Cuando uno es
chico, piensa que lo que ha visto siempre es lo normal. El barrio es la medida
del mundo.
Cuando yo era niño, lo normal era echar
piropos a las mujeres. Era un signo de hombría, la prueba de que uno ya había
dejado atrás los cochecitos y las canicas.
El asunto es que yo era tímido y,
cuando llegué a los 15 años, era el único de mis amigos que nunca había echado
un piropo. Me afligía la sola idea de tener que hacerlo. En esa época, el
respeto a la mujer era nada más no decirle algo cochino. Y si uno tenía suerte
o era guapo, hasta podía ganarse una sonrisa. Yo quería tener suerte, ser
guapo, que me sonrieran. Nunca me había sonreído una mujer como mujer. Nunca
había yo besado a nadie. Nunca había olido de cerca una cabellera. Y me moría
de ganas, pero todo me daba vergüenza.
Un día, finalmente, me armé de valor.
Me paré en el hueco de una puerta, medio escondido porque hasta para eso era
cobarde, y esperé. Estaba nervioso. Cualquiera hubiera dicho que iba a coger y
no a echar un piropo. Tenía idea del perfil que esperaba: no debía ser
demasiado bonita, porque ésas me ponían todavía más nervioso. Que fuera
regular, tirándole a feíta, pero con cara de buena gente para que no se
enfadara. La esperé, la esperé... finalmente llegó. La vi venir y supe que era
ella. Pero había olvidado si el momento era justo antes de que pasara, mientras
iba pasando o ya que había pasado. Y en lo que decidía, como en cámara lenta,
la muchacha se me escapó. Se lo eché a la espalda. El piropo, pues. Fue algo
muy corto y dicho entre dientes, a costa de un esfuerzo muy grande.
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