miércoles, octubre 09, 2019

Tan oscura (fragmento de la nueva edición de Acálasletras))


Todavía no existía la Central de Abastos, y el barrio de la Merced estaba siempre lleno de gente de toda clase: comerciantes, mayoristas que iban a surtirse, campesinos que llevaban a vender sus cosechas, cargadores. Había varias pulquerías y cientos de prostitutas de todas las edades que se ofrecían a lo largo del Anillo de Circunvalación o en los paupérrimos lupanares del Puente de Santo Tomás, la Soledad, el callejón de Manzanares... no era raro que una de esas muchachas amaneciera muerta en la calle, tirada abajo de la banqueta como un animal. Las mataban. Los teporochos, en cambio, se morían solos. Un día su cuerpo ya no aguantaba esa dieta de no comer nada y beber sólo alcohol. Nadie los miraba con lástima; los más piadosos simplemente evitaban tropezar con ellos.
         Su abuela le enseñó a Gregorio a ver la luz que se desprendía de esos cuerpos aún mucho después de que habían muerto, aún cuando ya se los habían llevado a la morgue. Era una luz dolorosa, llena como de humo, como de tizne. La de las muchachas no tanto, pero la de los teporochos...
         —Eso negro que ves —decía la vieja— es el daño que ellos mismos se hacían, la mierda que fueron juntando con todos sus pecados. Pero ni así tienen suficiente. Míralos.
         Sí, a veces Gregorio los veía pasar ya desencarnados. Invisibles para la mayoría de los vivos; caminaban como buscando algo que no podían encontrar. Ciegos, deslumbrados por la luz de este mundo que ya no era el suyo, avanzaban tentando las paredes; no podían creer que sus dedos se hundieran en ellas como si estuviesen hechas de niebla o de humo. Buscaban su casa o su rincón en la calle, quién sabe. Gregorio recordaba a una muchacha que llegaba a la misma esquina donde se paraba cuando estaba viva. Miraba a los hombres que pasaban como si quisiera preguntarles algo y no se atreviera.
         —Hay que rezar por ellos —le decía su abuela—. A veces eso les ayuda a irse en paz.

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