martes, abril 24, 2012

Nostalgia por los monstruos

En la memoria infantil de todo humano adulto hay nostalgia por los monstruos. Para el niño, como para el hombre primitivo, la monstruosidad puede ser el lenguaje de lo sagrado. Acaso un ser horrible, deforme, repugnante, represente una letra en el alfabeto de la Creación que aún no hemos descifrado. Acaso tenga algo que decirnos acerca de nosotros mismos o de algún mundo lejano al que, de alguna manera desconocida, estamos vinculados. Esta sospecha se presenta al niño y al salvaje con la misma fuerza, manifestándose en sus sueños, en sus fantasías de vigilia, en sus creaciones. Langostas con rostro humano, dragones de múltiples cabezas, serpientes gigantes, humanos cubiertos de vello, machos cabríos erguidos, niños con dos cabezas, mujeres barbadas o reptílicas, embarazos diabólicos, gárgolas vivientes, leprosos risueños, ogresas maternales, malvados con cuernos o cola o patas de cabra o de gallo, siameses enloquecidos, arañas gigantes, vaginas dentadas, garras y colmillos, escrófulas, sarcomas, llagas, espantapájaros, hombres-lobo, hombres-tigre... todos estos son los seres que visitan nuestros sueños o nos acechan en los rincones oscuros de las casas viejas, en los panteones, a la orilla del río cuando empieza a oscurecer, en lo profundo del bosque cuando hay luna llena.


Y luego, ese teatro del horror que son las tradiciones populares se encarga de mantener viva y alimentar esta fascinación. Ciertamente, la cultura mexicana, entre todas, se caracteriza desde sus orígenes prehispánicos por una fina sensibilidad hacia lo monstruoso. Basta ver a los dioses aztecas: seres que no podrían llamarse ni humanos ni animales, adornados con serpientes y cráneos, despedazados, desollados, armados de grandes colmillos, sedientos de sangre. Y no sólo en esta clase de monstruosidad —que acaba por ser atractiva en virtud del horror que genera— se complacían nuestros abuelos de Tenochtitlán. También les gustaba mirar lo monstruoso en cuanto esto tenía de compadecible o simplemente de raro. Prueba de ello lo fue el célebre zoológico de Moctezuma, en donde se mantenían para su exhibición pública enfermos de bocio, albinos, enanos, jorobados, cojos, obesos... El Diccionario de la Academia define monstruo como una “producción contra el orden regular de la naturaleza”, de acuerdo con lo cual lo angélico, la belleza extrema sería también monstruosa. Pero adelante proporciona otra acepción: “lo extremadamente feo”.

Hay grados, entonces, de monstruosidad, dependiendo del horror al cuerpo que un individuo o una sociedad experimente a nivel inconsciente.

En México, decía, nuestra relación con lo horrible tiene siempre la ambigüedad de la atracción-repulsión. ¿Quién no ha querido ver esa niña —ya asociada a las novelas de García Márquez— que se convirtió en araña por desobedecer a sus padres? ¿Quién no ha entrado en una feria, por lo menos una vez, a la carpa de los fenómenos? Seres —a veces en su tierna infancia— que, colocados en otra situación deberían inspirarnos piedad cristiana, están ahí para que los observemos sin ningún pudor, sin ninguna clase de represión moral. Y a nadie se le ocurre discutir que en un circo es totalmente legítimo reírse de los enanos ridiculizados o mirar a los ojos, con franca y limpia repugnancia, a la mujer barbona. A los mexicanos nos dan curiosidad los monstruos, cualquier monstruo: los de las películas del Santo, o el chupacabras, o aquellos que se han ganado a pulso el derecho de ser llamados así: los infanticidas, los violadores de sus hijas, los que matan a su abuela para quedarse con una miserable herencia.

Con el tiempo, a medida que nos volvemos adultos, se nos enseña a ver este interés como algo enfermo. Lo olvidamos —creemos olvidarlo—, lo reprimimos, exorcisamos nuestro horror al cuerpo y a la carne hundiéndonos en ellos. Nos bañamos, cubrimos nuestro cuerpo, escondemos sus secreciones y sus malos olores, vamos al gimnasio... Sólo unos cuantos, los más sinceros, seguimos complaciéndonos en el humus. Compramos de vez en cuando, para leerlo a solas porque nadie nos comprende, el Alarma o el Semanario de lo insólito. Nos fascinan esas historias de los bebés que nacieron pegados por la cabeza, de la mujer que pesa trescientos kilos, del anciano al que le crece la piel... descubrimos que se llama “teratología” al estudio de las deformidades humanas; este descubrimiento nos abre un mundo de lecturas y nos levanta el ánimo: quiere decir que esa afición enferma es una ciencia, un campo legítimo del conocimiento y no sólo un hobby de pervertidos. Con más confianza, entramos a la página de internet donde personas con amputaciones se exhiben desnudas.

En el fondo se trata de una postura romántica. El hombre romántico estaba obsesionado por la evidencia de su mortalidad; se sentía o se sabía herido de muerte desde su nacimiento. Fascinado por el Demonio y por el Infierno, ya no esperaba el Cielo cristiano sino otra clase de recompensa: la gloria de hallar el fin del héroe cósmico, del transgresor, del despreciador de la vida. Esta aristocracia espiritual se manifestaba exteriormente como una forma refinada de estoicismo: el spleen, mal du siécle o Weltschmerz. Envolvió entonces, en el manto vaporoso de su poesía, la tuberculosis, la enfermedad en general junto con algunos de sus signos externos: la palidez, la fiebre, la delgadez extrema. La verdadera belleza estaba en la beauté malade que Baudeleaire tomó, para consagrarla, de Edgar Poe. Su ideal estético es reductible a una imagen: la joven tocada por la muerte en la flor de la vida.

En efecto, las mentes más elevadas de la promoción romántica se dejaron atrapar por medusas de barriada. Dickens y Dostoievsky, seducidos por jóvenes prostitutas cuyo cuerpo lleno de infecciones relataba en terribles silencios la historia del Támesis o del Neva: aguas que nacieron cristalinas en la montaña, cayeron hacia la gran ciudad industrial y ahí se precipitaron bramando por las cloacas. Baudelaire, en este mismo tenor, escribió dos grandes poemas: “Una noche, junto a una espantosa judía” y “A una mendiga pelirroja”. Coleridge, uno de los primeros maestros del horror moderno, concibió de la noche romántica y del opio a “Christabel”, demonio femenino que debe seducir a los inocentes para que ellos sean la puerta por la cual entre al mundo: vampiresa y súcubo. Como ella, hay muchos otros personajes. Françoise Duvignaud ha estudiado con profundidad a la mayoría de ellos: la Lamashtu, Gorgona, la Madre Devoradora, Aisha Kandisha, las Sirenas, Vampirella, Circe, Caribdis, las Gorgonas (Esteno, Euriale y Medusa), las Amazonas, los Empusas (espectros de Hécate), Las Erinias, Furias o Euménides. Todas ellas forman el “terror seductor.”

Sin embargo, como decía, también quiero hablar de los otros monstruos, no sólo de las horrendas seductoras, no sólo de las que tientan al paseante con sus bellísimos senos envenenados. En el Fausto de Goethe aparecen las Fórcidas o Forcíadas, hijas de Forcis. “Se las denomina también Greas (viejas) porque nacieron con cabellos blancos. Eran en número de tres: Enio, Pefredo y Dino. Su fealdad era extremada, y entre todas no tenían más que un ojo y un diente disforme, como de caballo, de los cuales se servían ellas alternativamente. Vivían en los confines de la tierra, lejos de la vista del sol y de la luna.”

Y en su versión del cuento del Grial, Chrétien de Troyes habla de una Doncella Monstruosa:

Jamás hubo nada tan absolutamente feo ni en el mismo infierno. Nunca habéis visto hierro tan oscuro como ennegrecidos estaban su cuello y sus manos, y esto aún era lo de menos al lado de sus otras fealdades, pues sus ojos eran dos agujeros pequeños como ojos de rata. Su nariz era de mono o de gato, sus labios de asno o de buey, y sus dientes parecían más bien de huevo, tan rojizo era su color, y tenía barbas como un buco. En medio del pecho tenía una jiba y por detrás la espina dorsal parecía un bastón ganchudo.

Estos son los casos que menos esplendor tienen en la historia literaria, no la romántica fealdad medúsea, la fealdad seductora de la que han escrito Mario Praz, Françoise Divignaud y J. Delumeau, sino esa otra condición desamparada, desangelada: la fealdad de los pobres monstruos que no asustan a nadie.

“Pipistrella”, le decían en Italia y en Buenos Aires a esa vampiresa de peluche cuya fealdad está tan lejos de las fantasías voluptuosas de Bram Stoker como un Halloween de colegio de una Noche de Walpurgis. Dice Duvignaud que Ulises les tapó los oídos a sus marineros por puro egoísmo: para ser el único que disfrutara del horror. Nadie haría esto con la pobre fea, pero ella también tiene su prosapia, su historia literaria. En el siglo XVII —siglo de monstruosidades, lo llama Praz—, el gran poeta Alessandro Adimari escribió una serie de piezas maestras relacionadas con la fealdad femenina: poemas a la bella pecosa, la pequeña judía bizca, la bella calva, la bella esquelética, la leprosa, la linda jorobada. Y en el mismo siglo hubo quien cantara a hermosas mendigas, ancianas seductoras, negras fascinantes y cortesanas humilladas. Por su parte, recuerda Praz, Achillini le escribió un soneto a una hermosa epiléptica.

En la época moderna, los ejemplos han escaseado pero la tradición sobrevive. La pobre fealdad, a diferencia de la belleza medúsea, no se ubica fácilmente en lo trágico o épico. Su efecto es más bien patético y por lo tanto su territorio es el melodrama, esa tragedia de los pobres que, tratando de adaptar a su gusto a los grandes héroes, ha creado figuras pequeñas e inolvidables. En todo gran drama de barriada hay una fea, una puta, un ladrón y un ángel. Y como los cantos populares suelen desarrollarse como un producto cristalizado de las actitudes melodramáticas del pueblo, es en éstos donde a veces se conservan mejor los mitos urbanos. Así, tenemos el tango “La fea”, de H. Pettorossi:

Procurando que el mundo no la vea,
ahí va la pobre fea camino del taller;
y a su paso, cual todas las mañanas,
las burlas inhumanas la hieren por doquier

Cuando alguno le dice una torpeza
inclina la cabeza transida de dolor,
y piensa con amargo desencanto:

“¿Por qué se reirán tanto de mi fealdad, Señor?”.



Petorossi, con esa precisión del poeta que escribe para comunicarse con la gente, habla de “la cruz de su fealdad”. Luego encontramos este otro tango de E.S. Discépolo, “Esta noche me emborracho”:


chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez...
parecía un gallo desplumao
mostrando al compadrear
el cuero picoteao.


Con menor crueldad, pero en el fondo igualmente melodramática, recordamos esta canción de Aline, que estuvo de moda hace muchos años:


Las chicas feas también tienen corazón,
todas podemos despertar una ilusión.
[...]
No somos unas corcholatas
tiradas en la coladera.

Pipistrella. Podríamos verla así, como una entrañable figura de melodrama, la versión humanizada de “La muñeca fea”, de Gabilondo Soler. Después de todo, ya hace más de cien años Dickens descubrió las profundidades humanas que pueden revelarse a través del melodrama. Y T. S. Eliot lo reconoció así: “Drama y melodrama no pueden definirse de tal manera que parezcan recíprocamente exclusivos. El gran drama tiene en sí algo de melodramático, y el mejor melodrama participa de la grandeza del drama”.

Es en este punto donde la monstruosidad —la condición de esos seres que el diccionario define como contrarios al orden regular de la naturaleza— puede adquirir otra dimensión, no necesariamente dramática, pero sí dotada de mayor estatura humana. Puede referirse, por ejemplo, a esa muchacha del cuento de Mario Benedetti, “La noche de los feos”. Tenía un pómulo hundido y ni siquiera —explica el narrador— podía decirse que tuviera ojos tiernos, “esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza”.

Y más alla de esto, la fealdad extrema representa uno de los últimos depósitos de energía en la inercia neoliberal y globalizante. “Nadie es feo”, dice el pensamiento políticamente correcto. “Sólo hay unas personas más diferentes que otras”. Parecería cosa de George Orwell. ¿Será cierto? A mí me parece que no está errado Javier Marías cuando llama al lenguaje políticamente correcto “una plaga” y advierte que “va a más hasta alcanzar verdaderas cotas de imbecilidad”. Lo que siento es que si se pierde el sentido de lo monstruoso se sacrifica también el sentido de lo sagrado. Debemos resistir. He visto carteles ecologistas que dicen “Salvemos a la vaquita marina”, “Salvemos a la ballena jorobada”. ¿Por qué no hacemos uno que diga “Salvemos a nuestros monstruos”? Ellos, al verse como tales, están salvando al mundo de ser devorado por la utopía globalista del bienestar universal. Ciertamente, a fuerza de rechazo y de marginación sexual y social, el monstruo ha aprendido a desconfiar del hedonismo dominante. Sus valores son más elementales. Su dignidad no tiene nada que ver con el narcisismo del modelo o el físicoculturista, y esto lo hace heroico y extraordinario: es uno de los seres que permanecen de pie en un mundo en ruinas. Para él escribió Nietzche estas líneas de hierro:


Y Zaratustra sintió una gran vergüenza por haber visto con sus ojos semejante cosa.
—¡Quédate! ¡Siéntate! ¡Pero no me mires: honra así mi fealdad!

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