mujeres,
algunas entran con las dos piezas del bikini, pero la mayoría se quitan el
sostén, demasiado deprimidas como para tener pudor. “Mi vida está en ruinas”,
oí decir a una de ellas una vez, “y quieren que todavía me importe si me ven
las tetas”. Son mujeres de diferentes edades, entre 25 y 60 años: la edad
perfecta de los enfermos emocionales. Porque antes de los 25 nadie lo toma a
uno en serio; creen que simplemente no ha sido capaz de trascender la
adolescencia. Y después de los 60 ya resulta macabro.
Bien, pues una vez que
reconozco a mis cofrades en ese perpetuo crepúsculo de la “playa”, saludo a los
que es posible saludar y enseguida me dirijo a la cabina. Los cuerpos se mueven
ahí adentro con más lentitud aún, inseguros, torpes, como si bucearan. Aunque
en realidad casi no se mueven. Los más tristes buscan un rincón y ahí se
acuestan en posición fetal, con la cara vuelta hacia la pared.
Miro por dónde va el
reloj de arena para no estar en la cabina más tiempo del saludable —ya se sabe
que los enfermos emocionales tendemos a la hipocondría— y, si nadie ha usado
aún alguna esencia, abro mi estuche de aromaterapia, elijo algo apropiado para
mi estado de ánimo —mentol y eucalipto casi siempre— y pregunto a los presentes
si están de acuerdo en la elección. Invariablemente dicen que sí. Yo respondo
de la misma manera cuando es otra persona quien escoge la fragancia.
Ése es el momento
climático: la primera ronda de sudoración, cuando el cuerpo viene de la calle,
está tenso, reseco, adolorido por los golpes de la vida, por los reveses del
destino, y se sumerge en el calor y en la humedad. Cierra uno los ojos, aunque
la penumbra dorada lo hace innecesario muchas veces, se recuesta o se sienta en
un rincón y aspira hondo esa mezcla de olores a sudor, a madera, a la esencia
elegida, a agua, a piedras calientes, a sangre y tejidos y vida orgánica... y
se pone a paladear su desdicha hasta que el reloj de arena señala que el tiempo
de la primera sesión se ha agotado. Entonces sale uno de la cabina y se va a
las regaderas o se tira de clavado en la piscina, donde siente que se va a
quedar paralítico de tan fría que está el agua. Y luego, ya refrescado,
renacido, toma su lugar en la “playa” entre los demás cofrades. Ahí se queda
una media hora, dormitando o platicando en voz baja (hay que respetar el dolor ajeno)
o sollozando discretamente mientras bebe agua mineral y se come una manzana;
después vuelve a la cabina, luego otra vez a la piscina y otra vez a la
“playa”, y así... así, hasta que la tristeza termina de derretirse bajo la piel
y escapa en la forma de ese sudor tibio, sutil que deja en las toallas una
nostálgica fragancia de pañuelos de llorar.
Ésa es nuestra vida, la
única manera posible de soportar la carga de la existencia diaria con todos sus
monstruos: la desilusión de los casados, la orfandad de los divorciados, la
desesperanza de los solterones... Y fue así como conocimos a Fernanda.
Fernanda tenía 28 años y
un cuerpo que no reflejaba su frugalidad emocional, como no fuera porque estaba
algo encorvada. Era una de las iniciadas. Digamos que si hubiéramos sido una
secta, ella habría sido la Alta Sacerdotisa; la hacía merecedora a ello su
apego a los principios no escritos de la hermandad. Ciertamente, era una
virtuosa de la renuncia a todo cuanto pudiese ser causa de felicidad; su
talento para el autosabotaje era maravilloso: era capaz de enfermarse o hasta
de provocarse un accidente si con ello se echaría a perder la oportunidad de un
romance o de un ascenso en el trabajo; tenía ojo clínico para enamorarse de los
tipos más canallas y un olfato de perro para detectar a la gente más
traicionera y confiar en ella. Pero, sobre todo, era una gran predicadora de
nuestra doctrina; su pesimismo —el más negro que yo hubiera conocido— se
traducía en frases contundentes: “No soy feliz, nunca he sido feliz y nunca
seré feliz”, decía. Así era ella.
Un día empezó a cambiar.
Ya por una cosa, ya por otra, dejó de asistir con regularidad. Y en una ocasión
la descubrimos sonriendo para sí misma, con los ojos brillantes de una horrenda
alegría.
—Estoy enamorada —confesó—.
Y soy feliz.
¡Ups! Eso fue una bomba.
Por supuesto, no íbamos a dejarla claudicar tan fácilmente. Por favor, éramos
sus amigos.
—“El sufrimiento
—sentencié, citando palabras de Andrzejewski— es la sombra de todo amor; se
puede amar, mas si se ama el amor se desdobla en amor y sufrimiento.”
Los demás hicieron
aportaciones en el mismo tono. Todo lo intentamos, pero no fue posible retener
a Fernanda con nosotros. Se fue. Y me gustaría decir que nos dejó aún más
tristes que antes, pero eso no era posible. Sólo diré, pues, que nos dejó
resentidos. Ya nadie en la hermandad quería recordarla. Y si alguien lo hacía,
se guardaba de mencionarlo. El nombre de Fernanda se convirtió en palabra
prohibida. Una sola vez, de manera indirecta, nos referimos a ella. Y fue para
ponerla de ejemplo:
—No vayas a terminar como
ésa —advirtió alguien, tratando de aconsejar a un hermano que estaba
ilusionándose con una mujer.
En realidad nadie la
envidiaba. Si de verdad era feliz, qué bueno, pensábamos. Pero eso no era para
nosotros. La felicidad es algo demasiado vasto, demasiado vertiginoso. Es como
hallarse en medio de una plaza inmensa al golpe del sol. Y es muy solitario: al
que es feliz nadie lo apoya, nadie lo comprende, nadie lo consuela. Ni siquiera
Dios. ¿No lo dice así el Evangelio? “Bienaventurados los que lloran...”
Nosotros nos teníamos unos a otros y teníamos esa cueva cálida, húmeda y
penumbrosa que nos acogía en su seno para nutrir nuestra alma igual que una
madre.
Después de unos meses,
como en el fondo lo esperábamos, Fernanda regresó. Vencida, rota, triste. La
relación había terminado. El amor, una vez más, demostraba ser una flor
demasiado frágil, demasiado efímera. Y, como en la parábola del hijo pródigo,
hubo en la hermandad más alegría por la oveja mala que volvía que por todas las
buenas. Las sesiones de lloro y duelo recuperaron su esplendor de antaño. Pasó
el tiempo. Alguien más se fue y luego regresó, igual que Fernanda. Perdimos el
miedo a las tentaciones de la dicha; comprendimos que la Hermandad de los
Tristes sobreviviría a todos los amores, a todos los golpes de fortuna.
El otro día, alguien trajo al sauna
una mezcla de esencias florales que se llamaba “melancolía gitana”. Fue una
sesión memorable: lloramos hasta caer dormidos, como bebés.
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