Teri se paraba
en la puerta del edificio a esperar la muerte.
Era mi vecina, aunque no mi amiga
porque ella no tenía amigos que yo supiera. Se llamaba Teresa, pero le decíamos
Teri. Tendría poco menos o poco más de cincuenta años de edad y una hija adulta
que no vivía con ella. Hacía traducciones y daba clases particulares de inglés
a un par de adolescentes. De eso vivía. No padecía ninguna enfermedad física,
según le dijo a otra vecina que nos contó todo a los demás habitantes del
edificio. Su enfermedad consistía en que tenía miedo de morirse y que nadie se
enterara hasta mucho después, cuando el olor de putrefacción de su cuerpo nos
avisara. No quería pasar por esa vergüenza y por eso hacía lo que hacía: bajar
a la entrada del edificio y pararse ahí a esperar la muerte.
Teri hacía cita con la muerte, y la
muerte la dejaba plantada una y otra vez. Cuando se cansaba de esperar o se
calmaba, volvía a subir a su departamento.
Aparentemente no estaba tan sola: tenía
sus alumnos, y su hija la visitaba los fines de semana. Pero el miedo estaba
ahí. Sobrevenía sin aviso, cualquier día a cualquier hora: en la noche, en la
mañana, en la tarde. Teri lo enfrentaba con dignidad, sin dramatismo. Quien no
la conociera, diría que había llamado un taxi y estaba ahí esperándolo, o que
aguardaba a alguien que bajaría tras ella. No había manera de ayudarla y tal
vez no lo necesitaba. Tal vez es una necedad creer que todo el que sufre quiere
ayuda.
Después de unos años, me mudé a otro
edificio, en otra ciudad. No mantuve contacto con nadie y no volví a saber de
Teri. Pero a veces me pregunto por ella. Me pregunto si descansará cuando se
cumpla su cita. Tal vez entonces siga bajando a la entrada del edificio, ahora
a esperar la vida.
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