De todos los géneros, la literatura infantil es el más
conservador, el más leal a los valores de la ideología dominante, el más reacio
a cambiar y a registrar los cambios. Ni la novela policíaca ni la fantástica ni
la histórica ni la erótica son tan tradicionalistas. Esto es probablemente
porque los libros para niños están destinados en primer lugar a complacer a los
adultos. No llegan a las manos de los niños si antes no son filtrados por
editores, docentes y administradores de la educación, padres de familia,
promotores y mediadores de lectura, etcétera. Así funciona el sistema de la
literatura infantil y juvenil. El autor escribe lo que piden los editores; los
editores publican lo que aprueban los programas oficiales o por lo menos los
padres y los maestros; los padres compran lo que ofrecen los editores y de
todos modos vuelven a filtrarlo... Al final de todo este tira y afloja, ¿dónde
queda el margen de elección de los niños?
Esta alianza
codependiente que forman editores, educadores y padres de familia, en virtud
del mismo andamiaje ideológico que le da una posición privilegiada, ha dado
lugar a un núcleo muy unido que forma el segmento más conservador de la
sociedad mexicana y de los países occidentales en general. Sus guardianes son
los que hablan de valores, de tradiciones, de inculcar, de mejorar... esos
conceptos que rarísima vez o nunca se observan en los libros de otros
subgéneros narrativos. La literatura infantil es así un espejo donde los niños
se ven no como son sino como, según sus educadores, son. O deben ser. O donde
se ve lo mal que les va a quienes, por su voluntad o por las injusticias de la
vida, no pueden ser parte del maravilloso mundo de los valores tradicionales:
huérfanos, vagabundos, fugitivos, disfuncionales, etcétera. A final de cuentas,
el concepto de niñez es una construcción de los adultos que sirve en primer
lugar a los adultos. Al relacionarse con los niños a través de los libros, el
adulto pretende dirigir su desarrollo mental y moral. Pero además mira hacia el
pasado, hacia un tiempo personal o histórico que ha idealizado para poder
entender las determinaciones de su propia vida. Y en toda esta
construcción, el mito de la familia es el pilar central.
Esto es así
en toda la literatura infantil del mundo occidental y hasta donde alcanzan a
llegar los libros. Y aquí hay que ver que la literatura infantil y juvenil
mexicana, mucho más que la de los otros géneros, se ha venido construyendo
sobre los grandes modelos europeos y norteamericanos. Lo curioso es que, al
imitar esos modelos, nuestra producción literaria ha pasado por alto las
peculiaridades de la visión mexicana del mundo. Empecemos con que, a partir del
siglo XIX, hay un gran énfasis en educar al lector infantil en la idea de que
la vida ideal, la vida que espera al héroe como recompensa a sus esfuerzos, es
la vida en familia. Claro que esto viene desde La Odisea, pero
en la cosmovisión decimonónica alcanzó su cristalización ideológica. El hecho
es que prácticamente no hay ningún libro donde el final feliz no incluya un
reencuentro con la familia o su fundación. Y en todas estas obras, la familia
ideal es la familia nuclear: padre, madre e hijos. Pero resulta que, entre los
países del hemisferio occidental, quizá no hay ninguno más propenso a las
familias transnormativas que México. Puede ser herencia indígena, puede ser
tradición criolla, puede ser una estrategia de supervivencia propia de las
comunidades en situación de pobreza. El hecho es que lo que la mayoría de los
mexicanos identifica como su familia suele salirse por mucho del molde europeo:
a menudo no incluye al padre y en cambio incluye abuelita (con menos
frecuencia, abuelito), tías, tíos y a veces hasta personas sin conexión biológica
que simplemente se allegaron a la casa. El gran número de casos de madres
solteras y la necesidad de ayuda extra en el cuidado de los niños también
explica el que, en muchos hogares, la constelación familiar no siga el molde
tradicional de padre, madre e hijos.
Las familias
mexicanas no funcionan como las europeas. Bueno, la verdad es que las familias
europeas tampoco funcionan ya como la literatura infantil europea dice que
funcionan. La literatura infantil, aun en sus expresiones “realistas”, debería
leerse como un subgénero de la literatura fantástica. Ciertamente, en su libro The Family in
Question: Changing Households and Familiar Ideologies (1985), Dianna
Gittins considera que una de las causas de la crisis de la institución familiar
–crisis que estamos viviendo hoy en día– es la brecha entre realidad e
ideología. Por su parte, John Gillis explica que, cuando pensamos en términos
de tradición, “proyectamos una imagen estática de la familia sobre un tiempo y
un espacio pasados, e inmediatamente empezamos a describir el cambio en
términos de decadencia o pérdida”. (Thiel, 2)
En el caso
de México, hay que ver que la mayoría de los autores que hoy, en 2019, estamos escribiendo literatura infantil, nacimos entre finales de los años 50 y finales de los 70.
¿Cómo se formó la cultura de esta generación? En primer lugar, muchos de nosotros venimos de
familias más o menos conservadoras. Probablemente, por lo menos en una de esas
casas había un cuadro de la Sagrada Familia (no en la mía). Fue la generación de la televisión
como centro de la vida familiar, con el montón de películas, telenovelas y
comerciales que enfatizaban la visión de la familia de la clase media; incluso teníamos “programas familiares”, como En familia con
Chabelo, que empezó a transmitir en 1967. Los anuncios comerciales apelaban
a estos valores, al igual que la propaganda gubernamental: “Posdata: Viva la
familia”. Las telenovelas tenían finales felices en donde al final de una serie
de intrigas prevalecía el amor y había un matrimonio; es decir, la fundación de
una nueva familia. El Canal 4 ofrecía películas ya viejas, pero que seguían
desarrollando dramas lacrimógenos a partir de esta visión, como Cuando los hijos se
van o la saga completa de Pepe El Toro, donde la causa de todo el
infortunio de los protagonistas es que una transgresión moral dejó la familia
incompleta, sin su raíz más grande, que es la madre.
Y sí, entre
las distintas posibilidades de tener una familia incompleta, la más terrible en
la visión mexicana del mundo, es la de la familia sin madre. Una familia sin
padre carece de un sostén sólido, pero puede salir adelante; una familia sin
madre, sencillamente no es familia, es una manada rota, carente de cohesión,
emocionalmente paralítica.
¿Qué leía en
la infancia esta generación? Aún no existía en México una industria editorial
dedicada a la literatura infantil, así que las opciones eran limitadas. Bueno,
no tan limitadas, pero sí diferentes. Leíamos a los clásicos juveniles como
Alejandro Dumas, Louisa May Alcott, Edmundo de Amicis, Charles Dickens, Julio
Verne o Emilio Salgari, aunque la mayoría de los niños debía conformarse con
los cuentos ofrecidos por los libros de texto de la primaria. O bien leíamos historietas ilustradas, que al final contribuían al condicionamiento
ideológico, como La familia Burrón. Además
–cosa muy importante que se ha estudiado poco–, la educación literaria de esa
generación estuvo muy influida por la costumbre de aprender poemas de memoria
para recitarlos en los festivales escolares. Y ninguno de esos poemas se
consideraría apropiado para la edad según los estándares de hoy en día. Sin
embargo, funcionaban muy bien para reforzar en esos niños –que hoy escribimos para otros niños– los valores familiares. Por supuesto, los poemas a la madre
eran ya en sí el género más popular. Pero además había largos poemas narrativos
que ilustraban lacrimosamente las miserias de la orfandad, como “Mamá, soy
Paquito”, de Salvador Díaz Mirón, o “Por qué me quité del vicio”, de Carlos
Rivas Larrauri, y otros que advertían a las niñas contra los peligros de cometer
un error moral y acabar privadas de la honorabilidad de la familia: “Cómo me
dan pena las abandonadas”, de Julio Sesto. Y así había muchos otros en el mismo
tono, incluidos en los célebres Tesoro del declamador
universal y El libro de oro del
declamador, compilados por Homero de Portugal.
El ideal de
la familia no es una inocente fantasía idealista, sino un sistema ideológico en
cuya raíz se encuentran temas de poder y control. En caso de que esto no fuera
evidente, puede comprenderse con la lectura de los estudios de Michel Foucault
sobre el poder, en particular su libro Vigilar y castigar:
El nacimiento de la prisión (1975). La distinción que plantea el autor
entre poder disciplinario y poder soberano resulta útil para explicar por qué
persistimos –y se nos conmina a persisitir– creyendo en el ideal de la familia
y alentándolo en nuestros lectores. En la sociedad premoderna, el poder
soberano, como el nombre lo sugiere, depositaba todo el poder en una figura,
generalmente masculina, como el rey, el sacerdote o el padre, a nivel
microscósmico. A nivel macrocósmico, el sistema era un reflejo del orden divino
en el cual la cabeza era Dios. El poder había sido distribuido por decreto
divino y daba lugar a un sistema de control visible tanto en el gobierno de la
nación como en el de instituciones más pequeñas, como la familia. Cada casa era
un microcosmos del reino macrocósmico, y esto resultaba crucial para mantener
el control de la población.
En cambio,
siguiendo con Foucault, el poder disciplinario se ejerce sobre el individuo a
fin de producir un sujeto obediente. Funciona a través de la ideología:
conceptos, valores, reglas, moral y todos los mecanismos que permiten la
coexistencia pacífica entre masas de individuos; se presenta como “normal” y
“natural” porque el individuo interioriza la ideología que lo produce. Pero las
ideologías que circulan en la sociedad tienen un efecto de control: son parte
de un sistema de poder que ha infiltrado la totalidad de la sociedad. (Foucault, 110)
Aterrizando
esto en el estudio de la literatura infantil y juvenil, uno de los medios más
poderosos para hacer que el niño interiorice la ideología es la lectura. Con
las inocentes historias que el padre, la madre o la abuelita le leen antes de
dormir, no lo están acompañando, lo están adoctrinando. Se trata de un círculo
cerrado: la literatura infantil disciplina al niño en el ideal de la familia, y
la familia es el primer espacio donde el niño se sumerge en la ideología. Es la
primera institución disciplinaria. De acuerdo con Ann Alston, la ideología de
la familia es en sí misma un sistema disciplinario y como tal es impuesta y, en
gran medida, autoimpuesta. La familia se mantiene como el espacio central del
poder. Emitimos nuestros juicios desde la perspectiva de los valores
introyectados y continuamos los rituales familiares como si nos sintiéramos
observados, comparando nuestra familia con otras tanto reales como imaginarias.
De modo que el hogar es un espacio de supervisión en la misma medida que lo son
las escuelas, los hospitales y las prisiones. (Alston,
10)
En la
literatura infantil, el niño ve ilustrados aquellos conceptos que posibilitan
su incorporación al mundo de los valores adultos: la familia, el hogar, su
propia infancia como estado paradisíaco, su vulnerabilidad como estado de
inocencia. Estos conceptos son centrales a las obras literarias que se le
prescriben, pero no tienen sus raíces en otras obras del mismo género, sino en
la gran literatura y en el desarrollo mismo de la cultura occidental.
Ciertamente, el ideal de la infancia, que instauró la imagen del niño como
intrínsecamente inocente, tiene sus raíces en las obras de William Wordsworth y
Jean Jaques Rousseau. De acuerdo con el dogma cristiano, a causa del pecado
original, el ser humano nace como un ser caído cuya aspiración será alcanzar la
redención a través de la Gracia, que se alcanza durante el proceso de
socialización. De acuerdo con Wordsworth y Rousseau es al contrario: el ser
humano nace puro, “arrastrando nubes de gloria” (Wordsworth), pero el proceso
de socialización destruirá su inocencia convirtiéndolo en un ser caído.
Entonces el adulto es siempre un ser que ha perdido algo, que tiene menos de lo
que tenía cuando era niño. Un ser espiritualmente inferior, espiritualmente
mutilado, caído. Y esta pérdida, como en el mito de Adán y Eva, es resultado de
la adquisición de un conocimiento: el conocimiento de la vida adulta y en
particular de la vida sexual. Sólo hay que ver el celo con que muchos adultos
en México hablan de “quitarles la inocencia” o incluso “robarles la infancia” a
los niños cuando se les expone al conocimiento de la realidad sexual. El adulto
ha perdido su pureza y jamás podrá recuperarla. Lo único que puede hacer –y
debe hacer– es proteger la inocencia de quienes todavía son niños y dirigir su
desarrollo moral de modo que la pérdida sea mínima y al final quede resarcida
por una reorientación hacia “el buen camino”. Es cosa cotidiana en México ver
cómo las madres y los padres lloran en la fiesta de XV años de su hija –que ya
perdió la inocencia de la infancia y ahora deberá defender los valores
inculcados por su familia para convertirse en “una mujer de bien”– y luego cómo
esos mismos padres y madres declaran, en la boda de la hija o el hijo que ya
está cumplida su misión. Todos los caminos llevan a Roma, y Roma es la
fundación de la familia. Y entre todos los instrumentos que ayudan a
introyectar este ideal en la mente infantil y garantizar así la continuidad del
modelo, no hay ninguno más poderoso que la literatura y sus manifestaciones
audiovisuales: películas, telenovelas, series, etcétera.
No importa
si todo el mundo sabe que la familia puede ser un espacio hostil. No han sido
pocos los autores –Charles Dickens a la cabeza– que mostraron en sus obras el
otro lado de la realidad: que el sacrosanto hogar puede ser un espacio de
violencia y sufrimiento. Por otra parte, veamos que hay muy pocos matrimonios
felices en las novelas de Jane Austen y, aún así, las bodas son lo que da el
final feliz en todas ellas. Nada de esto importa. La literatura infantil y
juvenil está aquí para seguir adorando a la familia y, si llega a mostrarse que
ésta puede ser un espacio sofocante, sórdido o agresivo, especialmente si es
transnormativa, es sólo para hacer brillar aún más, por contraste, a la familia
ideal. Un ejemplo entre muchos: en Charlie y la fábrica
de chocolate, de Roald Dahl, Charlie Bucket gana al final la fábrica de
chocolate, pero resulta que Willy Wonka tiene algo aún mejor: una familia. La
felicidad verdadera –nos dice insistentemente la literatura infantil y juvenil–
es imposible sin el amor y el apoyo de la familia.
Incluso las
historias de aventuras tienen el propósito de disciplinar al lector en estas
ideas. De acuerdo con Elizabeth Thiel, en las historias de aventuras, los
chicos se “liberan” del medio familiar sólo para reproducirlo. La gran aventura
empieza con la chica o el chico yendo solo hacia el mundo, sin la supervisión
de los adultos, y toda la historia será una prueba de qué tanto es capaz de
comportarse como adulto; es decir, qué tanto ha sido capaz de introyectar y
reproducir el modelo familiar. Hablamos de reproducir los roles de género de
los padres: proporcionar alimento, establecer rutinas, asumir y distribuir
responsabilidades. La aventura infantil es entonces no un escape sino un
ensayo. (Thiel, 165)
¿No hay
escapatoria entonces? Parecería que sí. Por ejemplo, en Peter Pan, de
J.M. Barrie, el protagonista, un chico que logró romper para siempre el cerco
del mundo adulto, se lleva a los tres niños de la familia Darling a pasar unas
maravillosas vacaciones de aventura en un mundo no supervisado: la tierra de
Nunca Jamás. Peter
Pan parece ciertamente ser un texto revolucionario que cuestiona la
ideología de la familia; sin embargo se adhiere a muchas convenciones e ideales
tradicionales. En la tierra de Nunca Jamás, los chicos se encuentra separados
de sus padres, buscando aventuras. No obstante, como observa Alston, su estilo
de vida se halla basado en estructuras adultas. El hogar de los Darling se
presenta bajo una luz cómica: el señor Darling es débil, pomposo y tonto,
mientras que la nana de los niños, descrita como práctica y sensata, es una
perra San Bernardo. A pesar de toda esta ambigüedad y aparente cuestionamiento
de la familia, el narrador promete que “todo saldrá bien al final” (Barrie, 8). Y, efectivamente, al final
los niños regresan a casa. Los padres pueden ser tontos, inseguros e indignos
de confianza, pero siguen siendo amorosos y por eso, al final, Wendy, John y
Michael reciben su abrazo incondicional. Peter seguirá siendo inmortal, tal vez
libre, pero siempre volverá en busca de alguna Wendy que quiera ser su mamá por
un tiempo. La novela recuerda a los lectores adultos e infantiles que todos los
niños necesitan una madre y desean una familia. (Alston, 43-44) No es una regla absoluta que todo niño varón
deba prepararse para ser padre, pero sí lo es que toda niña tendrá que ser
madre de una u otra forma.
Continuando
con Alston, a las heroínas se les permite soñar y a veces hasta tienen la
libertad de experimentar temporalmente una vida más independiente, pero luego
se ven arrastradas de regreso al mundo de lo doméstico y eso –se nos dice– es
un final feliz. En Peter Pan, Wendy
tiene la oportunidad de elegir y escapar del mundo doméstico y lanzarse a la
aventura, pero de todos modos hace lo que “le toca”: cocinar, limpiar y cuidar
a Peter y a los niños. Al final no importa qué vida escoja, si regresa a casa o
se queda en Nunca Jamás; de todas maneras acabará desempeñando su papel de
madre. De igual manera, en Mujercitas, de
Louisa May Alcott, Jo se va de viaje, pero regresa a lo doméstico; Ana de las
Tejas Verdes, de L.M. Montgomery, tiene la oportunidad de irse a estudiar,
pero se queda para cuidar a Marilla. La heroína infantil está destinada a
convertirse en madre. (Alston, 44)
Podría
decirse que estos ejemplos vienen de muy atrás. Pues veamos uno más cercano a
nosotros: Las
crónicas de Narnia. Y veamos uno todavía más cercano, perfectamente
contemporáneo: la saga de Harry Potter.
En Narnia, los niños
se ven separados de sus padres. Hay cuatro: dos niños y dos niñas. El mayor es
varón y, por lo tanto, es el líder. La que sigue es una chica: le toca ser la
madre sustituta. Narnia promueve
la ideología familiar convencional. Es sobre la lucha entre el Bien y el Mal.
El Mal se encuentra personificado por la Bruja Blanca, cuya condición maligna
se ve en términos de antifamilia: no tiene esposo ni hijos y rechaza lo
doméstico. En contraste, los personajes buenos –el señor Tumnus y los Beaver–
se hallan rodeados de familia y referentes domésticos. En Narnia, el Bien
se representa en términos de familia, hogar y comida. Aslan podrá tener un papel
mesiánico, pero lo importante es que la familia y su unidad es lo que al final
vence al reino del Mal de la Bruja Blanca. (Alston,
56)
En Harry Potter, al
final de la saga, la familia natural de Harry demuestra ser más poderosa y
confiable que la familia transnormativa conformada por los tíos. La madre del
protagonista, Lily, es el epítome de la figura femenina que se sacrifica para
salvar a su hijo. La moraleja final es que el amor maternal y la familia
natural son el poder más grande sobre la tierra, más grande que las fuerzas
oscuras, más grande que la magia misma. Tristemente, en la raíz de esta
diferencia hay una diferencia de clase. En efecto, como bien señala Alston,
para el niño de clase media, la familia transnormativa se representa como
inferior a la unidad de la familia “natural”. En cambio –y hay que ver aquí el
clasismo casi inherente a la literatura infantil– para el niño en condición de
pobreza, una familia transnormativa pero formada con los valores de la clase
media, siempre es preferible a la familia de origen. Son raros los casos como
el de Mary Lennox, la protagonista de El jardín secreto,
de Frances Hodgson Burnett, que acaba siendo más feliz con la familia
transnormativa que con la “natural”.
En efecto,
incluso en las numerosas historias de huérfanos que tenemos en la literatura,
la familia es el final feliz. De acuerdo con Alston, esto explica por qué la
figura del huérfano es tan gratificante para el lector tanto niño como adulto.
Al niño le permite seguir la vida de un personaje libre de sus padres, sabiendo
que, al final, el héroe se sentará a cenar en la comodidad de un hogar. Al
lector adulto le recuerda que los niños necesitan que los cuiden, le hace
sentirse necesario e importante y le da seguridad en la validez de la
estructura familiar. (Alston, 44)
Mucha de la literatura infantil y juvenil del siglo XX tiene huérfanos como
protagonistas: El
jardín secreto, Peter Pan, Ana de las
Tejas Verdes, Harry Potter, la Trilogía de la
materia oscura...
Esto de la
familia transnormativa es un tema especialmente espinoso en un país como
México, donde la figura de la madre, idealizada y a la vez oprimida, se
encuentra en las raíces más profundas de la cultura, como lo han analizado
Octavio Paz y Roger Bartra. El paso del siglo XX al XXI ha significados cambios
dramáticos en la percepción de la institución familiar, que la sociedad
mexicana ha registrado con la misma fuerza que el resto del mundo: se ha
reducido la mortalidad infantil, las parejas tienen menos hijos y muchas veces
sólo uno e incluso hay un creciente movimiento antinatalista, los hijos siguen
viviendo en la casa aún ya adultos, es más fácil divorciarse, las familias
mezcladas son más comunes porque los padres se divorcian y vuelven a casarse,
las familias gays empiezan a ser aceptadas... Los cambios son inmensos y, sin
embargo, sigue habiendo una tendencia a añorar la perdida época dorada de los
valores familiares y a promover la imagen de la familia que come y juega con el
padre, la madre y los hijos. En esta imagen idílica que los adultos
tradicionales quieren creer que existía no hay lugar para la violencia ni la
corrupción ni la inmoralidad. “Qué cosas tan feas leen ahora”, dicen. Ya no es
como en mis tiempos, que todo era bonito”. Olvidan que un gran éxito de 1975
(nuestros autores nacidos en la década de los 60 se acordarán) fue Nacida inocente,
de Bernhardt J. Hurwood: una novela en donde, en las primeras páginas, una niña
de 14 años es violada con un palo. Tuvo tanto éxito que hubo una segunda parte
y luego una imitación: Motín en el
reformatorio, de Jack Thomas. Esos libros, los chicos que hoy somos autores
de LIJ nos los recomendábamos unos a otros, nos los prestábamos y los adultos ni se
enteraban. Esos adultos que ahora vienen con eso de que “tan bonitos los libros
que leíamos antes”.
Aquí hay que
reflexionar en otro cambio que, en México, viene de las últimas décadas del
siglo XX. Si en las familias de antes el padre era la figura más importante,
ahora el niño se convirtió en el centro de la familia, de modo que la misión de
los adultos es satisfacer las necesidades de consumo de los hijos. Diríase que
sin ellos su vida carece de sentido. Hoy en día, el niño tiene un poder que
nunca antes había tenido en la historia; no es sólo el agujero negro de la
economía familiar, es el centro emocional de la familia. Por eso oímos con
frecuencia que los padres atrapados emocionalmente declaran que siguen juntos
“sólo por los hijos”.
Por
supuesto, nuestra literatura lo ha registrado abundantemente. Como hemos visto,
la mayoría de los autores mexicanos de literatura infantil y juvenil provenimos de un espacio social que fue muy bombardeado ideológicamente con el asunto de
los valores familiares. En la
mayoría de las obras, la familia es un tema secundario y en
realidad funciona como marco a una acción principal, por el simple hecho de que
los niños no viven solos y hay que inventarles un contexto. Pero en otros casos
puede verse un registro efectivo de los retos que enfrenta la familia
tradicional y su paso hacia la familia transnormativa. Por ejemplo, en Los días de Lía,
de Edmée Pardo, la primera menstruación de la protagonista aparece como un
sangriento reflejo de la crisis familiar que se precipita. La metaforización de
esta crisis adquiere una lectura positiva, de renacimiento y empoderamiento, si
consideramos la visión ancestral de la menarquia como iniciación. Lía debe
abandonar el esquema tradicional familiar para dejar atrás la infancia.
Otra novela
donde el divorcio de los padres de la protagonista aparece sincronizado con un
acontecimiento disruptivo (en este caso el terremoto de 1985 en la Ciudad de
México) es Cuando
Plutón era un planeta, de Flor Aguilera. Y hablando de esta autora –una de
las que más han examinado por todos lados el mito de la institución familiar–, otra
obra que viene a cuento es su novela juvenil El hombre lobo es
alérgico a la luna llena. Aquí, de manera por demás interesante, la
resistencia al cambio no viene del adulto sino del protagonista adolescente. El
héroe –Federico– tiene 14 años y vive con su madre. Toca en una banda de música
y escribe muy bien, lo cual le gana la aceptación de las chicas de su medio
social. Hasta aquí todo bien. El contexto nos da una zona de confort que sin
embargo tiene una grieta por la cual podrá colarse la catástrofe: no hay padre.
La madre de Federico es divorciada. El mundo del protagonista, de por sí débil
de acuerdo con la visión tradicional de la familia, puesto que se encuentra
sostenido en un solo pilar, se verá convulsionado por el anuncio de la madre de
que va a volver a casarse a fin de formar una familia más grande; es decir, una
familia transnormativa. La novela crece en torno de esta crisis.
Una obra de
la misma autora que asume una posición más radical es El (estúpido)
príncipe azul y otros mitos sobre el amor. A través de una charla entre dos
amigas que se llaman Flor y Alejandra, la autora va cuestionando los mitos del
amor romántico y desconstruyendo las ideas inculcadas por la tradición
familiar, en el sentido de que ser mujer y ser soltera es una desventaja y un
fracaso, o que una vida realizada implica tener hijos, o que las comodidades de
la vida deben venir de un marido proveedor. Luego de analizar y subvertir estas
ideas en la primera parte del libro, la segunda parte se dedica a apuntalar la
proposición básica: que la soltería puede ser una decisión personal y no
implica ninguna pérdida de oportunidades ni de nada. El problema aquí es que no
hay personajes propiamente hablando; Flor y Alejandra son dos voces nada más
que dialogan para ir construyendo un libro que, con todo y sus anécdotas, tiene
mucho más de ensayo que de narrativa. Esto hace que, como bien puede
argumentarse, el libro es más para la lectura de los adultos que para la de los
chicos. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que El (estúpido)
príncipe azul y otros mitos sobre el amor podría ser hasta ahora el
asalto mejor vertebrado al discurso de la familia tradicional.
Por último
parece necesario detenerse en la obra de Norma Muñoz Ledo, ya que, en todos sus
libros, la familia es el centro en torno del cual se mueven los personajes y
sus conflictos. Esto se ve ilustrado en El nuevo restaurante
de Pierre Quintonil (ausencia del padre), en Zorrillo (relación
de hermana y hermano y tío y sobrinos) y en Mamá
Tlacuache (relación madre-hijo).
Además de
estos títulos, hay un libro de Norma Muñoz Ledo que parece prestarse
especialmente a la reflexión sobre las representaciones de la familia en la
literatura infantil y juvenil mexicana: Peligro de suerte.
Aquí el protagonista es la familia en su conjunto: un héroe colectivo. En
efecto, Peligro
de suerte nos cuenta el batallar de la familia Pachón, que ha perdido
su fortuna y, con ella, los privilegios de clase a los que estaban
acostumbrados. Ahora deben resignarse a ser parte de una clase media con la que
nunca se habrían sentido identificados y, a la manera de un proceso de muerte
con todas las fases de Kübler-Ross, viven momentos de negación, ira,
negociación, depresión y, finalmente, aceptación. En este proceso diría
iniciático, luego de una larga serie de penurias, más emocionales que
materiales, los distintos integrantes de la familia se descubren más fuertes y
más capaces, pero, sobre todo, más unidos. La novela es con todo esto un
espectacular monumento a la institución familiar, no sólo como fuente
privilegiada de fortaleza interior, sino, a fin de cuentas, como única
posibilidad de supervivencia en un mundo quebrantado por el individualismo.
Paralelamente
con esta visión tradicional, la autora va construyendo una serie de respuestas
a los temas más espinosos de las transformaciones sociales actuales: la
injusticia social, las crisis económicas, el miedo a los cambios, el miedo a
envejecer, la incertidumbre como parte de la cotidianidad, los derechos
sexuales, los crímenes impunes, la competencia caníbal entre las personas en
todo y por todo, el alcoholismo, la soledad, la hipocresía, el racismo, el
clasismo... Peligro
de suerte es, a final de cuentas, una radiografía de la sociedad
chilanga con todos sus prejuicios, traumas, fetiches, fantasías de grandeza y
complejos de pequeñez. Y a través de este cristal se observa lo que parece ser
la institución fuerte: la familia. Esto hace de ella una novela esencialmente
optimista, como lo es casi toda la literatura infantil y juvenil. Llama la
atención cómo, en medio de un cuestionamiento constante a la ideología
dominante, Norma Muñoz Ledo mantiene una lealtad férrea al discurso victoriano
de la familia natural: padre, madre e hijos, que aquí se antojan una versión
siglo XXI de los 300 espartanos legendarios que sostuvieron el embate de los 10
mil soldados de Jerjes.
Además de
todas estas novelas, vale la pena reparar en el libro Esta familia
que ves, de Alfonso Ochoa. No es propiamente una obra narrativa, sino un
álbum ilustrado por Valeria Gallo, con textos escritos en verso. Aunque no se
desarrollan las historias como tales, el libro contiene doce bocetos de
familias transnormativas, incluyendo las que tienen dos papás o dos mamás.
Todas ellas comparten un edificio de departamentos y –dicen los editores– “son
diferentes, pero se quieren igual”.
Más que como un callejón sin salida, este panorama se presenta
ante nuestros ojos como un desafío colosal. En el México del siglo XXI, uno de
los grandes problemas sociales es la fragilidad del núcleo familiar. Más que
nunca antes, y debido en parte a la actitud defensiva-ofensiva que han adoptado
los sectores más conservadores respecto a las distintas demandas de equidad e
inclusividad, se registra un conflicto constante entre padres e hijos, entre
hermanos y hermanas, etcétera. Y más que nunca parece necesario resolver las
diferencias y encontrar la manera de funcionar como familia. Es una cuestión de
supervivencia. Y la literatura infantil y juvenil tiene la oportunidad
histórica de ser una tabla de salvación. La pregunta es, ¿hacia dónde puede
moverse? ¿Va a continuar haciendo el juego a los sectores conservadores,
pagando tributo a una ideología cada vez más divorciada de la realidad? ¿O va a
asumir la peligrosa responsabilidad de dar el hachazo a los valores
tradicionales, dejando para después la cuestión de cómo llenar el hueco que
quede?
La respuesta
no es fácil, pero una opción sería continuar por el camino de esa minoría de
autores cuya obra se comenta en estas páginas: no quedarse atrás de la
sociedad, replantear los esquemas familiares sin abolirlos, dotar el concepto
de familia con una nueva imagen y permitir que la imaginación de los lectores
descubra modos de vida alternativos en lugar de seguir creyendo que la
felicidad adulta tiene un solo camino. Una frase que sintetiza muy bien este proyecto
es la de Jane Howard: “Llámalo clan, llámalo red, llámalo tribu, llámalo
familia: como quiera que lo llames, quienquiera que seas, necesitas una” (Howard, 18).
Bibliografía
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Harmonsdsworth, Puffin Books, 1985.
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