sábado, enero 16, 2021

La granada

De las cosas que puedo hacer en la cocina solo, ninguna me da tanto placer como desgranar una granada. Es su delicadeza lo que me hechiza, su repulsión a todo lo que sea fuerza bruta. Porque si uno no tiene cuidado con ella, sangra. La granada no es como la naranja, que se desnuda a cuchillo y se desgaja con fuerza, ni como la manzana o la ciruela, a las que hay que quitar el corazón. Mucho menos como el coco, que se abre de un machetazo certero y sonoro. Tampoco las uñas tienen nada que hacer aquí. Todo se hace con las yemas de los dedos, despacio, acariciando cada grano como si supiera que va a ponerse erecto, como puliendo el rubí que es. Y cuando detecta uno el que ya está flojo, listo para dejarse llevar, empieza a rozarlo desde su base suplicándole en silencio, ordenándole en silencio; lo remuele uno con suavidad, girándolo entre las yemas de los dedos, hasta que se viene solito. Y así con el que sigue y el que sigue.

         Uno avanza palpando, viendo con la piel, dejando que la granada misma nos diga por dónde va a dejarse. Y efectivamente, llega un momento en que esos rubíes como que se hacen a la idea de entregarse y se dejan separar ya sin esfuerzo. Es como si la fruta clamara: “Desgráname. Desgráname toda.”

         Por supuesto, no es posible pasar inadvertida esa delgada piel blanca que tiene la granada, translúcida, adherida a sus contornos. Es como su ropa interior.

         La granada es ruda y suave y usa chamarra de cuero y lencería de encaje.

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