jueves, febrero 21, 2019

Fragmento inicial de mi poema narrativo "La ofrenda debida"



Nací varón.
El deseo se agita bajo mi piel
con violencia de varón,
con alardes de varón.
Mi carne se yergue al presentir la hembra,
muerde.
Y el aroma de mi lascivia
ahuyenta a las esclavas, a las infecundas,
a las que en su casa
cubren los espejos para no verse.

Varón me parió mi madre.
Mis pies conocen por instinto sus caminos,
el territorio que mi orina ha dicho mío:
la tienda de la ramera, que sabe a incienso y cardamomo,
los baños donde la niña se descubre en el olor de la naranja;
el camino errático de la esposa
con su hastío de bestia mansa
y la lenta transfiguración de su mirada en noche.

A través de mis ojos los abuelos miran.
Ellos entregaron a las diosas la ofrenda debida.
Invocaron la fuerza de sus hembras
para que la tierra diera espigas y las cabras hijos.
Y ellos, también, supieron de la fuerza y del cuchillo.
Hicieron viudas para quedarse con ellas,
probaron en su lengua el espanto, el odio,
las uvas fuertes del rubor profanado.

Eran hombres.
La misma mano que ordenó el sacrificio
y se elevó a la luna en oración de obediencia,
arrastró una virgen al lecho del padre derrotado,
cortó su cinturón y arrancó sus ropas
con el desprecio y el triunfo en la  sonrisa
como se arrancan los pendones de un rey caído.
Olorosa a hierro, a sangre, a antorchas incendiarias,
esa mano apartó los muslos como se abre una puerta,
dejando en su blancura un moretón
y el arañazo rojo de los dedos dueños,
la marca del amo, del macho saciado que más tarde,
sentado a la mesa de los hombres,
frente al fuego del hogar vencido,
harto de vino y de carne de animales,
sentirá que entre la grasa —caliente, dorada—
que sus uñas cubre de barniz,
aletea aún, moribundo, un suave olor de frutos tiernos,
un hálito de vida despertada,
de sangre que no conoció hierro.

***

El patriarca se está quedando ciego.

Es un mal signo para la tribu.

Debimos matarlo según la ley,
hacer ofrenda de él cuando era joven.

Ahora, sin jefe, debemos errar.
Se ofrecerán las hembras como esclavas.
Los hombres nos haremos mercenarios,
espadachines errantes, ladrones.

Guardaré la memoria de la tierra:
el país de mis padres, donde mi raza
alzaba todavía sus estandartes
y en torno de las hogueras festivas
mis tíos y mis primos, con sus mujeres,
cantaban y aplaudían y bailaban
danzas feroces de dioses marciales.

Mientras tanto, los niños se adiestraban,
recibían la primera iniciación.
Las muchachas bordaban con su pelo
los negros caracteres de la guerra
en las vainas de cuero de las espadas.


Crece con el recuerdo mi tristeza.
Lejos de mi país dirijo mis pasos.
No comeré más domésticos frutos,
no más mis labios tocarán el higo,
la granada, la túrgida aceituna.
Ni tendré ya las aromosas carnes
de suntuosas mujeres alquiladas.
No oiré los brazaletes de sus pies.

Mi país queda lejos, a muchos meses de viaje.
Era una tierra de murallas,
de yermos oscuros, llenos de fieras,
misteriosos, donde voces de niñas
balaban encantadas, murmuraban
con el viento y entre risas, al oído
del extraño, repetían nuestra historia,
la leyenda de la sangre que fue.

Me separa de ahí ya gran distancia:
la lejanía del odio, el yermo de los celos.
Lloro por el lecho atardecido de mi amante:
mujer que ama los caballos,
laurel azul de mi secreto laberinto,
manzano de plata en medio de la noche.

De lo alto caen brasas
más grandes que manos de niños:
granizo de fuego, enjambres de lava.
Eso es el camino adelante:
pequeños islotes donde no cabría
una docena de esclavas hacinadas.
Grises terrones, grumos de la noche
van flotando en el lago a la deriva,
en el lago de azufre, cáliz de la ira.

Al fondo del valle, triste, arroja humo
una estéril cascada de lava negra;
al caer da nacimiento a un río muerto,
a una corriente oscura, deletérea,
cuyo rumor arrastra en convulsiones
un antiguo lamento de cenizas.

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