Aquella mañana de septiembre
de 1922, Arminda desayunó sólo dos rebanadas de pan con una taza de té aguado.
Era todo cuanto tenía. Dos días atrás había raspado con un cuchillo lo último
que le quedaba de mantequilla. Sin embargo se sentía emocionada. A mediodía iba
a posar para Remo en el parque, a la orilla del estanque. Él se lo había pedido
contra su costumbre. Normalmente, la pintaba en aquella ratonera de ático que
él llamaba “su taller”. Ahí, con el sol de la mañana entrando por la ventanilla
abierta, Arminda se quitaba la ropa y posaba para él. A veces se dejaba las
medias y los zapatos.
Pero aquella mañana, Remo le pidió que fuera al parque con su ropa más bonita.
Quería hacer un retrato de tono campestre. Y ella, que nunca la negaba nada
porque lo amaba, aceptó. Se puso un vestido de crepé color lila y encima su
pelisse, revisó que su peinado de carré estuviera en perfecto orden, se pintó
los labios en forma de corazón y salió de su vivienda en el segundo piso de la
vecindad. Bajó las escaleras haciendo sonar alegremente sus zapatos, cruzó el
umbroso patio y salió a la calle.
Había mucho tráfico, casi todo coches de motor, pero todavía llegaban a pasar
carruajes con caballos o jinetes. La ciudad se resistía a ser moderna, mas la
Edad del Progreso avanzaba rápidamente a bordo de esos tranvías amarillos que
anunciaban las paradas con campanitas. A ella le gustaban mucho, pero esa
mañana no tenía dinero para el pasaje y se resignó a tener que caminar.
Durante casi dos semanas se
vieron ahí, en el parque, a la orilla del estanque. Junto con su caballete y
sus pinturas, Remo llevaba una botella de vino y un trozo grande de pan.
Trabajaban un par de horas, hasta que hacía demasiado calor o necesitaban beber.
Luego descansaban echados en la hierba, mirando cómo temblaban las hojas ya
amarillas de los álamos y los castaños.
El último día, Remo llegó al parque no con la ropa vieja y manchada que usaba
para el trabajo, sino con prendas en buen estado y el bombín que guardaba para
ocasiones especiales. Con mucho cuidado de no embarrarse de pintura, trabajó
sin descanso durante casi cuatro horas. Arminda se sentía impaciente por ver el
cuadro, porque sabía que ya casi estaba listo.
—Nunca podré darte un joya —dijo él después de dar la pincelada final—, pero
será como si te la hubiera regalado —y volteó la pieza terminada para que ella
la viera.
Y sí, la mujer del retrato era ella, Arminda, pero no era ella. Ésta tenía un
vestido de color más vivo que el suyo y, rodeando su cuello lilial, el detalle
más luminoso de la pieza: una gargantilla de amatistas.
Arminda habría expresado su emoción ante tal belleza, pero en ese instante la
hizo sentir escalofríos un ráfaga de ese viento de septiembre que ya anunciaba
el otoño y, con él, el frío.
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