Mi padre es más
joven que yo. Porque él dejó de envejecer a los 52 años —la eternidad es la
mejor crema antienvejecimiento— y yo ya voy a cumplir 56. Supongo que tengo más
experiencia que él; podría verlo como a un amigo entrañable a quien estoy en
situación de aconsejar. Podría decirle que sus hijos son unos malcriados y debió mandarlos a una escuela militarizada o religiosa para que aprendieran a comportarse. Pero a nadie le gusta que critiquen a sus hijos y él siempre defendió
a los suyos. Sí, no es buena idea. Sería una oportunidad mejor aprovechada si
lo regaño por no cuidarse, por no seguir puntualmente la dieta que le prescribieron. Le daría un puñetazo de cariño en el hombro y lo
invitaría a un bar donde tocaran la música que le gustaba. La gente que nos
viera ahí, compartiendo la mesa y chocando las copas, no se imaginaría que
somos padre e hijo. Porque él tiene 52 años y yo 56. Pensarían que somos
hermanos con pocos años de diferencia, aunque uno de los dos (él), es más
alto, más guapo y más pasado de moda en su vestimenta. Sí, le invitaría unas
copas. Fumaríamos. Tal vez, al final, fuera él quien me diera consejos. Siempre
ha entendido la vida mejor que yo, aunque sea más joven, aunque yo siga por
aquí un tiempo más y, un día, cuando vayamos otra vez a esa cantina donde tocan
música de sus tiempos, la gente piense que yo soy el padre y él el hijo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario