Cuando era yo niño, en los años sesenta del siglo pasado, Ixmiquilpan era un pueblo chico, todavía fiel a sus tradiciones. La más importante de ellas era un secreto celosamente guardado por los ixmiquilpenses y tenía que ver con las celebraciones en honor de San Miguel Arcángel, cada 29 de septiembre. Para quien no lo sepa, el general de los ejércitos celestiales, azote del Diablo, defensor de las naciones fieles y guardián de la llama azul es el santo patrono de Ixmiquilpan. Nuestra iglesia principal —ese austero edificio colonial, mezcla de convento y fortaleza— se encuentra dedicado a él. Si las puertas están abiertas, al pasar por el exterior puede uno verlo, allá al fondo, presidiendo el altar mayor, con su uniforme de legionario romano y su gladio en alto en señal de victoria.
Durante todo el año nos preparábamos
para la gran fiesta, haciendo acopio de unos cohetes muy especiales que no
venían de China, como los demás, sino que eran fabricados por nuestros artesanos
pirotecnistas, siguiendo una fórmula ancestral y bajo el más estricto voto de
secreto. Estos cohetes eran de dos colores, blancos y rojos, y cada habitante
del pueblo —niños incluidos— debía elegir uno de los dos y reunir tantos de
éstos como alcanzara su presupuesto. Parte del plan era que siempre habría más
blancos que rojos.
Algunas personas se preguntarán cómo es
que un pueblo tan descuidado, tan saqueado, tan interesado sólo en el comercio
y nunca en la cultura ha podido producir una abundante y decorosa nómina de
artistas visuales, hombres y mujeres de letras, músicos y artistas escénicos.
Yo creo que la respuesta se encuentra en esa centenaria tradición. Estoy seguro
de que nada tiene tanto poder para fecundar la imaginación como el espectáculo
de la noche de San Miguel Arcángel.
A riesgo de ser linchado por mis
paisanos —que mucho saben de linchamientos— por revelar un secreto más grave
que el de una infidelidad, un incesto, una enfermedad vergonzosa o un crimen
inconfesable, voy a ser el primer ixmiquilpense de la historia que cuente lo
que hacíamos. Antes de juzgarme, sepan que, si aún viviera esa hermosa
tradición, mi boca estaría sellada. Pero, puesto que los teléfonos celulares
acabaron con ella, me atrevo a romper el silencio. ¿Que qué culpa tienen aquí
los celulares? Pues el asunto es que, como ya dije, la celebración era secreta,
tan secreta que nadie se atrevió jamás a tomar una foto ni a hacer un video ni
a contarle nada a ningún periódico. Si llegaba a suceder que el día de la fiesta
hubiera fuereños de visita, alguien se encargaba de emborracharlos para que no
vieran nada. Pero ahora es demasiado fácil tomar fotos o incluso transmitir en
vivo, y ya no nos sentimos seguros: el traidor podría estar en cualquier lugar.
En fin, para el amanecer del 29 de
septiembre, ya todo el mundo sabía de qué lugar iba a quedar, según el color de
cohetes que había almacenado: de un lado estarían los blancos y de otro los
rojos. Desde el mediodía ya no había nadie en las calles, ninguna tienda estaba
abierta, ningún médico respondía llamadas de emergencia. Hasta los policías se
iban tranquilos a la celebración, sabiendo que ese día nadie tendría tiempo
para infringir la ley. Ixmiquilpan era un pueblo fantasma.
Al filo de la medianoche, con toda luz
eléctrica apagada, daba inicio la gran batalla. Al estallar en el cielo, los
cohetes formaban los ejércitos. Entre los relámpagos de pirotecnia de la ira
divina, San Miguel Arcángel aparecía en el oriente, deslumbrante en su uniforme
de legionario, blandiendo contra la noche la llama incendiaria de su espada.
Detrás de él, su ejército comenzaba a formarse (cada cohete blanco era un
soldado para él): las cohortes y las centurias que se mantuvieron fieles al
Poder del Cielo. Siguiendo la formación en triple línea, la triplex acies, aparecían primero los
arqueros, que mantendrían fuego de cobertura mientras las tropas de vanguardia
lanzaban el primer ataque: una lluvia de luces blancas en el cielo nocturno.
Delante de ellos y más espectacular aún, se formaría la infantería pesada con
sus enormes escudos y sus armas cortas y largas. Al frente, los vélites
celestiales esperando la orden de arrojar sus jabalinas. Hasta donde los
mortales estábamos operando los cohetes, en el pobre planeta Tierra, en nuestro
insignificante asentamiento, llegaban los olores de la guerra: el del hierro y
el del cuero, el del sudor y el de la adrenalina de los nerviosos ángeles. Era
un momento tan emocionante que los niños pequeños se ponían a gritar y las
señoras se estrujaban las manos.
En el campamento enemigo, cada cohete
rojo formaba un soldado: los ángeles rebeldes que prefirieron dar su lealtad al
orgullo y a la soberbia. De ninguna manera era una visión menos fastuosa que la
otra. Al frente, por supuesto, aparecía Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas,
el portador de la luz, en toda su escalofriante majestad, envuelto en un halo
verdeamarillo de azufre y fuego telúrico, con sus negros bucles ondeando como
banderas de muerte y su mirada de tigre, enseñando los dientes y lamiéndose los
labios, con esa lujuria por la sangre enemiga que distingue a los nacidos para
el combate. Detrás de él, el tenebroso esplendor de Lilith, la Luna Negra, la
reina de los Qliphoth, lanzando escupitajos de odio; en su opulenta cabellera,
enredados como trofeos de guerra, tintineaban los corazones de todos los
hombres mortales que perdieron su alma por pasión de mujer. Venían luego los
otros jefes de las tribus infernales: Samael, Príncipe de los Íncubos, y
Moloch, Dagon, Belial, Beelzebú y los Yetzer Hara... y con ellos las legiones
de las jerarquías inferiores, todos en un frente compacto y caótico, en
contraste con la ordenada formación de los soldados celestiales. No lucían
uniformes, pero era fácil distinguirlos porque se vestían con pieles de animales
a la manera de los bárbaros y blandían hachas, martillos y sables curvos.
Generalmente, las huestes infernales
eran las primera en atacar. Se lanzaban contra su odiado enemigo entre gritos
salvajes. El choque era tan brutal que el cielo parecía arder como si toda
Ixmiquilpan se estuviera incendiando. Y así duraba hasta cerca del amanecer,
cuando las últimas luces de las hordas bárbaras, como las últimas estrellas de
la noche, se disolvían en la inminencia del alba. No podía ser de otra manera.
La producción anual de cohetes estaba infaliblemente calculada para este
desenlace. Fue de ahí que nació mi plan: la que sería la travesura más grande
de mi vida.
Empecé a esconder algunas docenas de
cohetes rojos, que luego serían cientos. Si de todas maneras los rudos iban a
perder, qué más daba que perdieran con más o con menos ventaja. Su tiempo
llegaría cuando mi acopio fuera suficiente para determinar la diferencia.
Pasaba horas imaginando el espectáculo e incluso preparé la música que tocaría
en altavoces mientras duraba la batalla: comenzaría con la Obertura 1812, de Tchaikovsy y culminaría gloriosamente con la Götterdämmerung, de Wagner. Me sudaban
las manos de emoción soñando con ese día, aunque estaba consciente de que
después de eso debería huir del pueblo.
Ese día no llegó. Mi sueño no se vio
realizado porque, debido a las circunstancias que ya expliqué, nuestra
tradición murió; ya no hubo más celebraciones del 29 de septiembre. “Dios hace
las cosas por algo”, decía mi abuelita. Y sí, probablemente, si hubiera llevado
a cabo mi plan, los ixmiquilpenses me habrían quemado vivo por hereje y jamás
habría escrito este testimonio.
No hay fotos, no hay videos de aquellas
fiestas. Creo que, hasta ahora, el único documento al respecto es el que el
lector tiene en sus manos en este momento. Tal vez mi ejemplo anime a otros
paisanos míos a compartir sus recuerdos. Pero me temo que el voto de secreto,
con el peso de todo tabú ancestral, se imponga como se ha impuesto siempre.
Hagan la prueba si tienen algún amigo ixmiquilpense. Pregúntenle si es verdad
esta historia. Verán que les dice: “Por supuesto que no. Ese Agustín Cadena se
ha vuelto loco con sus propias fantasías”.
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