Cuando vio a Sonia
arreglándose, Lope recordó que era primer domingo del mes. Eran como las once
de la mañana. Habían desayunado temprano y luego él volvió a acostarse pensando
que ella lo seguiría después de lavar los trastes, como lo hacían otras veces.
Se quedó dormido en la cama revuelta, arrullado por el ruido del fregadero, que
llegaba desde lejos. En algún momento, su cuerpo echó de menos la compañía y
entonces despertó. Sonia se había puesto un vestido blanco y estaba untándose
gel en el pelo. Lope iba a preguntarle, pero entonces recordó: era primer
domingo del mes. Sintió una leve amargura, muy en el fondo de sus pensamientos,
y se sentó en la orilla de la cama. Tomó del buró sus calzones del día
anterior, se los llevó a la nariz y, como le pareció no estaban tan sucios, se
los volvió a poner. Con la misma pereza de ir a escoger algo al ropero terminó
de vestirse.
A través del espejo, Sonia le lanzó
una mirada de reproche. Se puso los zapatos y, viendo que la cama ya estaba
libre, comenzó a cambiar las sábanas. El viejo canijo llegaba a las 12 en punto
a cobrarse la renta. Lope fue a peinarse al tocador aún impregnado con el olor
de los menjurjes que Sonia acababa de echarse. Trató de mirarla como si nada y
fue a darle un beso.
—Nos vemos al rato —le dijo.
Ya fuera de la vivienda, se dio
prisa en bajar las escaleras y salir del edificio. No quería toparse con el
casero: le parecía humillante tener que saludarlo. Una vez en la calle, compró
el periódico y se alejó rápidamente de la cuadra sin pensar en ir a ningún
lado. Eso se lo preguntó un poco después, cuando fue necesario decidir hacia
dónde iba a seguir caminando.
Pensó en el billar. Si fuera de
tarde y entre semana, hacia allá hubiera ido. Pero los domingos se llenaba de
adolescentes y a Lope le molestaban. Se sentía invadido por ellos, aunque no
era viejo. Todavía no llegaba ni a los treinta. Además era guapo: tenía la
barba partida y un bigote negro y grande como de bandido de película vieja. Las
jovencitas que iban a jugar pool le echaban miradas, le sonreían. Él las
observaba con reprobación, no sólo porque jugaban un juego de hombres, sino
también porque a veces bebían cerveza mientras esperaban su turno para tirar.
Un día —recordaba— una de ellas le puso en la mesa un papel que decía: “¿No
quieres hacerme el amor?” Lope se ruborizó. Sus compañeros de juego se habían
dado cuenta de que recibió algo y quisieron curiosear. Pero él no los dejó.
Buscó con la mirada a la autora del recado. Estaba al fondo del salón: una
muchacha güera, nada fea, como de dieciocho años, que lo miraba sonriendo con
una cerveza en la mano. Eso fue lo que no le gustó a Lope; de no haber sido por
eso habría considerado la oferta, pues qué. Pero era enemigo del alcohol y de
los borrachos, y le desilusionaba que la juventud se iniciara tan pronto en ese
vicio. Y más las mujeres. Así que consiguió una pluma y escribió su respuesta
al otro lado de la hoja: “Señorita, usted ha bebido y tal ves luego se
arrepienta de lo que dise. Si mañana que este en su juicio sigue pensando lo
que dise busqueme aqui mismo sin aliento alcólico y hablaremos de eso.”
Ante las miradas curiosas de sus amigos y de los amigos de la muchacha, Lope
volvió a doblar la hoja y fue a dejarla en la mesa de la joven. Ella leyó el
mensaje, se echó a reír y le hizo una seña obscena. Al día siguiente, Lope
llegó temprano para ver si la veía, pero la muchacha no volvió a aparecer por
ahí. Él suspiró con satisfacción, como si hubiera hecho una buena obra. Además
de todo porque nunca le había sido infiel a Sonia. Le gustaba mirar a las
mujeres y que ellas lo miraran, pero no intentaba ir más allá. Le parecían
seres lejanos, ilógicos. No sabía cómo definirlas hasta el día en que vio en la
televisión un documental sobre Picasso. A partir de entonces filosofaba con sus
amigos: “Las mujeres son como cuadros de Picasso.”
Dio vuelta en una esquina, hacia la
periferia del barrio. Era el camino que tomaba antes, cuando trabajaba de
mesero en La Negrita; el camino que aún tomaba en las noches para ir a recoger
a Sonia. Lope prefirió evitarlo: se metió por otra calle, que no conocía. A
media cuadra estaba llegando mucha gente, unos en coche y otros a pie. Era la
iglesia. Después de tantos años de vivir en ese barrio hasta ahora se enteraba
de que había una iglesia ahí. Iba a pasarse de largo, pero vio entre los fieles
a una muchacha güera, alta, que llegaba del brazo de sus padres. Le pareció
conocida. Antes de entrar, ella también lo miró y entonces Lope ya no tuvo
duda: era la del recado en el billar.
Entró a la iglesia detrás de ellos.
Ya no había asientos libres; se quedó de pie cerca de la puerta, con la
intención de poder irse pronto. La muchacha y su familia pasaron adelante. Lope
quería verla bien, sólo verla. No le interesaba nada más. Cabrona hipócrita,
pensó. Quién la viera con esa carita de alma de Dios. Era la primera vez en
muchos años que entraba a una iglesia; ya ni siquiera recordaba cómo era la
misa. Sentía que todos lo miraban y, cuando apareció el sacerdote, tuvo la
intención de marcharse. Qué tal si le decía: “A ver ese señor de la playera
negra, ¿es la primera vez que viene? Háganos el favor de presentarse ante
todos”. Pero nadie lo miraba y comenzó a relajarse. Él sí miraba a los otros,
los miraba para hacer lo que ellos hacían. Se hincaban, él se hincaba; decían
una oración, él fingía decir una oración; cantaban, él hacía como que cantaba.
La gente seguía llegando. Lope
estaba fascinado: cuántas jovencitas bellas iban a misa. Como ya no había
lugares, se quedaban paradas regalándole el espectáculo de sus nalgas y
sus piernas. ¿Cuántas de ellas serían igual de hipócritas que la güera?
¿Cuántas saldrían de ahí sintiéndose santas y en la tarde ya iban a estar
tomando cerveza o abriéndole las piernas a un hombre? Y sus madres se veían
iguales a ellas. Y sus padres. Más de cuatro serían clientes de La Negrita,
aunque él no reconoció a ninguno. Recordó la época cuando trabajaba ahí. Al
principio estaba contento. Él y Sonia tenían pocos meses de vivir juntos y se
sentían enamorados. Ella también trabajaba en La Negrita y, con el sueldo y las
propinas, vivían desahogadamente. Pero luego a él comenzó a pesarle
el ambiente: había demasiados borrachos. Le daba asco tener que limpiar las
mesas con ceniza de cigarros y restos de bebidas derramadas. Después contrajo
esa enfermedad, dizque del oído medio, que lo hacía perder el equilibrio. La
primera vez fue a dar al suelo con una charola llena de vasos y botellas. De
milagro no se cortó con tantos vidrios. El dueño de La Negrita le pagó los
estudios médicos y, cuando supo lo que tenía, le quitó el empleo. El doctor le
dijo a Lope que no podría trabajar en ningún lado hasta que lo operaran. Pero
la operación era muy cara y el tiempo fue pasando. Sonia se quedó sola con el
sostén de la casa; es decir, casi sola, porque Lope hacía sus negocios. Uno de
los clientes de La Negrita le tenía afecto porque él no le robaba con las
cuentas y, cuando ya estaba muy borracho, lo acompañaba a la calle a tomar un
taxi. Resultó que era ex comandante de la policía. Él metió a Lope en el
negocio de la compraventa de armas de fuego, todo clandestino por supuesto. Sus
clientes eran puros tipos de aire siniestro; no le gustaban y menos aun cuando
querían hacer tratos con aliento alcohólico. Lope nunca los recibía así y eso
le ayudó a hacerse fama de traficante serio. En ciertas temporadas ganaba buen
dinero; luego, durante meses enteros, nada. El sueldo de Sonia no alcanzaba
para vivir los dos, por lo menos no como estaban acostumbrados. Comprendieron
que tendrían que dejar el apartamento y buscar algo más barato, pero lo más
barato se encontraba en barrios todavía más jodidos y lejos. Ahí donde vivían,
La Negrita les quedaba a quince minutos a pie. Sonia no quería mudarse y tener
que tomar camiones para llegar a su trabajo. Fue entonces cuando el viejo
canijo, viendo su situación, le dijo: “Las mujeres tienen la chequera entre las
piernas”.
Por medio de un proyector pasaban en
la pared, a la derecha del altar, el texto de la misa. Lope intentó leerlo un
par de veces, pero no entendió de qué se trataba y además le pareció aburrido.
Eso sí, se dijo que la iglesia era un buen lugar para ir a mirar mujeres y se
hizo el propósito de volver, si no cada semana, por lo menos los domingos en
que a Sonia le tocaba pagar la renta.
Al momento del saludo de la paz, la
güera se volvió a mirarlo. Lope se acercó de inmediato a darle la mano. Como no
sabía qué se tenía que decir, le dijo “Hola”. Ella respondió algo entre
dientes, muy breve, y apenas si lo dejó tocar su mano. Será porque viene con
sus padres, pensó él. En algún lugar, arriba, el coro empezó a cantar una
canción bonita y alegre mientras muchas personas desfilaban hacia el altar para
tomar la comunión. Lope se preguntó si estaría obligado a tomarla él también.
Algo le decía que no tenía derecho a ello. Afortunadamente, así como nadie se
dio cuenta de su condición de extraño, tampoco repararon ahora en que él no
comulgaba.
Antes de salir a la calle, metió los
dedos en la pila de agua bendita, más por seguir imitando a los demás que por
cualquier otra cosa. Le gustó sentir el frío del agua en su frente y en su
pecho. Y le gustó la simpatía con que lo miró una jovencita, tal vez tomándolo
por un hombre piadoso. La güera ya había salido con sus padres. “Qué tonto fui
ese día”, pensó Lope. Siquiera hubiera guardado la hoja, de recuerdo nomás.
Cuando llegó a su casa, Sonia estaba
llorando en la cama. Siempre se quedaba llorando después de que el viejo canijo
se iba. A Lope le molestaba que lo hiciera: le parecía como un reproche después
de todo injusto, ya que ella fue la que no había querido dejar el apartamento.
En todo caso, el enojado había de ser él. Pero ahí estaba Sonia con sus
lágrimas, con la cara hundida en la almohada como una adolescente que se hubiera
peleado con su novio. Ni siquiera se había vestido. Ya debería acostumbrarse,
pensó Lope. Total: jabón que no se gasta. No sabía qué decirle. Ella nunca
quería contarle nada. La única vez que él le preguntó si el viejo le había
hecho algo, le respondió enojada: “Ya sabes, ¿no?”
Lope no quería verla así. Iba a
salirse otra vez cuando ella levantó la cara.
—¿Qué hiciste mientras? —le
preguntó, gangosa de llanto.
—Nada. Fui a la iglesia.
—¿Pediste por mí?
—Sí —le dijo él y se metió en la
cama, a su lado, acariciándose el bigote.
—Gracias —le contestó ella y le dio
un beso impulsivo que le dejó a Lope la cara llena de lágrimas.
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