Imagen: René Magritte
El espejo lo
compró Daniela en el mercado de pulgas, un sábado cuando iba pasando en el
coche con su hermano mayor y, nada más por hacerlo enojar, insistió en bajarse.
Era un espejo oval de unos treinta centímetros de largo por veinte de ancho,
con un marco de latón ya maltratado en algunas partes, pero todavía bonito, con
relieves de hiedras y motivos florales. El cristal era color de rosa, un
cristal antiguo en el cual los objetos se reflejaban como velados por el vaho
de los años, como si estuviera uno viendo cosas del pasado, de hacía mucho
tiempo, y no del presente. A Dany le encantó. No llevaba dinero suficiente para
comprarlo, pero, con lo que tenía, el dueño aceptó apartárselo.
De regreso en casa, le rogó a su padre
que le diera un poco, le pidió prestado a su abuela y después vendió algunos
discos compactos entre sus compañeros de la escuela. El sábado fue por el
espejo. No encontró al dueño, sino a su esposa, una rubia otoñal con aspecto de
bruja. Cuando Dany le dijo a qué iba, la señora sacó el espejo de una caja de
cartón donde lo tenían escondido. Emocionada, la chica pagó lo que faltaba y
corrió a casa con su tesoro. Ya le tenía asignado un lugar en su recámara.
Los problemas empezaron esa misma
tarde. No todas las veces que alguien se asomaba al espejo, pero sí muchas,
veían en el fondo, detrás de los reflejos normales, la figura de espaldas de un
hombre. Era una cosa que daba miedo, por extraña. Porque no había nadie detrás,
ninguna forma que pudiera reflejarse así en el espejo. Lo peor de todo era que
a veces estaba allí, a veces no. Y siempre sucedía que sólo una persona a la
vez podía verlo. Entonces, ¿cómo estar seguros de nada? Finalmente llegaron a
una conclusión: el hombre de espaldas vivía en el espejo.
La familia no quiso saber más. Lo único
que deseaban era deshacerse de aquello. Dany se lo fue a ofrecer al mismo
vendedor de quien lo había comprado. Éste se le quedó viendo con una sonrisa
enigmática y le ofreció menos de la mitad de lo que ella pagara. Pero Daniela
no se puso a regatear. Ya se alejaba del puesto cuando alcanzó a oír que el
dueño murmuraba, como hablando para el espejo: “Otra vez de regreso”.
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