lunes, octubre 07, 2013

El misterio de la noche



Hace tiempo tuve en mi taller de narrativa a una muchacha muy bonita con aire de princesa árabe. La llamaremos Luna. O Noche, sí, mejor Noche. Tendría 20 años más o menos, era alta, como de 1.70 o más, y muy delgada; se vestía y se maquillaba con buen gusto, a la moda, y casi siempre llegaba a clase con una maleta de cabina de las que usan las azafatas. De ésta sacaba un termos que contenía un misterioso brebaje en cuyo aroma pude reconocer algo de cardamomo, y, entre sorbo y sorbo, se ponía a leer sus cuentos y a comentar los de sus compañeros, la mayoría hombres. Escribía historias de esas que parecen infantiles pero no lo son, un poco al estilo de El Principito. No era especialmente talentosa, pero tenía un candor que daba a sus textos una gracia innegable. Tampoco era muy buena para opinar: le faltaba lo que llaman los académicos “un aparato crítico”. Y en todo esto era diferente a sus compañeros, todos muy “jóvenes escritores”, muy “próximos becarios” y blablablá. Por lo menos ya tenían los defectos típicos del medio, entre ellos el desprecio disfrazado de cortesía y la espontaneidad para fraguar alianzas subrepticias, alimentadas con críticas estratégicas y deudas sobreentendidas.
            Sólo tres personas —de nueve— había en ese grupo que no participaban de tales juegos: dos señoras despistadas y un joven demasiado inteligente como para necesitar envilecerse. Este joven —lo platicamos años después él y yo— estaba dispuesto a pelear contra todos los mafiosos si hubieran convertido a Noche en blanco de sus inquinas.  Pero nunca lo hicieron. Nunca lo hicieron porque había algo en ella que los intimidaba. ¿Qué?, me he preguntado muchas veces desde entonces. Era la belleza.
            Y ahora que lo pienso a la distancia del tiempo, es sospechoso que nadie intentara ligársela. Era evidente que les gustaba; eso se notaba hasta en las cosas que escribían. Me gustaba también a mí y le gustaba al joven que estaba dispuesto a defenderla. Su presencia hacía que el aire del salón se cargara de electricidad, de feromonas. Pero era como un aparato de botones sin letreros; nadie sabía cuál apretar o qué iba a pasar si tocaba éste o aquél. Sencillamente olvidamos que, como se sabe desde que la Divina Comedia fue revelada a los sueños del gran florentino, el talento debe caminar detrás de la belleza, no adelante. ¿O sería que ahí no había talento?
            El hecho es que aquel taller terminó sin que nadie lograra hacer amistad con Noche ni resolver ninguno de los misterios que la rodeaban. Sólo una vez, alguien se atrevió a preguntarle si era azafata. Ella dijo que no y eso fue todo.
            Años después nos enteramos de que era modelo. La vimos en unas revistas femeninas de la época del taller, anunciando un perfume. O sea que mientras ella posaba para esas fotos glamurosas, nosotros perdíamos el tiempo imaginando que era espía, terrorista, experta en artes marciales, guardaespaldas de un jeque árabe o algo así. Pero cómo íbamos a saber si nosotros leíamos literatura de vanguardia, no revistas de modas. Lo más irónico de todo es que, mientras ella ya era famosa y tenía tras sí a hombres de verdad poderosos, aquellos aspirantes del taller la miraban con condescendencia y le decían: “Pues no está tan mal tu cuentito”.

lunes, septiembre 23, 2013

El huésped venezolano



—Entonces, ¿es seguro que está aquí, en Budapest?
       —Camarada, lo que te estoy diciendo es de buena fuente.
       Vicente y Olga se fueron caminando por la orilla del río. La nieve había tendido sobre las calles su alfombra blanca. El Danubio respiraba cansado, como un viejo enfermo de frío, moviendo apenas su pecho de crestas pardas. En las dos riberas, los edificios antiguos, de cuatro o cinco pisos altos, parecían mirar el paisaje con los ojos penumbrosos de sus balcones neogóticos, mientras las chimeneas se ahogaban y los tejados se venían abajo con el peso de tanta nieve. A lo lejos, sobre la cúpula del Parlamento, la estrella roja destellaba a la luz de la tarde.
       —Siempre he querido conocerlo —comentó el mexicano, y se quedó pensativo.
       —Ni se te ocurra buscarlo. Se supone que no estás enterado de nada.
       Eran amigos desde hacía muchos años, desde que se conocieron en Cuba, a principios de los años setenta. Los rusos se dejaron caer en parvadas: agentes de inteligencia, asesores militares, diplomáticos, ingenieros... todos vinculados de alguna manera con la kgb. Olga llegó entre ellos. Su misión era coordinar enlaces con América Latina. Y Vicente, que había debido huir de México cuando la crisis del 68, estaba allá haciendo lo mismo: coordinando enlaces entre el gobierno de Fidel Castro y los grupos revolucionarios mexicanos.
       —¿No me lo vas a presentar entonces, tovarish?
       —Por supuesto que no. Si te conté esto fue nada más para que no lo vayas a escuchar por otro lado y cometas una indiscreción.
       —Entonces fue por estrategia, no por confianza —Vicente se hizo el ofendido.
       —Fue por protegerte, si lo ves bien.
       —¿Sale a la calle?
       Olga se encogió de hombros:
       —No tendría por qué no. Además, a un hombre así no se le puede tener encerrado.
       —Tú ya lo conociste, ¿eh?
       Olga respondió sólo con una sonrisa. Era una mujer muy atractiva, al estilo de las rusas de esa época: alta, fuerte pero femenina, de pómulos definidos y ojos ligeramente oblicuos que hacían pensar en la tribus indómitas de las estepas, labios plenos, casi soeces de tan sensuales y una sonrisa que lo hacía a uno dudar de si se hallaba ante una joven inocente o ante una espía entrenada para matar sin un parpadeo. El abrigo blanco la hacía aún más atractiva, sobre todo sabiendo que debajo de éste iba armada.
       —Te gustó —la acusó Vicente.
       —¿Qué? ¿Quién?
       —El... huésped. Te gustó.
       —No es guapo.
       —Pero te gustó.
       Tovarish, ¿a qué vienen esta pregunta?
       —Simple curiosidad, tovarish.
       El auto de Olga —un Lada gris acero— se hallaba estacionado cerca. Subieron los dos y se fueron siguiendo la curva suave que dibujaba el Danubio hacia el norte. En la ribera opuesta, el sol comenzaba a descender tras las terrazas y la orgullosa cúpula del castillo de Buda, bañando de oro los muros ocres del Bastión de Pescadores y la esbelta torre de la iglesia Matías.
       Olga se metió por alguna calle. Parecía confundida.
       —¿Adónde vamos? —preguntó Vicente.
       —No creerás que te estoy secuestrando, ¿verdad? —le sonrió ella por el retrovisor.
       —No, no. Es sólo que me parece que estás dando vueltas.
       —Vamos al Café Gerbaud. Nada más que no recuerdo bien cómo llegar.
       —No está lejos. Estaciónate donde puedas y vámonos caminando.
       Lo que Vicente quería era salirse ya del coche, mover las piernas. Era un paseante compulsivo. Aunque ya llevaba ocho años viviendo en Budapest, seguía sintiéndose fascinado por la magia de esa ciudad llena de rincones misteriosos, palacios escondidos, vecindades abandonadas, pasajes secretos, puertas que se abrían a otro tiempo.
       —Vamos, pues, camarada.
     El Café Gerbaud se hallaba al final de la calle, al otro extremo de la pequeña plaza Vörosmarti. Era un lugar lleno de cristales y de luces viejas, de ese esplendor lánguido del imperio austrohúngaro que todavía podía sentirse en ciertos lugares. Sobre la alfombra de sus interminables salones tintineantes se arrastraban pasos ya idos, ecos sofocados, roces de crinolinas: los murmullos de la vieja burguesía que ahí se reunía, ahí charlaba y era frívola, ahí creía seducir a la historia, que un día iba a volverse contra ella, conducida por el proletariado triunfante del mundo socialista.
       Tomaron asiento en un rincón apartado. Olga le dio su abrigo al mesero y ordenó un café vienés y una rebanada de struddel de semillas de amapola. Vicente pidió sólo café.
    —Bueno, ¿y qué has sabido del cargamento para Nicaragua? —preguntó ella, a quemarropa.
       —Los compañeros lo entregan hoy. A más tardar, mañana.
       —Debía haber llegado la semana pasada, tovarish.
       —Son unos cuantos días de retraso.
     —Para los sandinistas, unos cuantos días pueden significar mucho. Estamos en guerra, camarada.
      Vicente se quedó callado. Casi toda la ayuda soviética para los sandinistas y para los salvadoreños del fmln se canalizaba a través de México. Él había tenido la idea de utilizar a Hungría como puente, diciendo que era más seguro, y se había responsabilizado de que todo saliera bien.
       —Moscú va a preferir volver a hacer todo como antes —le advirtió Olga—, y eso sólo daría la impresión de que no estás trabajando.
        Él seguía sin responder. No podía defenderse, pero había hecho todo lo posible porque el plan saliera bien. Sólo que los compañeros en México estaban acostumbrados a trabajar con los de la embajada de Yugoslavia. Desde la época de Echeverría, México había desarrollado una relación especial con ese país: era la vía más fluida para cualquier negocio con el bloque socialista. Pero por eso mismo la cia los tenía más vigilados.
        —No quiero que tengas problemas, Vicente —Olga cambió el tono: parecía sinceramente preocupada.
        —¿Qué puede pasar?
        —Ya lo sabes: que te manden a otro país.
        —¿Adónde?
        —A México no puedes regresar: eso sería enviarte al matadero. Pero pueden mandarte a Centroamérica. O a África.
        Vicente dejó escapar un suspiro. Aunque no tenía con Olga una relación de pareja —eso no era posible en un trabajo como el suyo— los unía algo más que una amistad de colegas. Sostenían relaciones sexuales desde que estaban en Cuba. Aquí mismo, en Budapest, dormían juntos una vez al mes, si era posible. La kgb seguramente lo sabía. Pero no habían dicho nada. Estarían guardando esa información para utilizarla cuando fuera necesario.
         —Llega mañana, a más tardar —repitió.
         Olga le hizo una caricia en la mano, por toda respuesta. Él prefirió cambiar la conversación:
         —Bueno, cuéntame, ¿qué tal estuvo la fiesta de la embajada brasileña?
         Olga se encogió de hombros.
         —Aburrida, como siempre.
         —¿No pasó nada interesante?
     —El cónsul de Chile llegó con una mujer nueva: una checa que iba vestida como si estuviera en el trópico. Todo el mundo habló de eso.
         —Los prejuicios burgueses del hombre socialista —ironizó Vicente.

Ya había oscurecido cuando salieron del café. Se fueron caminando por la avenida Király, hacia el estacionamiento donde Olga había dejado su automóvil.  La noche blanca resultaba seductora: la luz del alumbrado público hacía que la nieve brillara en las banquetas como si estuviese sembrada de diamantes.
         —¿Vamos a tu casa? —preguntó Olga, empezando a conducir.
         —¿No quieres ir primero a tomarte una copa?
         —Vamos. Así te cuento de mi vecino loco, que ahora ha adoptado un cuervo.
     El auto enfiló por esas calles oscuras del distrito vii, que a Vicente le resultaban perturbadoras porque no podía estar seguro de si ya las conocía, o las había soñado, o nunca había estado en ellas pero creía recordarlas. Es que eran esa clase de calles que aparecen en los sueños: abiertas como una herida, como un abismo de sombra entre edificios enfermos de cantera gris. Poca gente caminaba por ahí a esas horas y con ese frío: sólo algunos estudiantes, al parecer de la Universidad de Artes Musicales Ferenc Liszt, que llevaban sus instrumentos en estuches negros.
         —Entonces, ¿ya no te interesa saber si nuestro huésped venezolano me gusta?
           —No —mintió Vicente—. Ya no me interesa.
         —Pues por si acaso, te diré que siempre pensé que cuando lo conociera me iba a gustar. Pero no. Me desilusionó y me desagradó.
            —¿Tanto así?
            —Es un machista.
            —Como buen latinoamericano.
            —Éste sólo sabe dar órdenes.
           —Un hombre que se cree capaz de hacer una revolución él solo ha de tener su carácter. ¿Cuánto tiempo va a estar aquí?
           —Hasta que se meta en otra de sus espectaculares operaciones.
           —Dicen que no tuvo nada que ver con lo de los atletas de Israel.
         —Sí tuvo. Yo lo sé. Escuché una grabación de una de sus conversaciones con Ulrike Meinhof.
            —No me contaste nada.
            —¿Tengo que contarte todo? No eres mi jefe.
            —Bueno, ¿que decía?
            —Eso no es asunto tuyo. Basta con lo que acabo de decirte.
           La calle Akácfa, donde estaba el bar que les gustaba, se veía blanca. De suyo tan triste, tan arañada por el tiempo y la mala vida, esa angosta calle parecía de pronto vestida de inocencia. La nieve, auxiliada por el viento, trataba piadosamente de cubrir las cicatrices de los negros edificios, la sarna de las mamposterías, los ladrillos que asomaban desnudos de tanto en tanto en los muros descascarados, tal como las carnes blancas de una muchacha indigente asoman bajo la blusa en girones. Incluso los coches que se habían estacionado en las banquetas, porque la calle era tan estrecha que no había lugar debajo, lucían cubiertos con un mullido tapete blanco. Nadie andaba por ahí, excepto un borrachín que, sentado en el vano de una puerta vecina, canturreaba con una voz muy vieja: Jaj, de sokat áztam-fáztam katona koromban...: “¡Ay, cuánto padecí la lluvia y el frío cuando era soldado!”
        Estuvieron bebiendo durante un par de horas. Finalmente, después de bostezar, Olga dejó que sus labios dibujaran una sonrisa coqueta.
            —Entonces, ¿te llevo a tu casa y me das asilo político esta noche?
           —No sé —respondió Vicente, un poco tomado por sorpresa. Se había puesto melancólico pensando en el venezolano. Ese hombre había tenido el valor de llevar sus ideas hasta las últimas consecuencias; él no.
            —¿No sabes?
            —Perdón. Sí. Vamos.
      De pronto se le habían venido encima sus recuerdos de México: sus años en la universidad, su militancia en un pequeño grupo revolucionario, sus ansias de cambiar el país de manera radical y violenta, las marchas, las discusiones de madrugada en apartamentos llenos de humo y cerveza y carteles del Che Guevara, de Zapata, de Lenin... cómo nunca estuvo satisfecho, nunca sintió que estuvieran andando hacia ninguna parte. Por eso finalmente, aunque muy a su pesar, los abandonó para ponerse a salvo. Y ahora ya no le importaban ni quería saber de ellos, si seguían por ahí o estaban en los campos militares. Había logrado acomodarse, sacar provecho de su buena suerte.
            —No. Si no quieres, no.
            Vicente la oía desde muy lejos. Y desde esa distancia le respondió, ausente:
            —Sí quiero —intentó hacerle una caricia, que ella rechazó.
            —Creo que se te subieron las copas, tovarish.
           Sí, pensó Vicente, también debía ser eso: estaba borracho. El alcohol lo había puesto así.
            —Sí —aceptó—. Mejor lo dejamos para otro día, tovarish.
            —¿Por lo menos quieres que te lleve?
            —Puedo irme caminando. No está lejos. Sirve de que se me baja.
          Afuera estaba nevando otra vez cuando se despidieron, junto al coche de Olga. Era casi medianoche y Budapest se había vuelto lóbrega y silenciosa. Los automóviles pasaban lentamente detrás de las máquinas que retiraban la nieve.
          Vicente se fue caminando hacia su casa. Pensativo, se perdió entre las calles oscuras. Al día siguiente llamaría para ver qué había pasado con el cargamento de los sandinistas.

lunes, abril 29, 2013

Un fragmento de la novela juvenil Operación Snake

No hay pasatiempo más vigorizante ni más saludable que el de hacer enemigos. Es una expresión de poder, un marcaje de territorio, como cuando los perros mean lo que es suyo. Equivale a decir: “De aquí no pasas, imbécil”. Los tipos duros como yo, que lo han experimentado, me entienden. Los conejitos, no. Y en esta escuela todos son conejitos y dedican el primer día de clases a conocerse, ubicar a sus posibles aliados, medir a sus posibles rivales y adelantarse a hacer las paces con ellos o empezar a segregarlos, y ver hasta dónde van a aprovecharse unos de otros... empiezan a formar grupitos y a crear estructuras de poder pretendiendo que todo es camaradería y buena onda. Y mientras tanto van por la vida sonriéndole hipócritamente al que pasa, tal como les enseñaron sus padres. Que hagan lo que quieran. No me importa. Me mantengo fiel a mis principios: todavía no termina mi primer día de clases y ya me di el lujo de ahuyentar a cinco que querían venir a untarme su amabilidad.

—Hola —me dijo el primero. No le contesté. Me limité a barrerlo con la mirada. Pero siguió adelante—. Me llamo Sebastián. ¿Y tú?
 

—Rosales —se lo dije en voz baja para que aprenda a hacer un esfuerzo de atención cuando yo hablo.
 

—Ése es tu apellido —me informó.
 

—¿De verdad? Gracias.
 

—De nada.
 

“Éste no tiene remedio”, pensé y me quedé mirándolo en espera de la aberración siguiente.
 

—¿Cuál es tu nombre? —insistió.
 

—Rosales.
 

—Ése es tu apellido —volvió a ilustrarme el peque—. Yo me llamo Sebastián Enríquez, y los profesores pueden llamarme Enríquez, pero para los cuates soy Sebastián. O Seb, si quieres.
 

—Yo soy Rosales para ti y para tus cuates —le dije, me di la vuelta y lo dejé ahí papando moscas. Me sacan ronchas los tipos sociables.
 

A mediodía fue una fulana con todo su gang la que vino a jorobarme. Había terminado la clase de filosofía, más soporífera que una tarde de hamaca en el trópico. Presintiéndolo en cuanto entré al salón, me senté en la última fila, cerca de la puerta por si debía huir antes de tiempo. El maestro —un molusco de maestro, vestido de gris como corresponde— empezó a dictar cosas que le venían a la mente sin decir agua va, como si la musa de la inspiración pedagógica lo hubiera poseído de pronto: “¿Qué sería de la humanidad sin la filosofía, jóvenes? ¿Cómo podríamos entender nuestro paso por la tierra sin la filosofía?”
 

Al principio no veía a nadie, pero, en cuanto la musa le dio un respiro, bajó la vista a los mortales: se me quedó viendo con odio porque yo era el único que no estaba apuntando lo que tosía; le devolví la mirada con una compasión infinita. El molusco no se atrevió a decirme nada. Terminó la clase, tomé mi mochila, que no había abierto, y fui el primero en salir. En un intento por olvidar la traumática experiencia, me fui a caminar por los jardines de atrás del edificio, donde la neblina parecía mantener las últimas hojas pegadas a las ramas ya casi desnudas de los castaños. Los romanos eran hijos del sol. Yo no. A mí me disgusta, me cansa, me jode la vista, me da comezón en la piel... no lo soporto. Por eso soy feliz en esta ciudad de bruma eterna que a los conejitos les parece deprimente.
 

Pues ahí fue donde sufrí el ataque. Estaba parado en el sendero que va del edificio administrativo a la cafetería, cruzado de brazos, distraído en observar cómo un cuervo martirizaba un escarabajo entre los montones de hojas secas que los trabajadores habían acomodado para llevárselas al bosque. De pronto apareció esta rubia de minifalda y suéter color de rosa con su grupito de recién adquiridas amigas. Me hicieron recordar un almohadón que me bordó mi abuela cuando era niño, que mostraba una niña holandesa con zuecos y gorro de tres picos arreando una parvada de gansos. Sólo que aquí faltaba la niña.
 

—Qué entripado le hiciste pegar al tícher de filosofía, ¿eh? ¡No supo ni cómo regañarte!
 

Me le quedé viendo a las tetas. Eso no falla para hacer que se ofendan y se larguen, normalmente. Pero con ella no resultó.
 

—Está bonita tu sudadera. ¿Me dejas ver lo que dice? —me pidió con la mayor dulzura de que era capaz.
Efectivamente tengo una sudadera, pero jamás me habían dicho que fuera bonita. Es muy simple, es negra y tiene una inscripción en letras amarillas: “Life is about kicking ass, not kissing it”.
 

—¿Sabes inglés? —le pregunté sin descruzar los brazos, esperando ofenderla con mi pregunta, ya que no la ofendí con mi mirada.
 

—¿Oíste eso? —exclamó una voz de bruja enana detrás de ella— ¡Que si sabes inglés! Mi vida...
 

—Seguramente lo habla mejor que tú —me informó otra de la parvada, una que tiene la cara llena de barros y se pinta los labios de azul como muerta por envenenamiento—. Su mamá es británica.
 

—Sé decir “amor” en diez idiomas —la gansa alfa me sonrió con tono de perdonavidas; había olvidado todo interés en mi sudadera.
 

—Búscame cuando sepas hacerlo en diez posiciones —le contesté.
 

Se largaron por fin. Alcancé a oír “Te dije que era un megapatán”, y luego las vi perderse hacia Keats, la cafetería.

viernes, enero 04, 2013

Noticias del mundo sutil

“Lo sobrenatural es muy extenso”, dice Alethia Ventura en Supernaturalia. “Sin embargo, de su vastedad apenas se sabe un poco. A diferencia del mundo natural, cuya abundante biodiversidad aún nos sorprende con maravillosos hallazgos, el estudio del mundo sutil se dificulta enormemente debido a su naturaleza etérea, totalmente esquiva a los métodos de comprobación científica”.

    Ciertamente, llama la atención el hecho de que en México, donde las culturas ancestrales dan tanta importancia a lo sobrenatural, esto casi no se haya estudiado. Hubo una época, recién “descubierto” el continente americano, cuando todo era tan nuevo que la categoría “sobrenatural” resultaba irrelevante. Para Europa todo lo americano era, literalmente, maravilloso. Había que describirlo y de eso se hicieron cargo cronistas, naturalistas y viajeros curiosos.  Juan Rodríguez El Viejo, Sebastián de Macarro y, más tarde, Francisco Javier Clavijero, por ejemplo, dan cuenta de avistamientos de misteriosos jabalíes que tenían el ombligo en el lomo. Y Francisco Hernández, en su Historia natural de la Nueva España, se deja seducir por un monstruo que inspirará, desde esa época hasta el siglo XX y tal vez después, algunas de las más perturbadoras fantasías literarias: el Ambystoma axolotl. Sí, hubo una época en que la inteligencia estaba abierta a la maravilla y, si esta época hubiera durado un poco más, tendríamos un corpus respetable de tratados, monografías y documentos de todo tipo que hablaran de aluxes y chaneques y tlahuelpuchis, y hasta se incluiría en los programas de la SEP la materia de Ciencias sobrenaturales.


    Infortunadamente, dos cosas se unieron para mutilar nuestra visión del mundo. La primera: el avance del racionalismo y el positivismo, según los cuales lo incompresible se convirtió en lo irreal. Y segundo: el triunfo ideológico del racismo novohispano y luego mexicano, que condenó las culturas ancestrales al terreno de “las supersticiones de los indios”.


    Ante este estado de cosas, sólo una obra monumental, un contundente golpe de audacia intelectual, habría podido enderezar lo torcido. Este formidable acontecimiento es  la aparición de Supernaturalia, de Norma Muñoz-Ledo: una obra que ha devuelto a la ciencia su carácter de fábula, y a la fábula su carácter de ciencia. Será que para Norma Muñoz-Ledo, como para Palinuro, el de Fernando del Paso, la ciencia no es ciencia sino arte, medida de las cosas, cosmovisión.
 

    Desde los tiempos de la Nueva España, cuando la cultura europea se hallaba apenas en el proceso de perder la inocencia, y América era un mundo que seguía descubriéndose día tras día, a cada paso que el conquistador daba a través del continente amanecido, hasta los días quizá demasiado cercanos del furor positivista, la búsqueda de una percepción verdadera de las cosas ha sido una invocación a lo fantástico, a la fábula, a la superstición. En las tierras milagrosas de las Indias Occidentales, el pensamiento científico no ha sido sino una manera distinta de hacer mitologías, de fabular. Supernaturalia invierte así la presunción de Alejo Carpentier: para el indiano que diariamente convive con fantasmas y espíritus ancestrales, con deidades guardianas de cada uno de los seres que pueblan la naturaleza, con muertos ambulantes y hálitos de desgracia que flotan invisibles en el aire, lo real maravilloso es la superstición racionalista de los europeos. Se trata de una diferencia de gestalt.

    Esta vocación científica de Supernaturalia se hace evidente en varios aspectos. Más que como un bestiario medieval, Norma Muñoz-Ledo escribió su libro siguiendo la estructura moderna de los manuales de zoología o botánica; es decir, con un formato científico propio de la más pura tradición positivista: descripción de la especie y sus subespecies, hábitat, características físicas y psicológicas, grado de peligrosidad, índice de territorialidad, etc. A esta ficha le sigue lo que es la esencia del libro: las historias, los testimonios, el entramado literario, tan fino, tan rico en matices, que la autora va tejiendo.
 

    Así desfilan ante nosotros La Llorona, Tonantzin y Metstli, la Xtabay, Nuuk, la vieja Chichima, el señor Escolopendra, duendes, aluxes y chaneques, tzitzimimes, xocoyoles, encueraditos, chamaquitos, enanos y gigantes, el bebé con dientes de fiera, la mujer serpiente, brujas y sirenas, nahuales y tlahuelpuchis, y luego fantasmas y mensajeros de la muerte, lugares encantados que son puertas dimensionales o guardan tesoros o gente que vive fuera del tiempo (a veces ciudades enteras, pueblos, iglesias, cuevas, parajes, árboles)... y hay animales sobrenaturales que se parecen a sus primos del mundo natural: burros y caballos, aves de corral, perros, el ratón de los dientes, sapos, serpientes, tecolotes, el chupacabras... en su afán enciclopédico, la autora incluye objetos aparentemente inanimados: árboles, el arcoiris, la calabaza gigante, campanas encantadas, canastas de buena suerte, piedras, sogas, varitas mágicas... y termina reviviendo uno de los temores más antiguos de la humanidad: el de las enfermedades sobrenaturales.

    “Dicen que México es el quinto país con mayor riqueza en su biodiversidad”, dice, otra vez, Alethia Ventura. “Me pregunto si, quienes afirman eso, tendrán en cuenta a la infinita variedad de vida sobrenatural que comparte el territorio con nosotros”.
 

    Con Supernaturalia, Norma Muñoz-Ledo pasa a formar parte de esos autores que, escribiendo originalmente para niños, han logrado producir una obra sin edad. La suya es, en efecto, una obra monumental cuya lectura es indispensable para todo el que quiera saber algo del mundo más allá del funcionamiento normal de nuestros atrofiados sentidos.

viernes, noviembre 02, 2012

Dos novelas de Javier Sicilia

El bautista. Xalapa, Universidad Veracruzana, 1991. 241 pp. (Ficción).


“Aquella mañana Juan partió al desierto. Hacía meses que el espíritu de Dios lo empujaba hacia ahí. Pero Juan se había resistido con todo su corazón, con toda su alma y toda su mente”.

Así empieza El bautista, primera novela de Javier Sicilia. En ella, el autor explora conflictos interiores: las dudas y los instantes de rebeldía o de arrebatada fe por medio de los cuales el protagonista, Juan el Precursor, fue arrastrando su tarea hasta cumplirla cabalmente. Como en toda obra de carácter histórico, biográfico o hagiográfico, el lector puede adelantarse más o menos al desenlace. Aun antes de abrir el libro sospechamos que terminará con la decapitación del Bautista, según se refiere en los Evangelios, principalmente en los de Mateo y Marcos (Mt. 14:1 y Mc. 6:14). La novela, entonces, no podía crecer en la dirección de la intriga; tenía que hacerlo hacia adentro, aprovechando los huecos que dejan las Escrituras. Lejos de limitarlo, este hecho le permite a Sicilia desarrollarse en lo que sabe hacer. Porque parece evidente que tiene más de poeta que de narrador. La alianza establecida resulta, pues, inteligente: la Biblia pone el hilo anecdótico; él se encarga de tejerlo. Por supuesto, el asunto no es tan radical: hay de parte de Sicilia mucho trabajo narrativo, sólo que lo principal ya está dado. Hay que ver los resultados.

En primer lugar, salta a la vista que el oficio poético del autor domina sobre el narrativo. Me explico: hay imágenes en El bautista que obedecen más a la lógica de la elaboración onírica que a las reglas de la precisión referencial: “Juan, como todos los hombres de Judea, entraba en su habitación, se tendía en su jergón y aguzaba el oído”. Cito este ejemplo porque la generalización propuesta me parece excesiva: es una imagen onírica, o si se quiere poética, la de todos los hombres de Judea tendidos en su jergón y aguzando el oído. Por otra parte, los personajes se presentan, de manera poco convincente, como tipos demasiado puros, caracterizables en una palabra o dos; son megáfonos de verdades eternas. Esta última condición explica que el análisis de los procesos interiores llegue a pesar demasiado y le reste agilidad a la narrativa, que en general es lenta.

No quiero dar a estos detalles un peso tal que parezca que, en mi lectura, demeritan la obra en conjunto. El bautista es una novela llena de claroscuros, de oposiciones, de paradojas que reproducen efectivamente el conflicto abordado. Semejantes recursos nos hacen concebir a Juan como un hombre cuyo tránsito progresa permanentemente al borde de algo, rodeado por la oscuridad que acompaña la muerte de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo. La palabra oscuridad y sus sinónimos y formas adjetivales aparecen muchísimas veces en la novela. Ya cerca del final comenzamos a sospechar que es en la oscuridad del mundo soñado donde se encuentra la luz del libro. La iluminación no se da sino en medio de la oscuridad; fuera de las tinieblas, en el mundo del día aparente, la divinidad permanece muda e insondable. El silencio de Dios es el umbral de su presencia. La lectura nos sugiere, de hecho, que Juan encontró a Dios desde el momento en que sintió su ausencia y decidió buscarlo. Estas consideraciones merecen detenimiento. La sabiduría que Javier Sicilia pone en boca de sus personajes tiene el sello de Israel, pero, extratextualmente, me aventuro a sospechar detrás de ella lecturas amplias en el campo de las religiones comparadas, de los gnósticos y los neoplatónicos al zen y, por supuesto, los Padres de la Iglesia.

Las teofanías de Juan, cuando son directas y no tienen lugar dentro de la visión franciscana que tiñe gran parte del libro, asumen el carácter terrible de la cratofanía: el choque contundente que abate a quien roza, así sea por un segundo, los circuitos de poder elemental del cosmos: “No se puede permanecer mucho tiempo mirando a Dios sin ser destruido”.

Paso a explicar el título de esta nota. En algún momento, Juan es comparado por su madre, Isabel, con Jacob. Pero si la lucha de aquél contra el ángel se relata en términos de combate físico (Génesis 32:25), la de Juan contra Yahvé se libra todo el tiempo como una contienda de voluntades: se trata del conflicto pagano entre el destino y la libertad. Es en este sentido que veo en Juan menos de Jacob que de Eneas. Repetidas veces Juan intenta ocultarse de la gracia de Dios como el héroe de Virgilio huía de la ira de Juno. Los dos son precursores: preceden a una figura fundadora, le allanan el camino. Y luego, así como Eneas lleva en su brazo de aventurero la historia de Roma, así Juan es portador de la memoria de la Iglesia. Se trata de ese juego entre tiempo y eternidad que Rubén Bonifaz Nuño observó en la obra de Virgilio.

Un ejemplo de ello se encuentra en las visiones que tiene Juan después de su lucha más decisiva. Se trata de visiones prolépticas que él no comprende en ese momento, pero que funcionan como la memoria de la tradición. Juan ve su propia cabeza servida en un platón, ve al maestro Jesús orando en el Monte de los Olivos, y no podemos dejar de recordar que, también en una visión, le fueron revelados a Eneas su destino y la historia romana.

En alguna parte, Sicilia hace coincidir, en una sola escena y de la manera más luminosa, dos dogmas de la Iglesia Católica: es durante la concepción cuando se revela a María, “una virgen joven, pobre y desconocida”, el misterio de la Santísima Trinidad: “Fue el triple temor del amor: una llama de fuego penetrando por mi oído, un batir de alas sonando por la estancia, y el miedo de los miedos: pensar que llevaría el cielo en mis entrañas”.

Hay otros aspectos en la novela que me parece necesario destacar. En The Marriage of Heaven and Hell, William Blake dice que el cuerpo es la parte visible del alma. Sicilia pone en boca de Jesús palabras que lo recuerdan casi textualmente: “el cuerpo es una extensión del alma”. Efectivamente, la aproximación de Juan a Dios es a través de los sentidos, las meditaciones a que invita el amor de María Magdalena y la celebración que el poeta hace de la naturaleza. Todo esto cumple con una función: la de devolver al cuerpo la dignidad cristiana que —supongo— alguna vez tuvo.

Con resultados semejantes de recuperación sensorial, Sicilia recurre constantemente a una figura retórica: el símil. Podría dar de ello muchos ejemplos, que abundan en el libro, pero basta uno: “sus labios son rojos como el grito que abate al enemigo, más rojos que las patas de las palomas y que los tobillos de los hombres cuando vuelven del lagar”.

Otra cosa que hace crecer la novela es una serie de anécdotas que, cercanas a las parábolas del Nuevo Testamento, escenifican vívidamente las tesis del autor. Estas anécdotas son por demás convincentes: parecen forjadas de verdad en el austero yunque de la leyenda.

Por último, objeto de un estudio interesante sería la constitución libidinal de Juan, así como lo presenta la novela: un hombre que renuncia a la mujer para ser “devorado” por el Padre. A lo largo de su camino de perfección, el protagonista traza la crónica de su búsqueda del látigo de Dios, el cual encuentra finalmente en la figura crística. En este sentido, resulta sugerente la escena donde lucha contra el ángel, y especialmente sugerentes parecen estas palabras: “... y tomándolo por el cuello lo tendió contra el piso”.



+++



Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo. México, Fondo de Cultura Económica, 2001. 512 pp. (Vida y pensamiento de México)


En su famoso “Prefacio”, que con toda probabilidad es la obra teórica más importante que se ha escrito sobre el arte de la biografía, Lytton Strachey hace una observación fundamental que separa al biógrafo del novelista. Considera que narrar de manera escrupulosa no es el mejor método para quien desea explorar la arqueología de una vida. La pureza del trazo narrativo puede ser una virtud en el novelista, que trabaja con personajes traídos a la luz desde las tinieblas de su mundo interior, pero el biógrafo —dice Strachey— “si es sabio adoptará una estrategia más sutil. Atacará su tema en lugares inesperados; lo abordará por los flancos o la retaguardia; dirigirá un repentino y revelador haz de luz en dirección a un oscuro lugar que ha pasado inadvertido hasta ahora”.

Ignoro si Javier Sicilia tenía en mente estas recomendaciones cuando escribió Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo. Lo que sí puedo decir es que el método con el que parece haber construido su biografía coincide con ellas de una manera puntual.

En efecto, manteniéndose dentro de la mejor tradición biográfica, Sicilia ha pergeñado su libro independientemente del estilo novelado que está de moda entre quienes escriben biografías. Su personaje es elusivo, misterioso, a veces contradictorio; él lo sabe y se detiene respetuosamente ahí donde el biógrafo novelista no habría tenido escrúpulos en llenar los huecos con su poder de invención. El resultado de este procedimiento es una obra más o menos ordenada, más o menos fragmentaria, como suelen serlo las vidas humanas; una obra donde los pasajes narrativos se entretejen con reflexiones de orden ensayístico e incluso didáctico, comentarios al margen, observaciones personales y hasta algunas bromas a costa de los personajes. Las fuentes de estas acotaciones tienen diversos orígenes: la filosofía, la teología, la historia de la Iglesia, la historia nacional, el psicoanálisis, la propia existencia.

Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo, cuenta la vida de esta mística mexicana, a quien Sicilia pone a la altura de Santa Teresa de Jesús y Santa Teresita de Liesieux. Abarca desde la historia de los bisabuelos, muchos años antes del nacimiento de la protagonista, en 1862, hasta el momento de su muerte, en 1937. Años coyunturales fueron los que le tocaron vivir a Concha, como el autor la llama cariñosamente. La guerra contra los franceses, los conflictos entre liberales y conservadores, la Revolución, las luchas posrevolucionarias, la revuelta cristera, el maximato y el cardenismo pasan rápidamente por estas páginas, un poco de soslayo. A Concha, como se dice en alguna parte, lo único que le interesaba era Dios. Mujer devota por tradición familiar, niña que jugaba a ser santa, adolescente enamorada de Cristo, esposa y madre, la señora de Armida se supo desde siempre llamada hacia la cruz, símbolo que con ella alcanzaría una realidad y una fuerza de manifestación plenas y renovadas. Y todo esto sin hacer a un lado su destino en la tierra. De ahí que Sicilia la considere una mística revolucionaria, como Teresa de Lisieux. El mérito de Concha, su aportación genial a la historia del ascetismo cristiano, radica en que logró sacar la mística de los conventos y llevarla a la vida secular. Demostró que una mujer no necesita vivir encerrada para ser santa, y que los deberes de atender una casa no son un estorbo cuando se ha decidido seguir un camino espiritual. Innovadora inconsciente de su mérito, la señora de Armida tuvo siempre una (a veces no tan secreta) envidia hacia las monjas: ellas eran a sus ojos las esposas legítimas. Vírgenes consagradas al Señor, podían reclamar el derecho de llamarse así. Concha, en cambio, para quien la condición de mujer con obligaciones conyugales parece haber sido siempre un martirio y una mancha, se sentía menos que ellas, se sentía la amante. De ahí el título del libro.

No tiene mucho caso entrar en detalles. La vida que ha estudiado para nosotros Javier Sicilia, tal como él la cuenta, es una vida intensa, activa y contemplativa (admirable síntesis) al mismo tiempo. “La santidad no niega lo humano —dice el autor—, lo lleva a su plenitud”. En efecto, paralelamente a las interminables gestiones que formaron la vida pública de Concha, asistimos al desarrollo y a la realización plena de su vida mística. Ninguna parece ser más importante que la otra. De la primera se desprendió un vasto apostolado que aún hoy abarca a muchas personas e instituciones católicas; de la segunda, surgió un camino de crecimiento interior, de entrega y renuncia, que logró integrar el Cielo y la Tierra y debió pasar por todas las etapas (al parecer ya bien definidas) de una ascensión, con los primeros encuentros, las pruebas, el matrimonio en el espíritu, la transverberación, la encarnación mística y el abandono último y total al Amado.

Sólo hay que tener en cuenta algunas cosas al leer el libro. 1) Javier Sicilia no es biógrafo ni historiador de profesión: es poeta. 2) Javier Sicilia no es alguien que esté escribiendo sobre un personaje desde fuera de su contexto ideológico (como lo hizo, por ejemplo, Álvaro Ruiz Abreu con José Revueltas); por el contrario, escribe desde dentro; es un investigador católico escribiendo sobre una heroína católica.

Luego de estas consideraciones, es comprensible que Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo, parezca un libro escrito con más buena fe que objetividad. Ya sé. Se me dirá que la objetividad es sabidamente imposible y que la escritura de una biografía es siempre el diálogo de dos subjetividades. Sin embargo, es evidente que hay quienes logran (o quienes pretenden) crear una ilusión de objetividad. El mismo Sicilia ha demostrado antes (en El bautista y en El reflejo de lo oscuro) que puede hacerlo. Éste no es el caso ahora. Ahora las costuras se ven demasiado y los momentos en que esto sucede son varios. Si vamos a ser justos, por ejemplo, habría que decir que la condenación a la sexualidad no es directamente “hija del neoplatonismo”, como Sicilia la llama, sino de manera mediata, a través de la Iglesia Católica, que mucho de neoplatonismo le ha inculcado a la gente, aun si en sus dogmas lo rechaza. Como si la gente mocha fuera lectora de filosofía. Nieta del neoplatonismo e hija de la Iglesia es, siendo más estrictos en esto de las filiaciones, la condenación a la sexualidad. Semejante parcialidad es visible en otras partes, con otros temas, y no tiene caso ahondar en ello para quitarle mérito literario a una obra cuyo objetivo va más allá de lo literario. El autor mismo, previendo nuestras objeciones, se ha adelantado a ellas: “Javier Sicilia, dirán, está lleno de beaterías. No lo voy a discutir. Para los ideologizados mis razones son otro campo de lo ideológico, pero trasnochado”. No veo ningún acierto intelectual, pues, en tratar de coger en falta un libro que con admirable honestidad se declara ya en falta.

Por ahí hubiera empezado, dirán algunos lectores tal vez desilusionados. Es que, a diferencia de El bautista y de El reflejo de lo oscuro, Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo no parece haber sido pensada como una obra esencialmente literaria. Es más bien un documento, no sólo para la historia del catolicismo en México, sino, sobre todo, para el conocimiento del alma humana y de los misteriosos procesos que pueden llevarla a rebasarse. El estilo es muy sencillo y claramente (yo diría deliberadamente) menos cuidado que el de las obras anteriores del autor. Como si Sicilia no quisiera que la belleza del adorno distrajera al lector de lo principal. Los recursos narrativos son primarios, toscos, como si en un acto de ejemplar modestia el autor nos hiciera recordar que, cuando se escribe una biografía, debe lucir el personaje biografiado, no el que lo presenta.

Sin embargo, estoy seguro de que muchos lectores (yo entre ellos, lo confieso) no se acercarán al libro porque les interese la vida de Concepción Cabrera, de quien tal vez no sepan nada, sino porque les interesa el poeta Javier Sicilia. Y aquí es donde resulta relevante la consideración de que el libro está escrito con más buena fe que objetividad. Y aquí es donde se hace necesario recordar que el autor es, en primer lugar, poeta. A su pesar, esta obra, más que revelarnos a Concepción Cabrera, nos revela al mismo Javier Sicilia. Y vaya que nos dice de él mucho más de lo que pudieron decirnos sus libros anteriores. No sólo es una especie de mapa ideológico útil a la hora de transitar por La presencia desierta, El reflejo de lo oscuro o El bautista, ya que de manera explícita expone las ideas del poeta acerca de la iglesia, la santidad, la penitencia, la carne y el cuerpo, el pecado, la Encarnación y la Gracia, sino también nos permite asomarnos a una infinidad de detalles tal vez triviales, tal vez meros chismes, pero que van construyendo el semblante posible de uno de nuestros escritores más interesantes.

En efecto, aquellos más interesados en el escritor que en su personaje, tendrán que reconocer que, gracias a las 512 página de Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo, sabemos que Javier Sicilia tiene ancestros llegados de España, que su padre contaba chistes, que oye a Chabuca Granda y a John Lennon y a éste último lo llama “maestro”; que Los puentes de Madison le parece “la mejor película que ha dirigido y actuado Clint Eastwood”, y en cambio la televisión se le hace un “ojo obsceno e inhumano”; sabemos cuáles son sus iglesias favoritas; entendemos que para él el sexo es maravilloso y probablemente santo; que es amigo de Ignacio Solares y que a éste le gustan las mujeres gorditas, que la basílica de Guadalupe le parece una “espantosa carpa de circo”, que los “dramones” de Ninón Sevilla le encantan y que habla un inglés de “acapulqueño de playa”.

A mí me interesa mucho este escritor y por eso he reparado en estos detalles y en cuanto ellos pueden revelar acerca de la obra. Pero también, ahora, ha comenzado a interesarme la vida de Concha. Javier Sicilia me la presentó en su libro y me cayó bien. Y creo que la Iglesia debería darle a su mejor autor vivo una beca vitalicia en consideración a lo mucho que ha hecho por levantar su imagen.