Mi tía Rubí era
nueve años mayor que yo. Cuando yo tenía 10 y ella 19, me parecía la mujer más
bella del mundo. La miraba hacia arriba, hacia esa luz en lo alto donde
habitaba, con devoción, orgulloso de que un ser tan majestuoso fuera mi tía. No
había para mí mayor felicidad que acompañarala o, de ser posible, asistirla
cuando se arreglaba para salir; pasarle esta brocha o aquel lápiz, opinar sobre
los colores de barnices para uñas y qué tal combinaban con este labial o aquel
vestido. Ella se dejaba admirar y sonreía, satisfecha de tenerme de esclavo y
yo de serlo. Incluso me encargaba de voltear una y otra vez sus singles
favoritos en el tocadiscos portátil que tenía en su recámara.
Mientras procedíamos a su arreglo, por
supuesto, platicábamos interminablemente con esas canciones de fondo. O, mejor
dicho, ella hablaba y yo la escuchaba y de vez en cuando, con breves
exclamaciones y movimientos de cabeza, le expresaba que estaba de su lado.
Contándome de sus novios y los novios de sus amigas, mi tía Rubí me dio mi
educación sentimental.
A mis padres no les gustaba mucho esa
cercanía. Les parecía poco masculina; como que tenían miedo de que fuera yo a
hacerme maricón con tanta frivolidad de chicas. Así que, aunque no se oponían
abiertamente, tampoco hicieron por empujarme nunca a los brazos de mi tía.
Cuando entré a la adolescencia se acabó
todo eso. Yo tenía que resolver varios asuntos dentro de mí mismo, y la
admiración que sentía por mi tía Rubí me estorbaba. Me alejé.
Un día, la familia entera, con todos
los parientes sanguíneos y políticos incluidos, puso el grito en el cielo: Rubí
se iba a vivir a Europa con un hombre. Nadie se tomó la molestia de precisar a
qué país se iba ni con qué hombre; ésos eran detalles circunstanciales que no
alteraban lo atroz del hecho. Y así fue como, durante muchos años, le perdí la
pista.
Ya estaba yo en la universidad, en la
Facultad de Filosofía y Letras, cuando volví a saber de mi tía Rubí: después de
más de una década de vivir a salto de mata, pasando de un país a otro sin más
brújula que su insaciable impulso amoroso, se había establecido en Budapest.
Pero otra vez no me importó y lo olvidé. Bastante ocupado estaba con mis
propias historias.
Ya tenía yo casi cuarenta años cuando,
gracias a un programa de residencias artísticas, pude pasar tres meses en
Viena. Sólo entonces se me vinieron encima los recuerdos de aquellas tardes de
mi infancia frente al tocador de mi tía Rubí, con las canciones alegres que
ponía como música de fondo. Y me dije: ¿por qué no visitarla? Además tenía
muchas ganas de conocer Budapest. Le pedí a mi mamá su dirección de correo
electrónico y le escribí.
Me contestó tres o cuatro días después,
muy amable. Me dijo que mi carta le había dado alegría, que se había acordado
muchas veces de mí y que esperaba mi visita. Podía dormir en su casa, me dijo.
Me dio su dirección. Y allá voy.
Luego de más de tres horas en tren,
llegué a la estación Nyugati de Budapest. El viaje me había puesto tenso y de
mal humor, más aún al pensar que estaba en una ciudad donde la gente hablaba un
idioma que yo no entendía. No tenía ninguna intención de tomar el metro y
batallar con el mapa que me mandó mi tía. Tomé un taxi. La dirección estaba
cerca. Era una calle angosta, solitaria, de edificios renegridos por el smog y
el deterioro de muchos años. En uno de ellos vivía mi tía Rubí. Era una típica
vecindad de principios del siglo XX, de esas que también hay en Viena, con su
patio en medio, su elevador de puertas que hay que abrir y cerrar manualmente,
y tres pisos de viviendas alineadas en corredores amplios con macetas y
barandales de hierro.
Me abrió la puerta un hombre como de
sesenta años, bastante traqueteado, que olía fuerte a alcohol y a tabaco.
Llevaba una botella de cerveza en la mano.
—Rubí no tarda en llegar —me dijo en
alemán.
Me invitó a pasar y me señaló un sofá
cubierto con una cobija morada. Pero no me ofreció nada de tomar. Estaba viendo
en el televisor un partido de futbol de equipos locales.
Cada vez de peor humor, tomé asiento.
Tenía sed, pero no quise humillarme pidiéndole nada a ese descortés. El
apartamento era lo más deprimente que había visto en mi vida: penumbroso,
sucio, cargado de olores ya rancios, lleno de cosas viejas. Decidido, pensé: Si
no llega mi tía en 15 minutos, me voy. Mi boleto de regreso a Viena era para
cuatro horas después; aprovecharía para conocer un poco de la ciudad y buscar
un buen restaurante.
En ese lapso de tiempo, que me pareció
eterno, el tipo no se dignó apartar la vista de su juego. Finalmente me puse de
pie:
—Hasta luego —dije, sin darle ninguna
explicación al amante en turno de Rubí. No la merecía. Y no la pidió. Ni
siquiera se levantó a despedirme. Los perros por lo menos mueven las orejas.
Caminaba ya hacia el elevador cuando vi
que venía subiendo las escaleras una muchacha muy bonita. No podía pasar de
veinte años y, para mi enorme sorpresa, era idéntica al recuerdo que yo
conservaba de mi tía Rubí: los mismos rasgos, la misma mirada entre coqueta y
melancólica. ¿Sería su hija? No podía ser: hasta donde yo sabía, mi tía Rubí no
había tenido hijos. ¿Entonces? ¿Sería hija de aquel hombre? ¿Una vecina? Pero
nada de eso explicaría... mi sorpresa se convirtió en terror cuando caí en la
cuenta de que la chica estaba vestida a la moda de mi infancia, con minifalda y
suéter de cuello de tortuga. Y olía a... ¿a qué?
Pasó junto a mí sin verme, como si
hubiera sido yo transparente.
Sentí que me volvía loco, eché a correr
escaleras abajo y no paré hasta encontrarme en el patio.
En el oscuro pasillo de la entrada, me
crucé con una mujer como de cincuenta años con un vago aire familiar, que me
miró curiosa. Traía una cigarrillo entre los labios y dos pesadas bolsas de
supermercado. Y no vi más. Necesitaba desesperadamente alejarme de ahí y llorar.
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