jueves, marzo 07, 2019

La última novela romántica



Daphne du Maurier nació en Londres el 13 de mayo de 1907, en el seno de una familia de artistas. Su padre, Sir Gerald du Maurier, era representante de actores, y su abuelo, George du Maurier, era un conocido caricaturista. Una de sus ancestras fue Mary Anne Clarke, la amante del duque de York, cuya historia inspiraría a la autora su novela Mary Anne (1954).
         Pasó su infancia en una casa llena de bullicio y actividad social donde había visitas frecuentes, muchas veces de personas importantes en el mundo de la literatura y el arte. Era una lectora voraz, fascinada por los mundos de la imaginación, y a muy temprana edad comenzó a escribir. Su tío, director de una revista, publicó uno de sus cuentos cuando ella era todavía una adolescente y le consiguió un agente literario. La joven fue educada en Londres, en París y en Meudon (Francia).
         A lo largo de su vida, Daphne du Maurier se sintió fascinada por el mundo viril. De niña se inventó una personalidad de hombre, un alter ego masculino que la acompañaría durante largo tiempo. De hecho, varias de sus novelas se encuentran narradas desde una voz de hombre. Nunca le interesó realmente el feminismo, cuando en esa época estaba tan de moda. Por el contrario, los seres a quienes llegó a amar y admirar, los personajes que más llegaron a fascinarla, eran casi todos varones. Esto se ve en sus novelas. Daphne du Maurier, más que curiosear, indagaba acuciosamente en la vida de los hombres: cómo sienten, cómo reaccionan, cómo son sus actividades, en las cuales ella misma, en su afán de identificación, llegó a involucrarse. En efecto, le gustaban los juegos físicos, en una época cuando no eran muy comunes entre las muchachas, y aprendió muy bien a llevar una embarcación. Éste —el de la relación con él mar— es un aspecto importante de su vida y de su obra y lo analizamos adelante.
         Ciertamente, se sentía fascinada por el mar, en particular por el paisaje bravo, salvaje, muchas veces violento de la costa de Cornwall. Varias de sus novelas —Rebecca entre ellas— se desarrollan ahí, y sus últimos libros están dedicados a difundir la belleza y la cultura de esta provincia, la más occidental de Inglaterra. Fue una mujer apasionada por su tierra, por la vida y la literatura, por el mar y la energía y el espíritu de aventura, y todo esto es visible en su obra. Algunos lectores, como Orson Welles y Alfred Hitchcok lo vieron de inmediato. En efecto, Daphne du Maurier fue una autora consentida por la industria del cine y por los miles de lectores que aún tiene. Sólo la crítica especializada, tanto de su país como del extranjero, se ha negado a concederle un lugar en la historia literaria. Se le considera una escritora menor, poco original, que seguía escribiendo como en la época romántica cuando ya el flamante siglo xx se caracterizaba por un intenso afán de experimentación. Así es. Si tenemos en cuenta que du Maurier fue contemporánea de figuras como James Joyce, Aldous Huxley, E.M. Forster, Virginia Woolf, D.H. Lawrence, Elizabeth Bowen, George Orwell y Lawrence Durrell, su obra puede resultar simple y hasta ingenua desde el punto de vista de la ambición literaria. En un momento histórico en el que el mundo se transformaba violenta y dolorosamente, la joven burguesa Daphne du Maurier no deseaba crear nuevas formas como Joyce o Virginia Woolf, ni rendir un testimonio crítico de su tiempo, como Orwell o Huxley. Lejos de eso, siguiendo la tradición iniciada por Jane Austen más de cien años antes, escribía novelas de intriga amorosa cuyos protagonistas se encontraban entre la arcaica aristocracia y la pretenciosa burguesía de Inglaterra. Pero ése era su mundo y eso era lo que ella quería contar, lo que finalmente le sirvió para llegar a todas las clases sociales de ambos lados del Atlántico, no sólo a los grupos de intelectuales. Estos últimos —los intelectuales, los críticos, los académicos, los sacerdotes de la alta literatura— suelen reaccionar de ese modo: marginando a quienes no se preocupan por complacerlos a ellos en primer lugar.
         Durante sus últimos años de vida, Daphne du Maurier mostró un gran interés en los fenómenos sobrenaturales: los fantasmas, las experiencias psíquicas, el sexto sentido, y dedicó a explorar estos temas algunos de sus libros: No después de medianoche (1971), Ecos de lo macabro (1976) y Clásicos de lo macabro (1987). Escribió además obras de teatro, novelas históricas, un estudio biográfico de Branwell Brontë, el atormentado hermano de Anne, Charlotte y Emily, y una autobiografía. En 1969 recibió el título de Dame Commander de la Orden del Imperio Británico.

El conflicto central de Rebecca es muy común, tan común que, en la época cuando salió (1938), varios escritores aficionados habían compuesto novelas semejantes y hubo acusaciones de plagio, todas finalmente retiradas. Como se demostró, el tema viene, en todo caso, de la novela Jane Eyre, de Charlotte Brontë, publicada casi cien años antes. En ambas obras hay una joven pobre, virtuosa, inteligente y sensible que, por circunstancias relacionadas con su clase social, conoce a un hombre  mayor, aristócrata, que se enamora de ella. Como resultado de este enamoramiento se casan. Para él es un segundo matrimonio; para ella, el principio de una pesadilla. La sombra de la primera mujer se vuelve una obsesión para la joven desposada, como lo ha sido siempre para el marido, y les impide a los dos ser felices. Éstas son las semejanzas.
         Al comparar las dos novelas, la crítica ha fallado invariablemente en favor de Jane Eyre. Se destaca la riqueza de estilo de Charlotte Brontë, la sutileza de su reflexión moral, su sentido del humor y de la ironía. Todo esto es acertado. Sin embargo, hay aspectos en Rebecca que puedan hacer de ella una obra más atractiva para el lector contemporáneo. En primer lugar, es mucho menos sentimental que Jane Eyre. En segundo, la voz narrativa resulta menos propensa a las parrafadas discursivas que tan comunes eran en la literatura victoriana. La lectura es más ágil, resultado probablemente del énfasis que du Maurier puso en el recurso del suspenso. Pero se dice que toda comparación es odiosa y, si el autor de estas notas (que se declara entusiasta lector de las hermanas Brontë y por lo tanto tiene tan poco interés en demostrar la superioridad de Rebecca como en suscribir la de Jane Eyre) se ha detenido en las anteriores minucias, es con la intención de enderezar en lo posible lo que le parece una injusticia de los capellanes de la literatura. Así que veamos mejor algunas de las características que hacen de Rebecca una obra original, de la que ningún lector podría decir que si ya leyó Jane Eyre se la puede ahorrar.
         En primer lugar, decíamos, Rebecca es una novela de suspenso y misterio. La protagonista llega a tomar posesión de la mansión costera de Manderley después de una breve luna de miel en el continente europeo. Es presentada a la servidumbre como la nueva señora de la casa. De inmediato experimenta una sensación de rechazo por parte del ama de llaves, Mrs Danvers, quien se convertirá en pieza clave de la historia. En efecto, esta maniática mujer, guardiana de la memoria de la esposa muerta, se encarga de atormentar a su nueva ama. El fantasma de Rebecca se va construyendo con base en las inferencias —muchas veces equivocadas— los temores y las fantasías de la joven. Esta construcción es todo un proceso. Glamorosa, refinada, encantadora al principio, Rebecca acaba revelándose como quien verdaderamente es: una especie de vampiresa cruel, egoísta, perversa.
         Surge aquí el tema que se convertirá en la gran música de fondo de la novela: la dualidad femenina, el claroscuro romántico en virtud del cual la pasión obsesiva y el amor sincero, el vicio y la virtud, lo demoníaco y lo angélico se trenzan en el conflicto central de la historia.
         En este aspecto radica tal vez la diferencia más importante en relación con Jane Eyre. Mientras Charlotte Brontë convierte a su heroína en absoluta protagonista (ella le da nombre al libro) y poco interesada se muestra en construir el personaje de la primera esposa, Daphne du Maurier carga las tintas al lado de la antiheroína. Basta con ver que el nombre de ésta le da su título a la novela, mientras el de la otra nadie lo conoce. Ciertamente, al igual que Milton, du Maurier se muestra más fascinada por el antihéroe que por el héroe de su obra. Rebecca es un personaje poderoso, hipnótico en su belleza medúsea y en la riqueza de sus matices psicológicos, un personaje sexuado y poéticamente superior a la mansa Mrs. De Winter, a quien la autora ni siquiera le dio un nombre. Podemos suponer que Daphne du Maurier se identificaba —o quería identificarse— más con su demonio que con su ángel, como lo demuestra el hecho de que compartiese con el primero su gusto por el mar y su afición a navegar sola.
         Desde luego, para construir a su personaje, du Maurier debió valerse de una larga tradición literaria que asocia cierto tipo de belleza femenina con la voluptuosidad y de ahí con el vicio y la muerte.

Dice el mito hebreo que, después de separar las aguas de la tierra y la luz de las tinieblas y de crear los animales y las plantas, Dios tomó un puñado de tierra y creó a Adán, el primer hombre. Al verlo indefenso, durmiendo el sueño de la creación, dijo: “Necesita una compañera”. Tomó otro puño de tierra del mismo lugar y modeló una segunda figura humana, esta vez dotada con un sexo femenino. Era Lilith, la primera mujer. Y dice el mito que, cuando Adán despertó, sintió hambre y viendo a su lado a la creatura que le había sido dada como compañera, le dijo: “Mujer, ve a cortarme unos hijos”. Lilith se negó. Le respondió a su marido que ella había sido hecha con la misma sustancia y el mismo procedimiento que él, y por lo tanto eran iguales y no tenía por qué obedecerlo. Si tenía hambre, debía ir él mismo a buscar sus higos. Comenzaron a discutir. Adán montó en cólera y Lilith, al verlo así, prefirió dejarlo solo y se perdió entre los árboles del Jardín. Adán fue a quejarse con Dios. Le reclamó que la mujer que había recibido para su servicio y placer en la tierra no le obedecía, y Dios, en un gran gesto de solidaridad patriarcal, envió a dos ángeles a que buscaran a Lilith y le dijeran que debía volver con Adán y obedecerlo en todo de ahí en adelante. Los dos alados bajaron al Jardín y se dieron a la búsqueda. Lilith no aparecía por ningún lado. Finalmente la encontraron en el confín del Paraíso, que era el mar. Nadando y chapoteando entre las olas. Le dieron el mensaje de Dios. Ella les respondió lo mismo que a su marido. Hubo otra discusión. La rebelde se sabía a salvo: los ángeles, dada su sustancia aérea, no podían meterse al agua por ella. Sin embargo, le dijeron que iban a esperarla en la orilla hasta que saliera y entonces la llevarían a la fuerza. Lilith se rió de ellos. Cuando Dios vio esto, se irritó tanto que deseó la destrucción de su creatura. Mas, como Él mismo no había puesto aún la muerte en el mundo, no pudo hacer nada. Se conformó con expulsarla del Jardín; es decir, del mundo de la luz, del mundo del Orden que Él había separado del Caos. Satán, quien había seguido de cerca y con gran interés esta historia, se sintió fascinado inmediatamente por el carisma y el temperamento —al fin y a la cabo tan afín al suyo— de Lilith. Y preparó para ella una gran recepción en el Caos, donde al llegar la convertiría en su consorte dándole el título de Reina de la Noche. Versión hebrea de la Perséfone helénica, Lilith adquirió con el tiempo otros títulos: es la Cara Oscura de la Luna o la Luna Negra, el Príncipe de los Súcubos. Mientras tanto, Adán se puso a llorar porque se había quedado solo. Fue la primera vez que un hombre lloraba el abandono de una mujer. Y lloró tanto que se quedó dormido. Entonces Dios tuvo piedad de él y decidió darle otra compañera. Iba a hacerla igual que a la primera, pero se detuvo. “Va a ser como ella”, se dijo. Pensó entonces que, a fin de que fuera subordinada, debía hacerla de alguna parte del hombre. Pero no decidía de cuál; no era una elección fácil. “Del cerebro no, porque va a ser más inteligente que él; de los ojos no, porque va a ser lujuriosa; de la boca no, porque va a ser murmuradora; del corazón no, porque va a ser celosa; de las manos no, porque va a ser violenta; de los pies no, porque va a ser vagabunda”. Finalmente se decidió por la costilla: así sería, además de sumisa, recatada. Y Dios creó a Eva. Y Eva fue una buena esposa hasta que vino la Caída y ella y Adán fueron arrojados a la dura vida mortal.
         Ahora bien, dice el mito que, ya antes del asesinato de Abel a manos de su hermano, nuestros primeros padres habían sufrido desavenencias conyugales y a causa de ellas tuvieron relaciones sexuales con demonios: Eva con Samael y Adán con Lilith, aunque no alcanzó la satisfacción de reconocer en ella a su primera esposa. De estos encuentros clandestinos nacieron los seres humanos a los que se hace referencia en el Génesis (aquellos de quienes Caín temía que lo mataran si lo veían, por la marca que Dios le había puesto, y la mujer con quien se casó en el exilio). Y de estos bastardos, mitad demonios y mitad humanos, nacieron los gigantes que Dios querría aniquilar después con el Diluvio. Sin embargo, la semilla del Mal sobrevivió: una de la nueras de Noé ya iba embarazada, adúlteramente, cuando subió al Arca. Por eso, desde entonces hasta hoy en día, hay dos clases de mujeres: las hijas de Eva y las hijas de Lilith: las buenas y las malas.
         Este mito fue recogido por los románticos y convertido en el centro de su visión estética. Ciertamente, las descendientes literarias de la primera mujer se volvieron casi tan numerosas —y casi tan bellas— como sus hijas reales. De ella viene la figura decimonónica de la femme fatale. Y la Christabel de Coleridge, la Lamia de Keats, la Catherine Earnshaw de Emily Brontë... y Rebecca. A Lilith se le representaba como una mujer joven de belleza andrógina, de labios carnosos y larga cabellera ensortijada en cuyos hilos se hallaban enredados los corazones de todos los hombres que se habían perdido por la lujuria. Y en su carácter era rebelde, pronta a la ira, cruel, orgullosa, lasciva, rencorosa, temeraria. Rebecca —dice Frank, el administrador de Manderley— “no sabía lo que es el miedo”. Desafiaba al mar y se refugiaba en él cuando parecía cansada del mundo patriarcal. Despreciaba a los débiles y disfrutaba que los hombres la desearan. Era un terror omnipresente. Su esposo mismo dice de ella: “Era una mujer que daba la sensación de ser una serpiente”. Y más adelante habla de “la inmunda madriguera en la que se recogía como un animal”. La recuerda con su larga cabellera suelta al viento. Al igual que Lilith, el ofuscado Príncipe de los Súcubos, Rebecca tenía algo de andrógino: “Noté lo pálida y delgada que estaba. Comenzó a pasear de un extremo a otro de la habitación, hundidas las manos en los bolsillos del pantalón. Vestida con su traje de marinero, parecía un muchacho, un muchacho bello, como un ángel de Botticelli”.

Ahora bien, desde el siglo xix, con los paisajes demenciales de Emily Brontë y las visiones extáticas de Swinburne, existe la convención de que la naturaleza romántica es una naturaleza violenta. Ciertamente, la esencia del romanticismo es la exaltación, no importa de qué. Exaltación del individuo, de la subjetividad, de la emoción primaria, del impulso, de la delectación de los sentidos, de la energía presente en los elementos naturales. Rebecca, hija de Lilith, personaje romántico y swinburniano, siente esto. No es sólo una depravada hipócrita que, en secreto, se burla de la moral social. Más allá, ha convertido esta depravación en la expresión libérrima de su individualidad. Y encuentra un reflejo de ella en la naturaleza salvaje de la costa de Cornwall. “Huye a lo alto donde sople un viento rudo y fuerte”, recomienda Nietzsche con la voz de Zaratustra. En sus momentos febriles, Rebecca busca el refugio de la naturaleza no domesticada: el mar embravecido, el viento del litoral que azota los acantilados. Pasa mucho tiempo en su casa de la playa, a veces noches enteras, noches —después lo sabemos— dedicadas a la lujuria y a las explosiones de su temperamento. Se pone al timón de su barco y se echa al mar vestida de hombre, disfrazada de marinero, única tripulante en medio de un elemento al cual ha aprendido a no temer. Se complace en luchar contra el mar como luchaba contra los hombres, contra sí misma, contra el caballo bronco que en una ocasión la tira. “El agua violenta —dice Gaston Bachelard— es un esquema de coraje”. Y en ella la victoria es “más rara, más peligrosa, más meritoria que en el viento”. Como Catherine Earnshaw, la apasionada heroína de Cumbres borrascosas, otra de las hijas de Lilith que nos dejó el romanticismo, Rebecca ve en la naturaleza indomada un reflejo de su propio interior.
         Ahora bien, cuando una mujer, traicionando los principios elementales de su sexo, hace lugar dentro de ella a la energía masculina, se vuelve destructiva. Como Artemis-Diana, mata. Todas las niñas son andróginas, son las arktoi, las “ositas” que corrían detrás de la diosa de los bosques y los cazadores, manifestación forestal de la energía lunar. Al llegar a la adolescencia, el proceso de socialización las convierte en lo que llamamos una “señorita”: una mujer sin ambigüedades sexuales, que ya no participa en los juegos de los niños. Su integración a la sociedad adulta se realiza al costo de una mutilación. En la literatura, no todas las heroínas pagan este precio. Catherine Earnshaw intenta hacerlo: cambia la vida de la naturaleza y los juegos físicos por el salón de té y las actividades al calor de la chimenea. Intenta ser una hija de Eva, pero su verdadero ser emerge nuevamente, con redoblada fuerza, y la destruye como ella quiso destruirlo. Rebecca, personaje que tanto debe a la heroína de Emily Brontë, intenta hacer un doble juego: pacta en la superficie; se convierte en una dama de sociedad que realiza a la perfección todas las tareas propias de su sexo y de su posición social. Llena de flores y de sutiles aromas las habitaciones de Manderley. Pero bajo esta fachada desarrolla una vida paralela en la cual no ha dejado la androginia de la infancia: monta a caballo como un hombre, timonea su propio barco, se viste y se porta contrariamente a su sexo. “Era tan valiente y decidida como un hombre —dice de ella Mrs. Danvers—. Debió de haber sido un chico”. En las formas más altas de belleza humana concurre esta ambigüedad. Los ángeles no tienen sexo y los demonios no son otra cosa que ángeles caídos. Lilith, el Príncipe, muestra también esta androginia. Toda femme fatale tiene algo de andrógina. Y todas —divinos monstruos— siguen al final el destino inherente a la creatura monstruosa: destruirse a sí mismas dejando un rastro de dolor y pesadilla.

Pero el romanticismo de Daphne du Maurier no se limita a la construcción del personaje Rebecca. Como ya señalamos antes, ésta debe su fuerza al claroscuro moral y estético que la opone a su sucesora, la segunda Mrs. De Winter. Este claroscuro, proclamado más específicamente por Víctor Hugo, se convirtió en técnica privilegiada de la literatura romántica, desde sus primeros exponentes —como las hermanas Brontë— hasta sus productos más extremos —como la poesía de Baudelaire y la de los prerrafaelistas—. Lo encontramos, por ejemplo, en la obra de Dante Gabriel Rossetti, de quien ha dicho Mario Praz: “Junto a su Beata Beatriz figuran hechiceras criaturas maléficas. El tipo de belleza idolatrada por Rossetti es una belleza dolorosa, exquisitamente romántica; un hálito espectral parece irradiar sobre sus figuras”. El mismo contraste percibimos entre las dos señoras de Manderley.
         Otros elementos que Daphne du Maurier tomó del romanticismo prerrafaelista —o probablemente de antes, del medievalismo de Keats— involucran el uso de una gran profusión de flores a fin de crear una atmósfera saturada, de languidez, de vida en proceso de marchitarse, de fecundidad necrofílica; los jardines, las arboledas, las casas antiguas, las ruinas, lo heráldico. Una atmósfera de encantamiento, reminiscente de algunos relatos de Edgar Allan Poe, de algunos poemas de Lord Alfred Tennyson, se va construyendo gracias a esos elementos. Por otra parte, las páginas iniciales resultan un homenaje al gusto romántico por los paisajes otoñales de desolación, de vida en estado de latencia, de vida que duerme.

Daphne du Maurier comenzó a escribir Rebecca en 1937, cuando ella tenía treinta años y su esposo, Tommy, se encontraba en Egipto como oficial comandante de la Guardia de Granaderos. Una gran distancia física y emocional separaba al candente desierto nubio de los frescos y perfumados bosques costeros de Cornwall. La joven escritora no se adaptaba fácilmente. Sus hijos eran pequeños y requerían atención, igual que su marido, y ella extrañaba terriblemente su tierra. Fantaseaba con ella, se imaginaba a sí misma caminando por aquellos bosques encantados, sintiendo en su nariz la sal del mar que azotaba los acantilados sin solución de continuidad. De la fuerza de esa invencible nostalgia salió el impulso de escribir Rebecca. Normalmente se piensa que un escritor debe irse a vivir al escenario donde se desarrolla su obra para poder inspirarse. Daphne du Maurier, al contrario, escribió desde el recuerdo, desde la añoranza. Vívidos como son los paisajes recreados en Rebecca, no deja de sorprendernos el saber que la autora los contemplaba, mientras escribía, con los ojos de su memoria.
         La novela fue terminada en 1938, ya estando du Maurier de regreso en Inglaterra. De inmediato la envió a su editor, con un comentario: “He tratado de crear una atmósfera de suspenso”. La obra salió y el éxito no se hizo esperar. El mismo año, Orson Welles hizo una adaptación de la historia para la radio, patrocinada por la sopa Campbell, y luego él mismo la recomendó a Alfred Hitchock. La película —la primera que el director hacía en Estados Unidos— salió en 1940 con las glamorosas actuaciones de Joan Lafontaine, Laurence Olivier, George Senders y Judith Anderson. La afinidad entre Daphne du Maurier y Hitchock ya había producido la película Jamaica Inn (1938), basada en la novela del mismo título de 1936. Otra obra de ella que el director adaptó con éxito al cine fue Los pájaros. Y otros cineastas que llevaron sus novelas a la pantalla fueron Mitchell Leisen, Compton Bennett, Henry Coster y Robert Hammer. Pero nada superó el éxito de Rebecca. Y eso que había empezado como un impulso de la nostalgia y como un ejercicio narrativo para pasar el tiempo en aquellos días de calor interminable. “Un ejercicio sobre los celos”, diría la autora años después, “en el que la esposa número 2 se siente perseguida día y noche por lo que ella pensaba que había sido la esposa número 1.”
         Daphne du Maurier murió el 19 de abril de 1989, en Cornwall, la provincia salvaje donde se desarrollan Rebecca y muchas otras de sus novelas. En la misma fecha —significativa coincidencia— solo que en el año de 1824, había muerto en Grecia Lord George Gordon Byron, el gran poeta del heroísmo fatal.
         Escribir un libro, dijo la autora en su autobiografía, es “una purga al final de la cual uno queda vacío... como un caracol abandonado en la playa, esperando a que la marea venga otra vez”.
         Tal vez Rebecca no haya sido, como indica el título de estas notas, la última novela romántica, pero hasta donde hemos leído, podríamos decir, con más precisión, que fue la última gran novela romántica.

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