Desde niño me han gustado las películas de vaqueros; son mis favoritas, especialmente las de Clint Eastwood y las otras del estilo, como esa que estelariza Sharon Stone: Rápida y mortal. Incluso las mexicanas de los hermanos Almada ejercen sobre mí un encanto difícil de resistir. Creo que las únicas que me disgustan son las antiguas, las de John Wayne, donde el pistolero es siempre un hombre honrado, limpio y bien rasurado y los enemigos son un montón de apaches tontos. Ya en la adolescencia, comencé a llevar esta afición del cine a la lectura. Hay una sección de mi librero dedicada a novelas western, que aunque parece que son muy populares no son fáciles de conseguir. Y ahí está toda la leyenda: Wild Bill Hickock, Calamity Jane, Billy the Kid, Frank y Jesse James...
Preguntándome qué es lo que me atrae de estos personajes —y lo que me desagrada de John Wayne—, creo llegar a la conclusión de que es su cinismo, su anarquía, su nihilismo moral. Será que, como dice Pio Baldelli escribiendo al respecto, “en la infancia del espectador adulto hay nostalgia de crimen.” Oprimidos como vivimos por la doble moral de la pax americana, crucificados entre el deber social de repudiar el crimen y la exultación morbosa de saber que existe, ¿no es comprensible el deseo de identificarnos con esos forajidos? Tiene razón Baldelli, el western es una épica ahistórica que, en virtud de esta condición, nos permite recuperar la inocente amoralidad de la infancia, cuando jugábamos a disparar pistolas y matar a nuestros amigos sin pagar nunca por ello. “El western —dice Ángel Fernández-Santos— surgió en el interior de una mentalidad nostálgica.” Yo creo que la nostalgia tiene que ver con esa época al margen de la historia real cuando el sueño americano se expresaba libre de abstracciones y justificaciones. No es que el forajido vaya a contracorriente de su cultura nacional; es que —como lo estamos viendo en estos días— él es la expresión más pura y honesta del sueño americano: cabalgar por un desierto sin fin imponiendo a punta de pistola una ley propia. Podríamos pensar en George W. Bush como un jinete pálido que se ha echado sobre los hombros una tarea vengadora. Sin embargo, aquí es donde se hace visible la diferencia fundamental, la razón por la cual Clint Eastwood resulta fascinante y Bush despreciable: el forajido no mata por una idea, ni en bien de la humanidad, ni porque Dios se lo ha mandado; es un ser esencialmente, admirablemente desinteresado. Actúa movido por sus pulsiones, porque quiere cobrar una recompensa o poseer un caballo o porque hace mucho calor, como el extranjero de Camus. Y aun éstas son justificaciones secundarias. En realidad —volviendo a Fernández-Santos— mata porque es sensible a “la potencia estética del crimen”. De ahí su poder de seducción, su poeticidad.
Dice el cineasta letón Jonas Mekas que, en la calle 42 de Nueva York, hay un cine que día y noche proyecta ininterrumpidamente películas del Oeste.
"Es una salita pequeña, siempre llena de gente solitaria, de aspecto apesadumbrado. Por lo general, se trata de gente mayor. Entran en silencio, con inexplicable sigilo, casi clandestinamente, se sientan cabizbajos frente a la pantalla y, cuando ésta es invadida por la majestuosa poesía de los espacios abiertos, estiran las piernas, respiran hondo, levantan con gallardía la cabeza y sueñan".
2 comentarios:
Hola Agustin, when are you going to post again?
Yo creo que la fascinacion del gunman es simplemente la libertad que encarnan. Frente a un mundo extemadamente cuadrado limitado y estructurado ellos simplemente SON sin aspirar a nada mas que a cobrar recompensas o robar sin leyes
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