Mi abuela
Conchita y yo éramos los únicos mórbidos de la familia, tanto así que ella era
la primera en llamarme o mandarme mensaje al teléfono cada vez que había una
defunción en el barrio o sucedía algo digno de comentarse. Y es que ella pasaba
mirando hacia la calle, oculta tras las cortinas semitransparentes de la
ventana de su cocina. En su defensa hay que decir que, en esa cuadra de gente
chismosa, no era la única que hacía eso.
Por esa afinidad ella era mi parienta
consentida y yo era su nieto consentido. A mí me dejó su herencia, incluyendo
sus dos gatos. Y sus secretos.
Desde niño, me acostumbré a ver dos
anillos en la mano de mi abuela, dos anillos juntos en el mismo dedo. Con el
tiempo llegué a entender que uno era de compromiso y el otro de boda. Nunca, ni
por un momento que yo recuerde, se los quitó.
Al abuelo no lo conocí. Murió antes de
que yo naciera. Pero crecí oyendo anécdotas de cómo era: un tipo campechano,
con sentido del humor, que no se dejaba agriar el día por quítame allá estas
pajas. En las pocas fotos que había de él se le veía en la cara una expresión
juguetona, como de esos hombres que no quieren madurar. Tal vez por eso murió
joven. Dejó a mi abuela viuda con cuatro hijos y ella no volvió a casarse.
Encontró consuelo para su soledad en el chisme que, como ya dije, compartía
conmigo. Y nunca se quitó sus anillos. Cuando ya estaba desahuciada, pero
todavía tenía lucidez, pidió que cuando muriera la enterraran con sus anillos
puestos. Y así fue. Se los tuvimos que colgar con una cadena como medallas; la
enfermedad la había enflacado tanto que se le caían de los dedos.
Yo era el único ser en el mundo que
conocía su secreto: sólo uno de esos dos anillos se lo había dado mi abuelo: el
de bodas. El otro se lo dio un novio que tuvo antes. No se casaron. ¿Por qué?
Ésa es otra historia y ésa sí le voy a cumplir la promesa de no contarla. El
hecho es que hubo noviazgo formal, petición de mano y luego ya no hubo boda,
pero ella no quiso deshacerse del anillo de compromiso. Luego se encontró al
abuelo. Y el abuelo conocía la historia del anillo, pero no le dio importancia.
Nada más se reía. Tal vez gracias a eso, al hecho de no haber sido un celoso
típico, fue uno de los dos hombres que mi abuela Conchita se llevó a la tumba.
2 comentarios:
Usted me ha puesto a pensar en algo relacionado con la muerte, en esta calle. Algo que se presta para una historia y parece cuento. La calle forma una u, con los asaltos y robos la calle se ha cerrado y parece que la muerte se ha quedado dando vueltas, atrapada y desde que murió mi abuelo, la gente se muere en orden... siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Algo rarísimo y que inquieta.
Qué buen material para un cuento. Escríbalo, amiga. Tiene usted mucho talento y seguro le quedará muy bien.
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