Una voz femenina, infantil, inmensamente triste y lánguida... es como un
ulular, como la voz de una niña que cantara antes de morir, despidiéndose de la
vida... como se imagina uno que han de cantar los fantasmas que no tienen paz. Pero casi no se oye: no es un canto
realmente; es como un sollozo sofocado por la neblina... viene del hueco de
una de esas puertas de madera podrida tapiadas por la hiedra.
No puede
ser un borracho ni un vagabundo, desde luego. Con todo y que hay algo en ese
ulular que me hiela la sangre, me acerco. Sorpresa: es Yara. Está ahí
acurrucada, hecha un ovillo como un perro sin casa: una sombra entre las
sombras. Apenas y la reconozco. Pero ella ya me ha visto porque no se
sobresalta cuando la toco, todavía dudando de si será quien yo creo.
—Hola —me
dice, suspendiendo su canto.
—Hola —si
fuera supersticioso, me habría dado miedo de que Yara ya hubiera muerto y eso
no fuera ella sino su fantasma. Porque además se siente helada.
—¿Qué
andas haciendo por acá, niño?
En lugar
de responderle, le pregunto:
—¿Ya estás
bien? —y le toco la frente para ver si no tiene fiebre. Pero no, al contrario:
está fría como un metal. Y húmeda por el rocío de la noche.
—Yo
nunca voy a estar bien, Horacio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario