Daphne du Maurier nació en Londres el 13 de mayo de
1907, en el seno de una familia de artistas. Su padre, Sir Gerald du Maurier,
era representante de actores, y su abuelo, George du Maurier, era un conocido
caricaturista. Una de sus ancestras fue Mary Anne Clarke, la amante del duque
de York, cuya historia inspiraría a la autora su novela Mary Anne (1954).
Pasó su
infancia en una casa llena de bullicio y actividad social donde había visitas
frecuentes, muchas veces de personas importantes en el mundo de la literatura y
el arte. Era una lectora voraz, fascinada por los mundos de la imaginación, y a
muy temprana edad comenzó a escribir. Su tío, director de una revista, publicó
uno de sus cuentos cuando ella era todavía una adolescente y le consiguió un
agente literario. La joven fue educada en Londres, en París y en Meudon
(Francia).
A lo
largo de su vida, Daphne du Maurier se sintió fascinada por el mundo viril. De
niña se inventó una personalidad de hombre, un alter ego masculino que la acompañaría durante largo tiempo. De
hecho, varias de sus novelas se encuentran narradas desde una voz de hombre.
Nunca le interesó realmente el feminismo, cuando en esa época estaba tan de
moda. Por el contrario, los seres a quienes llegó a amar y admirar, los
personajes que más llegaron a fascinarla, eran casi todos varones. Esto se ve
en sus novelas. Daphne du Maurier, más que curiosear, indagaba acuciosamente en
la vida de los hombres: cómo sienten, cómo reaccionan, cómo son sus
actividades, en las cuales ella misma, en su afán de identificación, llegó a
involucrarse. En efecto, le gustaban los juegos físicos, en una época cuando no
eran muy comunes entre las muchachas, y aprendió muy bien a llevar una
embarcación. Éste —el de la relación con él mar— es un aspecto importante de su
vida y de su obra y lo analizamos adelante.
Ciertamente,
se sentía fascinada por el mar, en particular por el paisaje bravo, salvaje,
muchas veces violento de la costa de Cornwall. Varias de sus novelas —Rebecca entre ellas— se desarrollan ahí,
y sus últimos libros están dedicados a difundir la belleza y la cultura de esta
provincia, la más occidental de Inglaterra. Fue una mujer apasionada por su
tierra, por la vida y la literatura, por el mar y la energía y el espíritu de
aventura, y todo esto es visible en su obra. Algunos lectores, como Orson
Welles y Alfred Hitchcok lo vieron de inmediato. En efecto, Daphne du Maurier
fue una autora consentida por la industria del cine y por los miles de lectores
que aún tiene. Sólo la crítica especializada, tanto de su país como del
extranjero, se ha negado a concederle un lugar en la historia literaria. Se le
considera una escritora menor, poco original, que seguía escribiendo como en la
época romántica cuando ya el flamante siglo xx
se caracterizaba por un intenso afán de experimentación. Así es. Si tenemos en
cuenta que du Maurier fue contemporánea de figuras como James Joyce, Aldous
Huxley, E.M. Forster, Virginia Woolf, D.H. Lawrence, Elizabeth Bowen, George
Orwell y Lawrence Durrell, su obra puede resultar simple y hasta ingenua desde
el punto de vista de la ambición literaria. En un momento histórico en el que
el mundo se transformaba violenta y dolorosamente, la joven burguesa Daphne du
Maurier no deseaba crear nuevas formas como Joyce o Virginia Woolf, ni rendir
un testimonio crítico de su tiempo, como Orwell o Huxley. Lejos de eso,
siguiendo la tradición iniciada por Jane Austen más de cien años antes,
escribía novelas de intriga amorosa cuyos protagonistas se encontraban entre la
arcaica aristocracia y la pretenciosa burguesía de Inglaterra. Pero ése era su
mundo y eso era lo que ella quería contar, lo que finalmente le sirvió para
llegar a todas las clases sociales de ambos lados del Atlántico, no sólo a los
grupos de intelectuales. Estos últimos —los intelectuales, los críticos, los
académicos, los sacerdotes de la alta literatura— suelen reaccionar de ese
modo: marginando a quienes no se preocupan por complacerlos a ellos en primer lugar.
Durante
sus últimos años de vida, Daphne du Maurier mostró un gran interés en los
fenómenos sobrenaturales: los fantasmas, las experiencias psíquicas, el sexto
sentido, y dedicó a explorar estos temas algunos de sus libros: No después de medianoche (1971), Ecos de lo macabro (1976) y Clásicos de lo macabro (1987). Escribió
además obras de teatro, novelas históricas, un estudio biográfico de Branwell
Brontë, el atormentado hermano de Anne, Charlotte y Emily, y una autobiografía.
En 1969 recibió el título de Dame Commander
de la Orden del Imperio Británico.
El conflicto central de Rebecca es muy común, tan común que, en la época cuando salió
(1938), varios escritores aficionados habían compuesto novelas semejantes y
hubo acusaciones de plagio, todas finalmente retiradas. Como se demostró, el
tema viene, en todo caso, de la novela Jane
Eyre, de Charlotte Brontë, publicada casi cien años antes. En ambas obras
hay una joven pobre, virtuosa, inteligente y sensible que, por circunstancias
relacionadas con su clase social, conoce a un hombre mayor, aristócrata, que se enamora de ella.
Como resultado de este enamoramiento se casan. Para él es un segundo
matrimonio; para ella, el principio de una pesadilla. La sombra de la primera
mujer se vuelve una obsesión para la joven desposada, como lo ha sido siempre
para el marido, y les impide a los dos ser felices. Éstas son las semejanzas.
Al
comparar las dos novelas, la crítica ha fallado invariablemente en favor de Jane Eyre. Se destaca la riqueza de
estilo de Charlotte Brontë, la sutileza de su reflexión moral, su sentido del
humor y de la ironía. Todo esto es acertado. Sin embargo, hay aspectos en Rebecca que puedan hacer de ella una
obra más atractiva para el lector contemporáneo. En primer lugar, es mucho
menos sentimental que Jane Eyre. En
segundo, la voz narrativa resulta menos propensa a las parrafadas discursivas
que tan comunes eran en la literatura victoriana. La lectura es más ágil,
resultado probablemente del énfasis que du Maurier puso en el recurso del
suspenso. Pero se dice que toda comparación es odiosa y, si el autor de estas
notas (que se declara entusiasta lector de las hermanas Brontë y por lo tanto
tiene tan poco interés en demostrar la superioridad de Rebecca como en suscribir la de Jane
Eyre) se ha detenido en las anteriores minucias, es con la intención de
enderezar en lo posible lo que le parece una injusticia de los capellanes de la
literatura. Así que veamos mejor algunas de las características que hacen de Rebecca una obra original, de la que
ningún lector podría decir que si ya leyó Jane
Eyre se la puede ahorrar.
En
primer lugar, decíamos, Rebecca es
una novela de suspenso y misterio. La protagonista llega a tomar posesión de la
mansión costera de Manderley después de una breve luna de miel en el continente
europeo. Es presentada a la servidumbre como la nueva señora de la casa. De
inmediato experimenta una sensación de rechazo por parte del ama de llaves, Mrs
Danvers, quien se convertirá en pieza clave de la historia. En efecto, esta
maniática mujer, guardiana de la memoria de la esposa muerta, se encarga de
atormentar a su nueva ama. El fantasma de Rebecca se va construyendo con base
en las inferencias —muchas veces equivocadas— los temores y las fantasías de la
joven. Esta construcción es todo un proceso. Glamorosa, refinada, encantadora
al principio, Rebecca acaba revelándose como quien verdaderamente es: una
especie de vampiresa cruel, egoísta, perversa.
Surge
aquí el tema que se convertirá en la gran música de fondo de la novela: la
dualidad femenina, el claroscuro romántico en virtud del cual la pasión
obsesiva y el amor sincero, el vicio y la virtud, lo demoníaco y lo angélico se
trenzan en el conflicto central de la historia.
En este
aspecto radica tal vez la diferencia más importante en relación con Jane Eyre. Mientras Charlotte Brontë
convierte a su heroína en absoluta protagonista (ella le da nombre al libro) y
poco interesada se muestra en construir el personaje de la primera esposa,
Daphne du Maurier carga las tintas al lado de la antiheroína. Basta con ver que
el nombre de ésta le da su título a la novela, mientras el de la otra nadie lo
conoce. Ciertamente, al igual que Milton, du Maurier se muestra más fascinada
por el antihéroe que por el héroe de su obra. Rebecca es un personaje poderoso,
hipnótico en su belleza medúsea y en la riqueza de sus matices psicológicos, un
personaje sexuado y poéticamente superior a la mansa Mrs. De Winter, a quien la
autora ni siquiera le dio un nombre. Podemos suponer que Daphne du Maurier se
identificaba —o quería identificarse— más con su demonio que con su ángel, como
lo demuestra el hecho de que compartiese con el primero su gusto por el mar y
su afición a navegar sola.
Desde
luego, para construir a su personaje, du Maurier debió valerse de una larga
tradición literaria que asocia cierto tipo de belleza femenina con la
voluptuosidad y de ahí con el vicio y la muerte.
Dice el mito hebreo que, después de separar las aguas
de la tierra y la luz de las tinieblas y de crear los animales y las plantas,
Dios tomó un puñado de tierra y creó a Adán, el primer hombre. Al verlo
indefenso, durmiendo el sueño de la creación, dijo: “Necesita una compañera”.
Tomó otro puño de tierra del mismo lugar y modeló una segunda figura humana,
esta vez dotada con un sexo femenino. Era Lilith, la primera mujer. Y dice el
mito que, cuando Adán despertó, sintió hambre y viendo a su lado a la creatura
que le había sido dada como compañera, le dijo: “Mujer, ve a cortarme unos
hijos”. Lilith se negó. Le respondió a su marido que ella había sido hecha con
la misma sustancia y el mismo procedimiento que él, y por lo tanto eran iguales
y no tenía por qué obedecerlo. Si tenía hambre, debía ir él mismo a buscar sus
higos. Comenzaron a discutir. Adán montó en cólera y Lilith, al verlo así,
prefirió dejarlo solo y se perdió entre los árboles del Jardín. Adán fue a
quejarse con Dios. Le reclamó que la mujer que había recibido para su servicio
y placer en la tierra no le obedecía, y Dios, en un gran gesto de solidaridad
patriarcal, envió a dos ángeles a que buscaran a Lilith y le dijeran que debía
volver con Adán y obedecerlo en todo de ahí en adelante. Los dos alados bajaron
al Jardín y se dieron a la búsqueda. Lilith no aparecía por ningún lado.
Finalmente la encontraron en el confín del Paraíso, que era el mar. Nadando y
chapoteando entre las olas. Le dieron el mensaje de Dios. Ella les respondió lo
mismo que a su marido. Hubo otra discusión. La rebelde se sabía a salvo: los
ángeles, dada su sustancia aérea, no podían meterse al agua por ella. Sin embargo,
le dijeron que iban a esperarla en la orilla hasta que saliera y entonces la
llevarían a la fuerza. Lilith se rió de ellos. Cuando Dios vio esto, se irritó
tanto que deseó la destrucción de su creatura. Mas, como Él mismo no había
puesto aún la muerte en el mundo, no pudo hacer nada. Se conformó con
expulsarla del Jardín; es decir, del mundo de la luz, del mundo del Orden que
Él había separado del Caos. Satán, quien había seguido de cerca y con gran
interés esta historia, se sintió fascinado inmediatamente por el carisma y el
temperamento —al fin y a la cabo tan afín al suyo— de Lilith. Y preparó para
ella una gran recepción en el Caos, donde al llegar la convertiría en su
consorte dándole el título de Reina de la Noche. Versión hebrea de la Perséfone
helénica, Lilith adquirió con el tiempo otros títulos: es la Cara Oscura de la
Luna o la Luna Negra, el Príncipe de los Súcubos. Mientras tanto, Adán se puso
a llorar porque se había quedado solo. Fue la primera vez que un hombre lloraba
el abandono de una mujer. Y lloró tanto que se quedó dormido. Entonces Dios
tuvo piedad de él y decidió darle otra compañera. Iba a hacerla igual que a la
primera, pero se detuvo. “Va a ser como ella”, se dijo. Pensó entonces que, a
fin de que fuera subordinada, debía hacerla de alguna parte del hombre. Pero no
decidía de cuál; no era una elección fácil. “Del cerebro no, porque va a ser
más inteligente que él; de los ojos no, porque va a ser lujuriosa; de la boca
no, porque va a ser murmuradora; del corazón no, porque va a ser celosa; de las
manos no, porque va a ser violenta; de los pies no, porque va a ser vagabunda”.
Finalmente se decidió por la costilla: así sería, además de sumisa, recatada. Y
Dios creó a Eva. Y Eva fue una buena esposa hasta que vino la Caída y ella y Adán
fueron arrojados a la dura vida mortal.
Ahora
bien, dice el mito que, ya antes del asesinato de Abel a manos de su hermano,
nuestros primeros padres habían sufrido desavenencias conyugales y a causa de
ellas tuvieron relaciones sexuales con demonios: Eva con Samael y Adán con
Lilith, aunque no alcanzó la satisfacción de reconocer en ella a su primera
esposa. De estos encuentros clandestinos nacieron los seres humanos a los que
se hace referencia en el Génesis
(aquellos de quienes Caín temía que lo mataran si lo veían, por la marca que
Dios le había puesto, y la mujer con quien se casó en el exilio). Y de estos
bastardos, mitad demonios y mitad humanos, nacieron los gigantes que Dios
querría aniquilar después con el Diluvio. Sin embargo, la semilla del Mal sobrevivió:
una de la nueras de Noé ya iba embarazada, adúlteramente, cuando subió al Arca.
Por eso, desde entonces hasta hoy en día, hay dos clases de mujeres: las hijas
de Eva y las hijas de Lilith: las buenas y las malas.
Este
mito fue recogido por los románticos y convertido en el centro de su visión
estética. Ciertamente, las descendientes literarias de la primera mujer se
volvieron casi tan numerosas —y casi tan bellas— como sus hijas reales. De ella
viene la figura decimonónica de la femme
fatale. Y la Christabel de Coleridge, la Lamia de Keats, la Catherine
Earnshaw de Emily Brontë... y Rebecca. A Lilith se le representaba como una
mujer joven de belleza andrógina, de labios carnosos y larga cabellera
ensortijada en cuyos hilos se hallaban enredados los corazones de todos los
hombres que se habían perdido por la lujuria. Y en su carácter era rebelde,
pronta a la ira, cruel, orgullosa, lasciva, rencorosa, temeraria. Rebecca —dice
Frank, el administrador de Manderley— “no sabía lo que es el miedo”. Desafiaba
al mar y se refugiaba en él cuando parecía cansada del mundo patriarcal.
Despreciaba a los débiles y disfrutaba que los hombres la desearan. Era un
terror omnipresente. Su esposo mismo dice de ella: “Era una mujer que daba la
sensación de ser una serpiente”. Y más adelante habla de “la inmunda madriguera
en la que se recogía como un animal”. La recuerda con su larga cabellera suelta
al viento. Al igual que Lilith, el ofuscado Príncipe de los Súcubos, Rebecca
tenía algo de andrógino: “Noté lo pálida y delgada que estaba. Comenzó a pasear
de un extremo a otro de la habitación, hundidas las manos en los bolsillos del
pantalón. Vestida con su traje de marinero, parecía un muchacho, un muchacho
bello, como un ángel de Botticelli”.
Ahora bien, desde el siglo xix, con los paisajes demenciales de Emily Brontë y las
visiones extáticas de Swinburne, existe la convención de que la naturaleza
romántica es una naturaleza violenta. Ciertamente, la esencia del romanticismo
es la exaltación, no importa de qué. Exaltación del individuo, de la
subjetividad, de la emoción primaria, del impulso, de la delectación de los
sentidos, de la energía presente en los elementos naturales. Rebecca, hija de
Lilith, personaje romántico y swinburniano, siente esto. No es sólo una depravada
hipócrita que, en secreto, se burla de la moral social. Más allá, ha convertido
esta depravación en la expresión libérrima de su individualidad. Y encuentra un
reflejo de ella en la naturaleza salvaje de la costa de Cornwall. “Huye a lo
alto donde sople un viento rudo y fuerte”, recomienda Nietzsche con la voz de
Zaratustra. En sus momentos febriles, Rebecca busca el refugio de la naturaleza
no domesticada: el mar embravecido, el viento del litoral que azota los
acantilados. Pasa mucho tiempo en su casa de la playa, a veces noches enteras,
noches —después lo sabemos— dedicadas a la lujuria y a las explosiones de su
temperamento. Se pone al timón de su barco y se echa al mar vestida de hombre,
disfrazada de marinero, única tripulante en medio de un elemento al cual ha
aprendido a no temer. Se complace en luchar contra el mar como luchaba contra
los hombres, contra sí misma, contra el caballo bronco que en una ocasión la
tira. “El agua violenta —dice Gaston Bachelard— es un esquema de coraje”. Y en
ella la victoria es “más rara, más peligrosa, más meritoria que en el viento”.
Como Catherine Earnshaw, la apasionada heroína de Cumbres borrascosas, otra de las hijas de Lilith que nos dejó el
romanticismo, Rebecca ve en la naturaleza indomada un reflejo de su propio
interior.
Ahora
bien, cuando una mujer, traicionando los principios elementales de su sexo,
hace lugar dentro de ella a la energía masculina, se vuelve destructiva. Como
Artemis-Diana, mata. Todas las niñas son andróginas, son las arktoi, las “ositas” que corrían detrás
de la diosa de los bosques y los cazadores, manifestación forestal de la
energía lunar. Al llegar a la adolescencia, el proceso de socialización las
convierte en lo que llamamos una “señorita”: una mujer sin ambigüedades
sexuales, que ya no participa en los juegos de los niños. Su integración a la
sociedad adulta se realiza al costo de una mutilación. En la literatura, no
todas las heroínas pagan este precio. Catherine Earnshaw intenta hacerlo:
cambia la vida de la naturaleza y los juegos físicos por el salón de té y las
actividades al calor de la chimenea. Intenta ser una hija de Eva, pero su
verdadero ser emerge nuevamente, con redoblada fuerza, y la destruye como ella
quiso destruirlo. Rebecca, personaje que tanto debe a la heroína de Emily
Brontë, intenta hacer un doble juego: pacta en la superficie; se convierte en
una dama de sociedad que realiza a la perfección todas las tareas propias de su
sexo y de su posición social. Llena de flores y de sutiles aromas las
habitaciones de Manderley. Pero bajo esta fachada desarrolla una vida paralela
en la cual no ha dejado la androginia de la infancia: monta a caballo como un
hombre, timonea su propio barco, se viste y se porta contrariamente a su sexo.
“Era tan valiente y decidida como un hombre —dice de ella Mrs. Danvers—. Debió
de haber sido un chico”. En las formas más altas de belleza humana concurre
esta ambigüedad. Los ángeles no tienen sexo y los demonios no son otra cosa que
ángeles caídos. Lilith, el Príncipe, muestra también esta androginia. Toda femme fatale tiene algo de andrógina. Y
todas —divinos monstruos— siguen al final el destino inherente a la creatura
monstruosa: destruirse a sí mismas dejando un rastro de dolor y pesadilla.
Pero el romanticismo de Daphne du Maurier no se limita
a la construcción del personaje Rebecca. Como ya señalamos antes, ésta debe su
fuerza al claroscuro moral y estético que la opone a su sucesora, la segunda
Mrs. De Winter. Este claroscuro, proclamado más específicamente por Víctor
Hugo, se convirtió en técnica privilegiada de la literatura romántica, desde
sus primeros exponentes —como las hermanas Brontë— hasta sus productos más
extremos —como la poesía de Baudelaire y la de los prerrafaelistas—. Lo
encontramos, por ejemplo, en la obra de Dante Gabriel Rossetti, de quien ha
dicho Mario Praz: “Junto a su Beata Beatriz figuran hechiceras criaturas
maléficas. El tipo de belleza idolatrada por Rossetti es una belleza dolorosa,
exquisitamente romántica; un hálito espectral parece irradiar sobre sus figuras”.
El mismo contraste percibimos entre las dos señoras de Manderley.
Otros
elementos que Daphne du Maurier tomó del romanticismo prerrafaelista —o
probablemente de antes, del medievalismo de Keats— involucran el uso de una
gran profusión de flores a fin de crear una atmósfera saturada, de languidez,
de vida en proceso de marchitarse, de fecundidad necrofílica; los jardines, las
arboledas, las casas antiguas, las ruinas, lo heráldico. Una atmósfera de
encantamiento, reminiscente de algunos relatos de Edgar Allan Poe, de algunos
poemas de Lord Alfred Tennyson, se va construyendo gracias a esos elementos.
Por otra parte, las páginas iniciales resultan un homenaje al gusto romántico
por los paisajes otoñales de desolación, de vida en estado de latencia, de vida
que duerme.
Daphne du Maurier comenzó a escribir Rebecca en 1937, cuando ella tenía
treinta años y su esposo, Tommy, se encontraba en Egipto como oficial
comandante de la Guardia de Granaderos. Una gran distancia física y emocional
separaba al candente desierto nubio de los frescos y perfumados bosques
costeros de Cornwall. La joven escritora no se adaptaba fácilmente. Sus hijos
eran pequeños y requerían atención, igual que su marido, y ella extrañaba
terriblemente su tierra. Fantaseaba con ella, se imaginaba a sí misma caminando
por aquellos bosques encantados, sintiendo en su nariz la sal del mar que
azotaba los acantilados sin solución de continuidad. De la fuerza de esa
invencible nostalgia salió el impulso de escribir Rebecca. Normalmente se piensa que un escritor debe irse a vivir al
escenario donde se desarrolla su obra para poder inspirarse. Daphne du Maurier,
al contrario, escribió desde el recuerdo, desde la añoranza. Vívidos como son
los paisajes recreados en Rebecca, no
deja de sorprendernos el saber que la autora los contemplaba, mientras
escribía, con los ojos de su memoria.
La
novela fue terminada en 1938, ya estando du Maurier de regreso en Inglaterra.
De inmediato la envió a su editor, con un comentario: “He tratado de crear una
atmósfera de suspenso”. La obra salió y el éxito no se hizo esperar. El mismo
año, Orson Welles hizo una adaptación de la historia para la radio, patrocinada
por la sopa Campbell, y luego él mismo la recomendó a Alfred Hitchock. La
película —la primera que el director hacía en Estados Unidos— salió en 1940 con
las glamorosas actuaciones de Joan Lafontaine, Laurence Olivier, George Senders
y Judith Anderson. La afinidad entre Daphne du Maurier y Hitchock ya había
producido la película Jamaica Inn
(1938), basada en la novela del mismo título de 1936. Otra obra de ella que el
director adaptó con éxito al cine fue Los
pájaros. Y otros cineastas que llevaron sus novelas a la pantalla fueron
Mitchell Leisen, Compton Bennett, Henry Coster y Robert Hammer. Pero nada
superó el éxito de Rebecca. Y eso que
había empezado como un impulso de la nostalgia y como un ejercicio narrativo
para pasar el tiempo en aquellos días de calor interminable. “Un ejercicio
sobre los celos”, diría la autora años después, “en el que la esposa número 2
se siente perseguida día y noche por lo que ella pensaba que había sido la
esposa número 1.”
Daphne
du Maurier murió el 19 de abril de 1989, en Cornwall, la provincia salvaje
donde se desarrollan Rebecca y muchas
otras de sus novelas. En la misma fecha —significativa coincidencia— solo que
en el año de 1824, había muerto en Grecia Lord George Gordon Byron, el gran
poeta del heroísmo fatal.
Escribir
un libro, dijo la autora en su autobiografía, es “una purga al final de la cual
uno queda vacío... como un caracol abandonado en la playa, esperando a que la
marea venga otra vez”.
Tal vez Rebecca no haya sido, como indica el
título de estas notas, la última novela romántica, pero hasta donde hemos
leído, podríamos decir, con más precisión, que fue la última gran novela romántica.
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