La solitaria no
sabe cómo llegó a estar donde está. Ella se cree un fetito. Y, lógicamente,
piensa que el hombre que la padece es su madre. En concordancia, se le antoja
lo más normal demandar comida y no hacer nada ahí más que crecer y crecer.
Su “mamá” tiene una versión distinta.
Sabe que es un hombre y que está enfermo. Un médico se lo dijo y empezó a darle
pastillas.
“Abortivos”, piensa la solitaria,
sintiéndose atacada. Pero es fuerte y resiste. El amor que sentía hacia su
“mamá” se transforma en hirviente ira. Ya no quiere “nacer”. Teme que, si nace,
tratarán de matarla en el exterior, como hicieron con algunos dioses. Ella no
es un dios y no sabría defenderse, así que tiene miedo. Se da prisa en crecer
para hacerse más resistente a los venenos del médico. En poco tiempo ya es tan
grande que la comida ingerida por su “mamá” no le basta. Entonces empieza a
morder lo que encuentra con sus dientes feroces de lobo diminuto.
El bisturí del patólogo la trae al
mundo. Ella llama a eso “cesárea”.
Sin nalgada de por medio, su inocente
llanto de recién nacida se deja oír entre las frías paredes de la morgue.
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