I
He rentado una
habitación en una casa al final del pueblo. Un pueblo perdido en los Cárpatos,
cerca de la frontera entre Hungría y Eslovaquia: el lugar más aislado para
poder escribir en paz. La familia que vive aquí —padre, madre, abuela y dos
hijas adolescentes— es silenciosa: trabajan mucho, hablan poco y nunca oyen
música. No hay televisión por acá. En cambio, se oyen cosas raras, a veces. En
las noches. Los tres viejos ya están acostumbrados a oírlas y, con el cansancio
con que terminan la jornada, duermen tranquilos. Pero las dos chicas, en su
habitación cuyas paredes de madera rechinan con el viento, tienen miedo de
apagar la luz. Es que se oye el melancólico silbato de un tren que se va
alejando, cuando no hay vías que pasen por este pueblo. Las hubo alguna vez,
hace muchísimos años.
Dice la madre que ese tren, conducido
por soldados alemanes, va lleno de prisioneros deportados a los campos de
concentración. Lleva setenta años corriendo sobre rieles de niebla, con su
tripulación de humo. Los pasajeros, condenados por alguna maldición terrible a
vivir una y otra vez la misma historia, viajan hacinados y llenos de angustia
hacia algún lugar tan fantasmal como ellos. El padre dice que eso no es verdad,
que ese tren se perdió en la Primera Guerra Mundial y va llenos de soldados y
materiales destinados a las trincheras. Y la abuela tiene otra versión: el tren
salió de Viena a finales del siglo xix, rumbo a San Petersburgo, y lleva
una aristocracia extinta: fantasmas de hermosos trajes que brindan, conversan,
ríen en vagones-comedor de candiles y pesadas cortinas de terciopelo. Los
acompañan músicos tocando valses tristes y bellos.
Siempre he preferido trabajar de noche,
internándome en la madrugada con mis historias, y aquí puedo hacerlo muy bien:
me acompaña el silbato del tren.
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