martes, abril 30, 2019

El hombre de espaldas


Imagen: René Magritte



El espejo lo compró Daniela en el mercado de pulgas, un sábado cuando iba pasando en el coche con su hermano mayor y, nada más por hacerlo enojar, insistió en bajarse. Era un espejo oval de unos treinta centímetros de largo por veinte de ancho, con un marco de latón ya maltratado en algunas partes, pero todavía bonito, con relieves de hiedras y motivos florales. El cristal era color de rosa, un cristal antiguo en el cual los objetos se reflejaban como velados por el vaho de los años, como si estuviera uno viendo cosas del pasado, de hacía mucho tiempo, y no del presente. A Dany le encantó. No llevaba dinero suficiente para comprarlo, pero, con lo que tenía, el dueño aceptó apartárselo.
         De regreso en casa, le rogó a su padre que le diera un poco, le pidió prestado a su abuela y después vendió algunos discos compactos entre sus compañeros de la escuela. El sábado fue por el espejo. No encontró al dueño, sino a su esposa, una rubia otoñal con aspecto de bruja. Cuando Dany le dijo a qué iba, la señora sacó el espejo de una caja de cartón donde lo tenían escondido. Emocionada, la chica pagó lo que faltaba y corrió a casa con su tesoro. Ya le tenía asignado un lugar en su recámara.
         Los problemas empezaron esa misma tarde. No todas las veces que alguien se asomaba al espejo, pero sí muchas, veían en el fondo, detrás de los reflejos normales, la figura de espaldas de un hombre. Era una cosa que daba miedo, por extraña. Porque no había nadie detrás, ninguna forma que pudiera reflejarse así en el espejo. Lo peor de todo era que a veces estaba allí, a veces no. Y siempre sucedía que sólo una persona a la vez podía verlo. Entonces, ¿cómo estar seguros de nada? Finalmente llegaron a una conclusión: el hombre de espaldas vivía en el espejo.
         La familia no quiso saber más. Lo único que deseaban era deshacerse de aquello. Dany se lo fue a ofrecer al mismo vendedor de quien lo había comprado. Éste se le quedó viendo con una sonrisa enigmática y le ofreció menos de la mitad de lo que ella pagara. Pero Daniela no se puso a regatear. Ya se alejaba del puesto cuando alcanzó a oír que el dueño murmuraba, como hablando para el espejo: “Otra vez de regreso”.

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