Tenía once años
cuando terminé la primaria. Como me gradué con honores y de “premio” me
llevaron a la Ciudad de México a saludar al presidente, algunas personas
notables se interesaron en mí. Una de ellas fue un prócer local que tenía un
primo rico en la capital. Este primo
llamó por teléfono a mis padres, no a nuestra casa porque nosotros no teníamos
una línea, sino a la tienda de al lado. Era para ofrecerme hospedaje en su casa
a mi llegada a la Ciudad de México, sólo la primera noche porque ya luego la
Secretaría de Educación Pública se encargaría de mí. En aquella época uno no
desconfiaba de las personas.
Así que me encontré, por primera vez en
mi vida, en una casa rica. Todo me dejó boquiabierto: la escalera alfombrada
con su barandal de madera, el piano de cola, el despacho lleno de libros, la
enorme cocina donde una mucama en uniforme me hizo un sandwich delicioso. Y aún
me faltaba lo más bello, que llegó después de la cena. Era la hija menor de los
señores, una niña como de mi edad a quien llamaron para que tocara el piano.
Bajó por la elegante escalera. Tenía el pelo largo, castaño claro, y un vestido
de color pastel que ahora, viendo la escena en perspectiva, me doy cuenta de
que no era un vestido sino un camisón para dormir. Y me sonrió y se presentó y
enseguida se sentó al piano. Yo nunca había visto un piano de cola, mucho menos
una niña capaz de tocarlo. Tocó Para
Elisa.
A mi edad he llegado a saber que Para Elisa es una pieza relativamente
fácil, para estudiantes que empiezan. Pero en ese entonces me conmovió como la
música más sublime en la ejecución más virtuosa del mundo.
La niña no tocó más que eso. Y yo me
fui a dormir ya sin poner atención a los lujos de la casa. Ni siquiera recuerdo
cómo era la recámara que me dieron. Estaba en éxtasis por la música.
Al día siguiente me despertaron
temprano para llevarme en coche a la Secretaría de Educación Pública. Nunca
volví a ver a aquella familia. Ni siquiera recuerdo el nombre de la niña. Han
pasado más de cuarenta años y ya no queda nadie a quien preguntarle qué fue de
esas personas. Pero cada vez que escucho Para
Elisa, vuelvo a ver en mi mente los cabellos castaños, el “vestido” color
pastel, los bellos ojos concentrados en el cuaderno de partituras. Quizá no eran
bellos. No importa. Quizá la niña no tocaba bien y no siguió haciéndolo; se
casó y se olvidó del piano. Tal vez aquélla no era una casa rica; sólo era
diferente a las casas de mi pueblo. Nada de eso es asunto mío. La memoria es
otra cosa. La memoria sabe decir mentiras que parecen verdad y eso es
suficiente.