—Ésa es la cama de Lily —nos decía la bisabuela—. No
se acuesten ahí porque a ella no le gusta y va a venir a jalarles las patas.
Era una cama pequeña, de bronce y
latón, con edredones blancos.
Así fuimos creciendo. La casa era
grande, con sus corredores llenos de sombra y su patio andaluz que cada
septiembre y octubre se llenaba de hojas secas. Había demasiadas habitaciones
para los que éramos. Cada quien tenía la suya y podíamos jugar en todas, menos
en la de Lily. Ahí no dábamos guerra y, si llegábamos a hablar, era en voz
baja, como quien teme despertar a un enfermo.
Pasaron los años. La familia empezó a
morir. Y los que no murieron, se casaron y se marcharon lejos. La casa se fue
vendiendo por partes, a los vecinos que querían ampliar lo suyo, hasta que sólo
quedó lo indispensable: un par de habitaciones y el patio lleno de hojas secas.
Ya sólo yo vivo aquí, con Lily. El
destino no quiso darme más compañía que la de ella. Su cuarto sigue tal como lo
dejó, pero he roto la regla de la bisabuela: a veces me acuesto en su cama. La
siento más cerca así. La oigo mejor. Y a ella le gusta arrullarme peinándome
las canas con sus deditos.
No me da miedo que la bisabuela venga a
jalarme las patas. Sé que Lily me defenderá.
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