Los viernes
había una tertulia de escritores en un bar. Esa vez, ella me acompañó, pero
luego regresó sola a su casa. Sabía que no tenía caso quedarse conmigo porque
yo iba para largo. Con amigos o sin amigos. Y así fue. De aquel bar me fui a
otro, yo solo. Luego a otro, hasta el amanecer. Era en los años 80 y no
usábamos teléfonos celulares. Yo no tenía tampoco línea fija. Vivía en un
barrio de muy mala muerte y no tenía casi nada. Ni siquiera tenía cocina porque
pensaba, como Trotsky, que ahí se anclaba la visión del mundo de la burguesía.
Si había que desconstruir el sistema, había que empezar por eliminar la cocina.
Así que en mi vivienda no había estufa —esa encarnación moderna del fetiche
burgués del fuego del hogar—. Había un refrigerador pequeño, pero se hallaba en
la recámara, idealmente lleno de cerveza y vodka. La habitación que había sido
planeada para cocina hacía las veces de bodega.
Entonces, como no había forma de saber
dónde andaba yo, ella llegó a verme el domingo a mediodía. Yo no había dejado
de beber. No recordaba cómo llegué ni a qué hora de qué día. No recordaba dónde
había estado. Cuando me di cuenta, me hallaba sentado en mi cama bebiendo de la
botella. No había comido nada. No me interesaba comer. No sentía esa necesidad
cuando bebía.
Ella debió de verme muy mal, porque
dijo que iría a comprar algo para almorzar. Pero era domingo: no había nada
abierto en aquel infame barrio. Y el mercado estaba lejos y había que cruzar la
parte más peligrosa. Quise acompañarla, pero ella no me dejó. “No estás en
condiciones”, me dijo. Revisó cuánto alcohol tenía yo todavía y vio que no era
mucho. Tranquila, me encerró con llave para que no volviera yo a salirme y se
fue.
Se me hizo eterno el tiempo que tardó.
Cuando llegó, traía un manojo de flores de calabaza. Fue lo único que encontró,
me dijo. “Se las compré a una marchanta”. Le dije que no había nada en qué
cocerlas. “Ya lo sé”, me contestó.
Me llevó al baño y me lavó las manos.
Luego me llevó a sentar al sofá y regresó a lavar las flores. Se tardó. Las
habría lavado una por una. Me las ofreció como si hubieran sido un ramo de
rosas. Empecé a reírme con esa especie de triste inocencia con que se ríen los
borrachos. La contagié de risa.
Comimos. Nos comimos todas las flores,
sentados en ese sofá lleno de polvo y quemaduras de cigarros.
No sé cómo decirlo. Suena raro, quizá
surrealista, pero... comiéndome esas flores, sentí como si me nacieran dentro
otras flores.
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