De las cosas que puedo hacer en la cocina solo, ninguna me da tanto placer como desgranar una granada. Es su delicadeza lo que me hechiza, su repulsión a todo lo que sea fuerza bruta. Porque si uno no tiene cuidado con ella, sangra. La granada no es como la naranja, que se desnuda a cuchillo y se desgaja con fuerza, ni como la manzana o la ciruela, a las que hay que quitar el corazón. Mucho menos como el coco, que se abre de un machetazo certero y sonoro. Tampoco las uñas tienen nada que hacer aquí. Todo se hace con las yemas de los dedos, despacio, acariciando cada grano como si supiera que va a ponerse erecto, como puliendo el rubí que es. Y cuando detecta uno el que ya está flojo, listo para dejarse llevar, empieza a rozarlo desde su base suplicándole en silencio, ordenándole en silencio; lo remuele uno con suavidad, girándolo entre las yemas de los dedos, hasta que se viene solito. Y así con el que sigue y el que sigue.
Uno avanza palpando, viendo con la
piel, dejando que la granada misma nos diga por dónde va a dejarse. Y efectivamente,
llega un momento en que esos rubíes como que se hacen a la idea de entregarse y
se dejan separar ya sin esfuerzo. Es como si la fruta clamara: “Desgráname.
Desgráname toda.”
Por supuesto, no es posible pasar inadvertida
esa delgada piel blanca que tiene la granada, translúcida, adherida a sus
contornos. Es como su ropa interior.
La granada es ruda y suave y usa
chamarra de cuero y lencería de encaje.
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