Imagen: "Rainy Street 3", de Ole Lensmar (Flickr)
“Paso por ti a la estación”, me
dijo mi amiga. “Está bien, aquí te espero”. En eso se soltó la lluvia. Me gusta
ver llover, así que salí a la calle y me paré bajo la marquesina. De cualquier
manera no había otra cosa qué hacer: es una estación pequeña, sin tiendas ni
cafés ni nada. Al ver cómo iban de lento los coches, levantando grandes olas de
agua sucia, me hice a la idea de que tendría que esperar un buen rato. Y aquí
estoy.
Miro
el sitio de taxis enfrente de mí. Los choferes llegan en orden, cargan rápido a
sus pasajeros y se van. Una rubia gorda, cuarentona, vestida con ropa deportiva
y una gorra de béisbol que anuncia la cerveza Heineken, hace de checadora. Si
no hay pasaje ni llamadas, se sienta en una banca de metal bajo un toldo de
plástico azul brillante. Pegado a uno de los postes que lo sostienen hay un
letrero con el nombre y los números telefónicos del servicio de taxis. También
hay una estructura de cemento destinada a proteger el teléfono y una vitrina
con una Virgen de Guadalupe. Si alguien llama, la gorda sólo tiene que extender
el brazo para contestar; es un esfuerzo mínimo y sin embargo lo hace sin
apresurarse, como si le pesara, como si odiara hacerlo. Eso sí, no pierde
oportunidad para platicar y reírse con los choferes que llegan.
Distraído
en observarlos, no me doy cuenta de que un hombre me observa a su vez y al
parecer ha decidido acercarse a mí. Además de él, hay pocas personas bajo la
marquesina: un ama de casa con su niño, dos muchachas como de veinte años, un
tipo de pelo largo, en overol, muy alto y flaco; un oficinista joven de traje
gris... tal vez también esperan a alguien que viene por ellos, o no esperan a
nadie pero no quieren ni mojarse ni pagar un taxi.
El
hombre que se me acerca trae un fedora gris, un saco del mismo color, pantalón
de mezclilla, zapatos cafés mojados... usa bigote y una barba de tres días que
ya se ve entrecana. Me da la impresión de que es alcohólico y viene a pedirme
dinero para beber, pero no es así. De algún lugar hace aparecer una cajetilla
de Camel y me pregunta si tengo lumbre.
“No
fumo”, le contesto.
El
tipo me da las gracias de todos modos y echa a andar hacia el oficinista del
traje gris, con la misma petición. Mismo resultado.
Va
a pedirle fuego al hippy del overol, luego a las dos chicas. Por algún motivo
descarta a la señora con el niño; tal vez no le ve cara de cargar encendedor.
En cambio se dirige a un tipo mal encarado que viene saliendo de la estación.
Nada. Nadie tiene fuego. Nadie fuma. Pero el tipo no se desanima. Actúa como si
estuviera seguro de que en algún momento, finalmente, alguien le proporcionará
los medios para encender su cigarrillo.
Pasan
los minutos. Ni vienen por mí ni el fumador encuentra otro fumador. Va y le
pregunta a la gorda, sólo para que ella lo ignore.
Pienso
en la época en que todo el mundo fumaba. No me di cuenta cómo se fueron
acabando. Bueno, deben de quedar muchos por ahí; si no, ya no
venderían cigarrillos. Pero hoy, esta tarde, en este barrio, parece haber sólo
un fumador. Tiene cara de galán venido a menos; seguro se sentía feliz cuando
podía compartir sus cigarrillos con alguna mujer, cuando se inclinaba hacia
ella para prenderle uno y le hacía casita con la mano al encendedor. Seguro era
de esos hombres de antes de la prohibición en interiores, que al llegar a una
cantina ponían la cajetilla sobre la mesa para que los amigos se sintieran
libres de tomar de ahí. Y seguro que la mayoría de esos amigos han ido
capitulando poco a poco, siempre con la excusa de la salud. ¿Cuánto tardará él
en capitular también? ¿O estará decidido a seguir fumando hasta el final?
La
Virgen de los taxistas le hace el milagro: un auto se detiene para dejar a una
mujer guapa que viene a la estación. Por la ventanilla asoma el brazo peludo
del conductor, la mano tosca con un cigarrillo humeando entre los dedos.
El
tipo corre hacia allá. Pero el conductor ha de pensar que quiere dinero para
beber, sube el vidrio de su ventanilla y se apresura a alejarse.
No
alcanzo a ver el desenlace de la historia. Mi amiga se ha detenido enfrente y
me hace señas para que vaya y suba a su coche.
5 comentarios:
Casi los veo...
Maestro, con este relato entendí el estilo de Dibujos a lápiz, me refiero a la forma narrativa, como alguien contando lo que ve, como si eso que ve y describe con tanta precisión fuera y/o es algo tan trivial, tan cotidiano y citadino que los que vivimos en la periferia no nos damos cuenta de eso que pasa, como si no pasara porque es algo tan común. Por suerte, contamos con un narrador que nos narra la vida para recordarnos que hasta lo más trivial existe y nos lo hace ver.
Gracias por leerme así, tan receptivamente, Toño. Te mando un abrazo.
Agustín.. me encanta el esbozo: la lluvia, el humo, los cigarrillos, los personajes... Me gusta
Gracias, querida amiga.
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