jueves, julio 11, 2019

La cama blanca



—Ésa es la cama de Lily —nos decía la bisabuela—. No se acuesten ahí porque a ella no le gusta y va a venir a jalarles las patas.
         Era una cama pequeña, de bronce y latón, con edredones blancos.
         Así fuimos creciendo. La casa era grande, con sus corredores llenos de sombra y su patio andaluz que cada septiembre y octubre se llenaba de hojas secas. Había demasiadas habitaciones para los que éramos. Cada quien tenía la suya y podíamos jugar en todas, menos en la de Lily. Ahí no dábamos guerra y, si llegábamos a hablar, era en voz baja, como quien teme despertar a un enfermo.
         Pasaron los años. La familia empezó a morir. Y los que no murieron, se casaron y se marcharon lejos. La casa se fue vendiendo por partes, a los vecinos que querían ampliar lo suyo, hasta que sólo quedó lo indispensable: un par de habitaciones y el patio lleno de hojas secas.
         Ya sólo yo vivo aquí, con Lily. El destino no quiso darme más compañía que la de ella. Su cuarto sigue tal como lo dejó, pero he roto la regla de la bisabuela: a veces me acuesto en su cama. La siento más cerca así. La oigo mejor. Y a ella le gusta arrullarme peinándome las canas con sus deditos.
         No me da miedo que la bisabuela venga a jalarme las patas. Sé que Lily me defenderá.

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