martes, abril 03, 2012

El fin de la inocencia

“Hans Andersen durmió en esta habitación durante cinco semanas, que a la familia le parecieron ERAS”. Sobre el espejo de una recámara, Charles Dickens puso una tarjeta con esta inscripción. El famoso escritor danés Hans Christian Andersen acababa de despedirse de la familia, en cuya casa de Gad's Hill había pasado sus vacaciones. Los dos creadores se habrían caído bien al conocerse, pero la poca fluidez de Andersen para expresarse en inglés determinó graves malentendidos y una general dificultad social. Sin embargo, gracias al interés de Andersen y en la medida en que el escaso entusiasmo de Dickens lo permitió, la amistad entre ellos se mantuvo.


Los dos se hallaban trabajando para que un nuevo arquetipo franqueara el umbral de la realidad humana: el héroe niño. Sólo que mientras Andersen infantilizaba problemas universales para reflexionar sobre ellos junto con los niños, Dickens les descubría los claroscuros de la vida adulta. Acaso no era éste su público ideal, como en el caso del danés, pero tenía que llegar a los niños. Por un lado, lo apremiaba la necesidad comercial de mantenerse como un escritor familiar cuyas novelas no fueran para leerse en silencio y a escondidas, a la luz de una vela avergonzada, sino en voz alta y a toda la familia, incluyendo niños y sirvientes, junto a las llamas honradas de una chimenea. Este interés en la familia como público, además de explicar el carácter dramático —y fácilmente dramatizable— de muchas escenas en sus primeras obras, determinó las grandes aportaciones de Dickens a la narración oblicua, en la que ni siquiera un futuro maestro como Henry James lograría superarlo.

Por el otro lado, Dickens, que había sobrevivido a una infancia traumática, mostró a lo largo de su vida una necesidad constante de re-vivir, vivir otra vez, de otra manera, aquellas experiencias que lo habían despojado de su inocencia. Era una manera de recuperarla: sentir que el sufrimiento de los inocentes sirve para algo.

Aun en aquellas de sus obras que tratan de problemas adultos, como Historia de dos ciudades, La pequeña Dorrit o Grandes ilusiones, Dickens seduce a la imaginación infantil, le habla en su lenguaje. También aquí se ve que no es tanto un novelista preocupado por los problemas del realismo, como un mitógrafo. Y la potencia iluminadora del mito suele correr paralela con un aparente ocultamiento de la realidad mundana. Dickens fue creador de mitos infantiles perdurables acerca de la vida adulta. No sólo inauguró la institución moderna de las fiestas navideñas sino también el heroísmo juvenil, ciertos rostros de lo angélico femenino, una especie de aristocracia espiritual que subyace en el individualismo proletario. Descubrió un nuevo género de lo real visible: lo sórdido infantil: fábricas y callejones oscuros cuya miseria no incluye ningún aspecto que no pueda ser imaginado por un niño, aun por el más inocente. Sin duda Dickens sabía que, si el escritor ve cuando escribe, el niño ve cuando lee.

Ahora bien, la idea de que la bondad se halla contenida en la naturaleza fue revisada con diferentes perspectivas, ninguna de las cuales pudo salvar el prestigio de la civilización. Hasta entonces, la interpretación cristiana de la vida había sostenido que el hombre nace marcado por el Pecado Original, y que la infancia no es más que el estadio durante el cual la virtud racional rescata al ser humano de su condición de caída. Al volverse innegables las contradicciones de la urbanización industrial, este concepto debió revertirse. La doctrina del Pecado Original halló su reverso en la de la Inocencia Original: la idea de Rousseau acerca del hijo puro de la Naturaleza, “nacido en un estado de inocencia y amenazado por la corrupción del mundo social adulto”. Los románticos ingleses, especialmente Blake, Wordsworth y Coleridge trasplantaron esta doctrina al coto de la poesía, y luego Charles Dickens se encargaría de transvasarla de la poesía a la narrativa y del contexto rural, pastoril de Wordsworth a las calles de Londres.

La idea wordsworthiana del niño como padre del hombre absorbió en gran medida la angustia culpable de la época victoriana. Al creer en una nueva forma de virtud natural, visible sólo en la infancia, la sociedad enferma convirtió al niño en guardián de una de sus últimas certidumbres espirituales. Echó sobre sus hombros una responsabilidad enorme y, para que él pudiera llevarla, tuvo que idealizarlo. Un ser puro tenía que sufrir ante el espectáculo de la injusticia y la insensatez del mundo adulto. Así realizó Dickens uno de los descubrimientos más importantes en la historia literaria moderna: el de la conciencia infantil. El miedo de Oliver Twist, la solitaria orfandad de David Copperfield, la culpa neurótica de Pip... La sociedad, en su búsqueda de valores espirituales y de aventuras estéticas, había descubierto el placer sádico de ver el sufrimiento de los niños.

Cuando las víctimas de este sistema lograron sobrevivir y cruzar la frontera que divide a los pobres de los ricos, cuando la frase de Wordsworth se pervirtió con adjetivos tácitos: el niño bueno es el padre del ciudadano próspero (nótese cómo el premio a una condición moral es un estado social), surgió el culto del héroe niño. Templado desde muy pequeño en la cruenta batalla de la vida, protegido por su propia nobleza de corazón y equipado con una mezcla de virtudes masculinas (tenacidad, capacidad de acción, impulso conquistador) y femeninas (sensibilidad, emotividad, intuición), este héroe precoz se convirtió en el nuevo campeón de la búsqueda de la felicidad. Por poco tiempo. Porque aquí se encuentra una lección que a nadie le habrá dolido más que al propio Dickens. David Copperfield, ya adulto, conquistó la dicha del bienestar burgués gracias a un doloroso aprendizaje que a través de las estaciones de una infancia huérfana y una adolescencia desamparada, lo llevó a comprender que debía “disciplinar su corazón”.


En el caso de las niñas, la doctrina de la Inocencia Original adquiere un carácter necesariamente pasivo. La niña victoriana debe ser obediente, desprovista de egoísmo, capaz de sacrificarlo todo, de perderlo todo sin desesperarse, puesto que ella es la caja fuerte de la fe; debe ser modesta, industriosa, inmune a la pasión pero sensible a los afectos de la ternura: una mezcla, en fin, de Job y Cordelia. Así aparece la cara femenina de una infancia curtida en la “batalla de la vida”: el heroísmo doméstico. Su vasta iconografía es como una colección de retablos mexicanos que representaran hechos milagrosos atribuidos a vírgenes impúberes. En uno de ellos aparece Nell tratando de salvar a su abuelo; en otro se encuentra Esther Sumerson llenando de generosa luz la casa de Jarndyce & Jarndyce; en otro más, vemos a Agnes Wickfield, guía y corona de triunfo para un progreso del peregrino cuya prueba más ardua es la disciplina del corazón.

La dimensión de Charles Dickens como uno de los creadores de mitos más importante de la modernidad, no puede comprenderse sin examinar, así sea someramente, su relación con escritores posteriores. Oliver Twist, Fagin, Nell, Daniel Quilp, Ebenezer Scrooge, Dora, Martha Endell... todos han desempeñado un papel en el desarrollo imaginativo de jóvenes lectores que después se volvieron escritores, engendrando hijos y nietos muchas veces reconocibles. Ciertamente, Mark Spilka observa respecto a La tienda de antigüedades:


Fue una de las novelas más populares de su época y fácilmente la que más ha influido. A este libro le debemos los personajes Eppie, de George Eliot (Silas Marner); Nellie, de Dostoyewsky (Humillados y ofendidos); Alicia, de Lewis Carroll; la pequeña Eva, de Harriet Beecher Stowe (La cabaña del tío Tom); Heidi, de Johanna Speyri; Wendy, de Sir James Barrie (Peter Pan); Maisie, de James; y extensiones modernas del tipo, como Shirley Temple en sus películas de los años treinta (La pequeña rebelde); Mick Kelly, de Carson McCullers, en los cuarenta; Phoebe y Esme, de Salinger, en los cincuenta y, más recientemente, Jennifer Cavilleri, de Erich Segal (Love Story). Su supuesto reverso lo encontramos en Lolita, de Nabokov, y en películas recientes sexualmente explosivas como El exorcista (Spilka 1984, 174).


Aventuro una explicación para este “supuesto reverso” de Nell como Lolita. Aunque la virtud y la pureza espiritual de la ninfeta dickensiana son innegables (de hecho, en su desprendimiento de todo egoísmo puede ser incluso más angelical que Esther Sumerson o Agnes Wickfield), se hallan contenidos —no en ella sino en la presentación de su historia— ciertos genes espurios. La tienda de antigüedades es heredera de la picaresca inglesa, la de Henry Fielding y Daniel Defoe; su hilo conductor es una sucesión de aventuras por los caminos de la vida y los de Inglaterra. Nell es hija de Moll Flanders. Con toda su inocencia y su halo místico, desciende de una prostituta. El arquetipo que encarna no es el mismo de las otras niñas buenas de Dickens. Para empezar es una vagabunda que, por una cosa o por otra, no pasa mucho tiempo en ningún espacio doméstico. Es cierto que sabe usar la aguja y el hilo, pero resulta difícil imaginársela en una casa, como no sea bajo el aspecto de una muñeca en su propia tienda de antigüedades, en su recámara de juguete. Así que no puede ser una divinidad doméstica, una Hestia como Esther Sumerson. Su sangre es más celta; se acerca más al hada bienhechora de los bosques que a la estática virgen cristiana o griega. Sin embargo no cuaja en esta figura porque Dickens insiste en atormentarla hasta que la mata. De esta tensa combinación entre el estatismo icónico de la mística y el tránsito azaroso de la novela de aventuras surge el tipo que encarna Nell: la virgen pícara. Desprovista más tarde de sus elementos trágicos, transformados sus harapos de huérfana en jeans, será efectivamente la heroína americana de las décadas recientes: una ninfeta que —back-pack al hombro— se lanza a las interminables carreteras.

Por último, en Charles Dickens el culto al héroe y a la aventura se halla imbuido de nostalgia, no sólo por aquella edad de energía que la civilización moderna agotaba rápidamente, sino también por su propia edad heroica, por su epopeya personal. El mundo interior de Dickens era el mundo de su memoria, bendita facultad que le devolvía ese niño resuelto a sobrevivir entre calles oscuras y fábricas, que fue él y que las prioridades prácticas del éxito habían condenado a una muerte lenta. Oliver Twist y Nell, sus primeros grandes protagonistas, encarnan este culto de la aventura: sus destinos sugieren que la búsqueda de la felicidad es una abstracción en todo caso secundaria junto al valor absoluto de las acciones que implica; salen al encuentro del peligro y su recompensa es permancer en condiciones para dar el siguiente paso. Sus voces de héroes jóvenes se hacen oír sobre el uniforme golpear de martillos de la masa industrializada. Son los últimos sobrevivientes de una raza que ya desocupaba el mundo. El arquetipo se agotaba rápidamente a cambio de dinero, a cambio de una sórdida —así lo comprendió Dickens en su madurez— participación del bienestar moderno. El heroísmo aventurero, epifánico de Nell se apoltrona y degenera en el inerte “heroísmo doméstico” de Agnes Wickfield. Y el guerrero de la vida, Oliver Twist, se convierte en un neurótico snob para quien la abdicación completa de la voluntad de aventura es la única alternativa, una vez descubierto el ínfimo metal que oculta la chapa de oro del hedonismo burgués.

El lector infantil, cultor natural de la aventura y del coraje, admira a Oliver Twist y puede querer a David Copperfield, pero desprecia a Pip. Grandes ilusiones es una novela de agotamiento. El halo que irradia surge del crepúsculo interior tanto de su creador como de sus circunstancias históricas. Dickens había escrito su testamento espiritual.



Publicado originalmente en El Angel, suplemento del periódico Reforma, el 5 de febrero de 2012, con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Dickens.

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