jueves, septiembre 06, 2018

Gestación


La solitaria no sabe cómo llegó a estar donde está. Ella se cree un fetito. Y, lógicamente, piensa que el hombre que la padece es su madre. En concordancia, se le antoja lo más normal demandar comida y no hacer nada ahí más que crecer y crecer.
         Su “mamá” tiene una versión distinta. Sabe que es un hombre y que está enfermo. Un médico se lo dijo y empezó a darle pastillas.
         “Abortivos”, piensa la solitaria, sintiéndose atacada. Pero es fuerte y resiste. El amor que sentía hacia su “mamá” se transforma en hirviente ira. Ya no quiere “nacer”. Teme que, si nace, tratarán de matarla en el exterior, como hicieron con algunos dioses. Ella no es un dios y no sabría defenderse, así que tiene miedo. Se da prisa en crecer para hacerse más resistente a los venenos del médico. En poco tiempo ya es tan grande que la comida ingerida por su “mamá” no le basta. Entonces empieza a morder lo que encuentra con sus dientes feroces de lobo diminuto.
         El bisturí del patólogo la trae al mundo. Ella llama a eso “cesárea”.
         Sin nalgada de por medio, su inocente llanto de recién nacida se deja oír entre las frías paredes de la morgue.

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