martes, mayo 23, 2006

El goce de ver

Candaules, rey de Lidia, estaba tan orgulloso de la belleza de su esposa que se la mostró desnuda a su lugarteniente Giges. La reina, sintiéndose humillada, puso después a Giges ante una elección: o mataba a su esposo, o ella haría que su esposo lo matara a él. Giges no lo pensó mucho: escogió quedarse con la reina y el trono. En este mito, que ha sido recuperado por escritores tan diversos como Herodoto, Cicerón, Boccacio, La Fontaine, André Gide y Mario Vargas Llosa, el ensayista norteamericano Rene Morel ve la gran metáfora del voyeurismo llevado a sus últimos extremos. Candaules no desea ver a su esposa, porque de tanto que la ha visto ya no la desea. Desea desearla. Y éste es el objetivo último del voyeur: avivar el deseo. El acto de Candaules representa la satisfacción del sueño imposible de ver, a través de otro, nuestro propio deseo.
Entiendo aquí el voyeurismo en su sentido más amplio: como la sublimación del placer de hacer en el goce más sutil de ver. Desgarrado ante la imposibilidad operativa de ser al mismo tiempo actor y espectador de un hecho empírico, el voyeurista se decide por lo último. Sabe que, cuando se actúa, la atención se encuentra de tal modo concentrada en la acción que la inteligencia se ve rebasada y no puede ya registrar los hechos con la velocidad y la perspectiva necesarias. Es algo semejante a lo que -decía Borges- ocurre con el héroe: al disponer de la distancia necesaria, el poeta que se sueña guerrero puede vivir la aventura bélica con más intensidad que el guerrero mismo. Hay algo -que tiene que ver con ese "insaciable anhelo de apariencia" del que hablaba Nietzche- capaz de elevar la experiencia de ver por encima de la de actuar. O por lo menos, y esto puede ser lo más interesante, de hacerla radicalmente distinta y por ende otra. Si no fuera así, los escritores dejarían de imaginar actos sexuales una vez que se casan, los hombres casados no serían consumidores de pornografía, y no habría quienes se excitan viendo o imaginando a su pareja tener relaciones con otra persona. Entonces no es que la apariencia sustituya a la realidad, sino que se vive como una realidad en sí, pero de otro orden. Ciertamente, el voyeurista no percibe el erotismo como un fin, sino como parte del lenguaje necesario para significar el mundo. La carne reclama su derecho a hablar de la carne.
Para el voyeurista, el mundo interior de las personas ha de hacerse visible a la luz del cuerpo. La piel desnuda es translúcida como una membrana: si acercamos los ojos a ella, podremos ver cómo en su interior se agitan las creaturas del alma humana: el recuerdo, el deseo, el exilio y el despojo, la dicha. Para el voyeurista, como para William Blake, el cuerpo es la parte visible del alma. Entonces, las lides amorosas son en realidad el acto en el que dos organismos emocionales se encuentran y se penetran recíprocamente. El acto amoroso comienza desde mucho antes que tenga lugar el contacto físico: desde el momento de ver. No se trata de una sublimación ni de una espiritualización del sexo: es algo mucho más amplio: un desbordamiento total, una lectura sexual de la realidad.
Candaules sabía que en la saciedad del deseo está su extinción. Por eso el hombre es el único animal que se entristece después de hacer el amor. El regalo que este rey dio a su lugarteniente fue, de acuerdo con el ideal del voyeurista, el más grande que se puede dar: la posibilidad del deseo infinito.

lunes, mayo 15, 2006

La epopeya del Oeste

Desde niño me han gustado las películas de vaqueros; son mis favoritas, especialmente las de Clint Eastwood y las otras del estilo, como esa que estelariza Sharon Stone: Rápida y mortal. Incluso las mexicanas de los hermanos Almada ejercen sobre mí un encanto difícil de resistir. Creo que las únicas que me disgustan son las antiguas, las de John Wayne, donde el pistolero es siempre un hombre honrado, limpio y bien rasurado y los enemigos son un montón de apaches tontos. Ya en la adolescencia, comencé a llevar esta afición del cine a la lectura. Hay una sección de mi librero dedicada a novelas western, que aunque parece que son muy populares no son fáciles de conseguir. Y ahí está toda la leyenda: Wild Bill Hickock, Calamity Jane, Billy the Kid, Frank y Jesse James...
Preguntándome qué es lo que me atrae de estos personajes —y lo que me desagrada de John Wayne—, creo llegar a la conclusión de que es su cinismo, su anarquía, su nihilismo moral. Será que, como dice Pio Baldelli escribiendo al respecto, “en la infancia del espectador adulto hay nostalgia de crimen.” Oprimidos como vivimos por la doble moral de la pax americana, crucificados entre el deber social de repudiar el crimen y la exultación morbosa de saber que existe, ¿no es comprensible el deseo de identificarnos con esos forajidos? Tiene razón Baldelli, el western es una épica ahistórica que, en virtud de esta condición, nos permite recuperar la inocente amoralidad de la infancia, cuando jugábamos a disparar pistolas y matar a nuestros amigos sin pagar nunca por ello. “El western —dice Ángel Fernández-Santos— surgió en el interior de una mentalidad nostálgica.” Yo creo que la nostalgia tiene que ver con esa época al margen de la historia real cuando el sueño americano se expresaba libre de abstracciones y justificaciones. No es que el forajido vaya a contracorriente de su cultura nacional; es que —como lo estamos viendo en estos días— él es la expresión más pura y honesta del sueño americano: cabalgar por un desierto sin fin imponiendo a punta de pistola una ley propia. Podríamos pensar en George W. Bush como un jinete pálido que se ha echado sobre los hombros una tarea vengadora. Sin embargo, aquí es donde se hace visible la diferencia fundamental, la razón por la cual Clint Eastwood resulta fascinante y Bush despreciable: el forajido no mata por una idea, ni en bien de la humanidad, ni porque Dios se lo ha mandado; es un ser esencialmente, admirablemente desinteresado. Actúa movido por sus pulsiones, porque quiere cobrar una recompensa o poseer un caballo o porque hace mucho calor, como el extranjero de Camus. Y aun éstas son justificaciones secundarias. En realidad —volviendo a Fernández-Santos— mata porque es sensible a “la potencia estética del crimen”. De ahí su poder de seducción, su poeticidad.
Dice el cineasta letón Jonas Mekas que, en la calle 42 de Nueva York, hay un cine que día y noche proyecta ininterrumpidamente películas del Oeste.

"Es una salita pequeña, siempre llena de gente solitaria, de aspecto apesadumbrado. Por lo general, se trata de gente mayor. Entran en silencio, con inexplicable sigilo, casi clandestinamente, se sientan cabizbajos frente a la pantalla y, cuando ésta es invadida por la majestuosa poesía de los espacios abiertos, estiran las piernas, respiran hondo, levantan con gallardía la cabeza y sueñan".