Hace más de
treinta años, en esa época en que era muy de poetas obsesionarse con las
mujeres, me pasó algo curioso. Una noche, ya como a las 11, bajé al teléfono
público que estaba en una esquina de mi calle y marqué el número de mi
obsesión. Era una noche oscura, y las calles del centro de la Ciudad de México,
en esa época dichosa de antes de la gentrificación, lucían solitarias.
Lloviznaba. Era la atmósfera perfecta para que ocurriera algo misterioso. Y
ocurrió. Marqué mal el número de la amada, con mis nervios. Me respondió una
grabadora que inició con los primeros segundos de una pieza de Chet Baker.
Enseguida, una aterciopelada voz femenina: “Si te has atrevido a despertar un
sueño con tu llamada, no lo dejes morir con tu silencio”. Y luego vino el tono
para dejar mensaje. No dejé nada, pero estaba tan fascinado que ya ni me
acordaba de la otra. Quería volver a llamar y volver a oír esa voz, pero no fui
capaz de repetir el error de dedo al primer intento.
Debo hacer un paréntesis para decir que
en esa época la gente ponía mucha creatividad en sus grabaciones de la
contestadora. Muchas eran geniales. Pero ninguna me había volado como ésta.
El hecho es que, luego de varias
combinaciones numéricas, la persistencia me dio el mismo regalo que antes me
dieran el azar y los nervios: volví a oír la voz. Y, como llevaba en el
bolsillo otras dos monedas, volví a oírla dos veces más, sin dejar nunca un
mensaje. La voz me tuvo fantaseando hasta la madrugada.
La luz de la mañana me hizo bajarme de
mi nube. Okey, era un mensaje poético, sugestivo, misterioso, en una voz
seductora. ¿Y? ¿Qué iba yo a hacer con eso? Podía dejar una respuesta tonta,
máximo ingeniosa, ¿y? No tenía yo teléfono para que me devolvieran la llamada.
¿Creía que esa belleza –no podía imaginar a la dueña de la voz más que como una
belleza– iba a contestarme finalmente y a invitarme un café en la sala de su
casa oyendo a Chet Baker?
No volví a llamarla ese día. Ni al
siguiente ni al siguiente. Pero el embrujo estaba hecho: acabé por ceder a él.
Me contestó el mismo mensaje. Dejé correr un poco la cinta de la grabadora y
colgué. Era de noche como la otra vez. Y a la noche siguiente lo hice de nuevo.
A la cuarta o quinta cambió el texto: “El silencio es piedad. No la quiero.
Mátame con tus palabras.” Me fui a dormir satisfecho, enamorado. Luego de una
semana volvió a cambiar la grabación: “Los amorosos callan. El amor es el
silencio más fino.” Ahora sí me animé y dejé un mensaje: “El más tembloroso, el
más insoportable.”
Durante casi dos meses mantuvimos el
intercambio en este tono. No me atrevía a dar el segundo paso –dejar mi nombre,
preguntar el suyo–, mucho menos el tercero –pedir una cita–. Tenía miedo, no sé
de qué. ¿De enamorarme de verdad? ¿De desilusionarme? Tal vez ella tenía las
mismas dudas. Tal vez, simplemente, no pensaba nada, sólo jugaba.
Una noche no hubo poesía en la
contestadora. Ni siquiera hubo contestadora. Volví a intentar muchas veces más,
muchos días más. Luego, una noche, respondió una voz femenina pero vulgar:
“Casa de la familia Rendón”.
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