Todavía no existía la Central de Abastos, y el barrio de la
Merced estaba siempre lleno de gente de toda clase: comerciantes, mayoristas
que iban a surtirse, campesinos que llevaban a vender sus cosechas, cargadores.
Había varias pulquerías y cientos de prostitutas de todas las edades que se
ofrecían a lo largo del Anillo de Circunvalación o en los paupérrimos lupanares
del Puente de Santo Tomás, la Soledad, el callejón de Manzanares... no era raro
que una de esas muchachas amaneciera muerta en la calle, tirada abajo de la
banqueta como un animal. Las mataban. Los teporochos, en cambio, se morían
solos. Un día su cuerpo ya no aguantaba esa dieta de no comer nada y beber sólo
alcohol. Nadie los miraba con lástima; los más piadosos simplemente evitaban
tropezar con ellos.
Su abuela le
enseñó a Gregorio a ver la luz que se desprendía de esos cuerpos aún mucho
después de que habían muerto, aún cuando ya se los habían llevado a la morgue.
Era una luz dolorosa, llena como de humo, como de tizne. La de las muchachas no
tanto, pero la de los teporochos...
—Eso negro que
ves —decía la vieja— es el daño que ellos mismos se hacían, la mierda que
fueron juntando con todos sus pecados. Pero ni así tienen suficiente. Míralos.
Sí, a veces
Gregorio los veía pasar ya desencarnados. Invisibles para la mayoría de los
vivos; caminaban como buscando algo que no podían encontrar. Ciegos,
deslumbrados por la luz de este mundo que ya no era el suyo, avanzaban tentando
las paredes; no podían creer que sus dedos se hundieran en ellas como si
estuviesen hechas de niebla o de humo. Buscaban su casa o su rincón en la
calle, quién sabe. Gregorio recordaba a una muchacha que llegaba a la misma
esquina donde se paraba cuando estaba viva. Miraba a los hombres que pasaban
como si quisiera preguntarles algo y no se atreviera.
—Hay que rezar
por ellos —le decía su abuela—. A veces eso les ayuda a irse en paz.
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