lunes, diciembre 10, 2007

Adiós al maestro


Adiós al maestro

Sostengo que la gente que no ama la poesía es porque no tuvo un maestro que le enseñara a disfrutarla. Yo tuve este maestro, y no sólo a mí me dio ese regalo, sino también a muchos de mis contemporáneos y a otros más jóvenes que nosotros. Se llamaba Colin White. Pero cuando pienso en sus clases, cuando escucho en mi memoria su voz recitando a Wordsworth, a Yeats, a Coleridge, caigo en la cuenta de que resulta inexacto decir que el maestro White “enseñaba” poesía. No, por favor. Los maestros comunes “enseñamos”, lo cual significa más o menos que les decimos a los alumnos qué tienen que leer y les proporcionamos algunos conceptos para entenderlo. Colin White iba mucho más allá de eso. Él predicaba la poesía, la sembraba, la disparaba a quemarropa. Uno iba a sus clases como van al templo los miembros de una congregación protestante: sedientos de la palabra. Llegábamos temprano al salón, casi siempre antes que él. Los que tenían cargo de conciencia por no haber leído, lo esperaban nerviosos; los que no, también. Porque el maestro tenía un talento socrático para hacer que el creído de su inteligencia se descubriera tonto, y el tonto, tontísimo. Cuando él llegaba, se hacía el silencio en la clase. Se sentaba a veces en el escritorio, a veces en el suelo, a veces incluso en la silla; se ponía a fumar su pipa y azotaba su ya desbaratado volumen II de la Oxford Anthology. Luego escudriñaba a los alumnos con la vista, como eligiendo una víctima. Una vez hecha la elección, espetaba una pregunta que pudiera dar inicio a la clase. La respuesta casi siempre le provocaba un acceso de tos. Cínico, sarcástico, mordaz, despiadado con los pedantes y con los cándidos, había convertido estos “defectos” en su herramienta para crear en la clase la atmósfera apropiada para el culto de la poesía. Yo creo que por eso le gustaba jugar con las reacciones de sus alumnos. Había estado en el Ejército en su juventud, y a veces nos trataba como trata un general a una pandilla de soldados rasos que por irse de juerga faltaron a su deber. Pero en realidad todo era parte de esa liturgia suya, porque yo no recuerdo que fuese realmente duro con nadie. Y cuando trataba de parecerlo, uno se daba cuenta de que estaba jugando. Ese hombre tenía un gran sentido del humor, ese humor ácido y cálido a la vez con que las personas de corazón grande disfrazan sus palabras para no parecer sentimentales. Porque quería a sus alumnos. Quería a la gente en general, sin preferencias de ninguna clase, sin prejuicios, sin el orgullo que su posición, en cierta forma, le habría dado el derecho a tener. Era un humanista en el sentido más pleno de la palabra: le importaba todo lo que fuese humano, y nada de lo humano le era ajeno. Por eso mismo le gustaba saber de todo, hablar de todo, aprender de todo. Tenía una cultura universal en esta época en que la especialización ha convertido a los intelectuales en ufanos propietarios de una parcelita de conocimiento que defienden a capa y espada. Él no creía en esas cosas. Aunque tenía sus autores favoritos, no le gustaba enseñar siempre lo mismo ni dar siempre las mismas materias. Claro, además de soldado había sido obrero, minero, pescador, marino... le gustaba el mundo en toda su variedad. Creía en el valor de la aventura.

Qué chistoso es esto de escribir. Empecé estas líneas deseando imprimirles un tono de tristeza, un tono de elegía apropiado para decirle adiós a ese gran hombre que acaba de marcharse de este valle de lágrimas. Pero me da tanto gusto recordarlo, pensar en sus clases de hace veinte años y revivir esa ebriedad de la poesía que nos hacía sentir, que no puedo hacerlo sin sonreír. Y los dedos se me enredan al teclear estas palabras, y creo que al final, en lugar de decir “Adiós”, quiero sólo decir “Gracias”. Gracias, don Colin, como tuve la oportunidad de decirle algunas veces cuando podía hablar con el después de la clase, cuando se daba tiempo para leer mis cosas y darme su opinión siempre generosa, cuando me invitaba una cerveza o me daba un consejo con ese tono suyo de estarse burlando, que era el mejor de todos.


* La foto es de Miranda Romero y la publico sin su autorización. Espero no le moleste.

12 comentarios:

HL dijo...

Agustín, muchas gracias por este texto, por estas palabras, por este retrato-evocación de Mr. White. Son un paliativo para este dolor que nos tiene doblegados, arrastrando los pies en el desamparo.

Con cariño,
Hilda

ilana dijo...

asi deben ser recordados los grandes maestros que nos han tocado... lindas las palabras que me han transportado a tus aulas y a la vez a otras mías, donde también aprendí a amar la poesía...

saludos y un abrazo

jardinière dijo...

Y gracias a tí, Agustín, por compartir tu recuerdo y, así, colaborar a que tampoco los nuestros se nos borren. Colin era un hombre admirable, pero decirlo así cómo lo digo yo, ¿para qué? Hasta suena chabacano. Gracias de nuevo, Francesca.

Diana dijo...

No había leído, hasta ahora, una descripción tan acertada de las clases de Colin. O al menos así eran para mí; creo que caí en la cuenta de la espiritualidad del maestro cuando una vez me hizo recitar con él un pasaje del libro de Ruth, que para mí, fué uno de los momentos en los que me sentí más cerca de ese hombre: todo sabiduría, todo amor. Gracias, muchas gracias por compartir la maravillosa experiencia con nosotros, feligreses de la misma iglesia: la de la poesía, dónde Mr. White fué el predicador perfecto.

Makiavelo dijo...

Agustín, afortunado tú que pudiste disfrutar de las enseñanzas de este maestro.
Espero que con Colin White, desaparezcan estos trágicos acontecimientos, y pediremos a los hados que se apiaden de nosotros para que podamos seguir disfrutando de esos mayores que aún tienen tanto que enseñarnos.

Saludos.

Andrea Catalina Cabrera dijo...

Me costó varios meses entender el humor de Colin cuando lo conocí. Ese humor ácido que casi me hacía llorar cuando llegué de Puebla al D.F. Me da un poco de pudor hablar de mi experiencia personal como alumna de Colin aunque al mismo tiempo creo que sólo así puedo hablar de él ahora. Yo llegaba tarde a clase de Colin, porque estudiaba también Teatro en Bellas Artes. Después que terminaban mis clases en el CNA, pasaba a comprarme una torta a Coyoacán mientras avanzaba hacia la UNAM. Y entonces pasaba por la ridícula situación de llegar tarde a clase de Colin. Tal vez eran sólo 5 mins pero para entonces él ya había empezado su clase. Era fácil que yo fuera la alumna a la que él escogía, como mencionas en tu post, para empezar la clase con una pregunta retórica y sarcástica. Es curioso, a mi, como a ti, me da mucho gusto acordarme de Colin. De haber conocido a un hombre como él. Sin dobleces, sin convencionalismos. Siempre cuestionando lo que todos dabamos por hecho. Quería verlo y hablar con él de su país y de sus viajes en barco. Ahora que sentía que lo entendía un poco más a él, a su país y a los barcos. Pero no me esperó. Cuando me despedía de él siempre le mandaba un beso. Y él se enojaba. De la manera en que se enojaba siempre; sonriendo.

Anónimo dijo...

Acabo de leer Adiós al maestro.
Yo también recuerdo a un gran maestro, y después de siete años me siguen cayendo veintes gracias a lo que mi maestro decía en sus clases y sobre todo gracias a su ejemplo. Siempre me pareció auténtico y me contagiaba su amor por la literatura. En las clases mi maestro no jugaba al general con sus soldados, creo que más bien prefería mostrarse en calma y eso le permitía reflejar su esencia. Le agradezco que no haya querido jugar a hacerse el “malo”, pues desde mi punto de vista no era y no es necesario. A mi me asombra más y confío más en la gente que refleja armonía, como los niños que no tienen necesidad de ponerse disfraces, los niños simplemente se muestran como son y demuestran su amor por la vida y su felicidad sin complicarse y sin complicar a los demás, y además expresan lo que realmente están sintiendo. Me enamora más la calidez y la sencillez. Mi maestro no adoptó la pose de gran intelectual y su discurso nunca me pareció una repetición de los libros de crítica literaria, era fácil darse cuenta de que sabía pensar pero que también sabía sentir. Estoy convencida de que él hace falta en la UNAM, pues es necesario aprender a “sentir los fantasmas de los personajes” como él bien decía. Y sí, por esto lo amo, porque para mí, él es un ejemplo de quien sabe pensar y sobre todo de quien sabe lo que es sentir, y de lo que sentir implica en el mundo literario.
Él es Agustín, AGUSTÍN CADENA.

Agustin Cadena dijo...

Ay, no sé qué decir. A mí también me hace falta la UNAM. Gracias.

Anónimo dijo...

Yo estudié derecho y recuerdo a una persona así ,que incluso a un material tan árido lo hacìa vivir como el escurltor da personalidad a la inerte piedra.
Perdón ,recién leo tu blog.Has estudiado en México?

Agustin Cadena dijo...

Soy mexicano, Ana. Viví en México la mayor parte de mi vida, hice allá la Universidad y espero volver.

Paula Ruggeri dijo...

Qué persona más bella que has pintado.

Agustin Cadena dijo...

Ciertamente era una persona bella, Paula.