Nací varón.
El deseo se
agita bajo mi piel
con violencia
de varón,
con alardes de
varón.
Mi carne se
yergue al presentir la hembra,
muerde.
Y el aroma de
mi lascivia
ahuyenta a las
esclavas, a las infecundas,
a las que en su
casa
cubren los
espejos para no verse.
Varón me parió
mi madre.
Mis pies
conocen por instinto sus caminos,
el territorio
que mi orina ha dicho mío:
la tienda de la
ramera, que sabe a incienso y cardamomo,
los baños donde
la niña se descubre en el olor de la naranja;
el camino
errático de la esposa
con su hastío
de bestia mansa
y la lenta
transfiguración de su mirada en noche.
A través de mis
ojos los abuelos miran.
Ellos
entregaron a las diosas la ofrenda debida.
Invocaron la
fuerza de sus hembras
para que la
tierra diera espigas y las cabras hijos.
Y ellos,
también, supieron de la fuerza y del cuchillo.
Hicieron viudas
para quedarse con ellas,
probaron en su
lengua el espanto, el odio,
las uvas
fuertes del rubor profanado.
Eran hombres.
La misma mano
que ordenó el sacrificio
y se elevó a la
luna en oración de obediencia,
arrastró una
virgen al lecho del padre derrotado,
cortó su
cinturón y arrancó sus ropas
con el
desprecio y el triunfo en la sonrisa
como se
arrancan los pendones de un rey caído.
Olorosa a
hierro, a sangre, a antorchas incendiarias,
esa mano apartó
los muslos como se abre una puerta,
dejando en su
blancura un moretón
y el arañazo
rojo de los dedos dueños,
la marca del
amo, del macho saciado que más tarde,
sentado a la
mesa de los hombres,
frente al fuego
del hogar vencido,
harto de vino y
de carne de animales,
sentirá que
entre la grasa —caliente, dorada—
que sus uñas
cubre de barniz,
aletea aún,
moribundo, un suave olor de frutos tiernos,
un hálito de
vida despertada,
de sangre que
no conoció hierro.
***
El patriarca se
está quedando ciego.
Es un mal signo
para la tribu.
Debimos matarlo
según la ley,
hacer ofrenda
de él cuando era joven.
Ahora, sin
jefe, debemos errar.
Se ofrecerán
las hembras como esclavas.
Los hombres nos
haremos mercenarios,
espadachines
errantes, ladrones.
Guardaré la
memoria de la tierra:
el país de mis
padres, donde mi raza
alzaba todavía
sus estandartes
y en torno de
las hogueras festivas
mis tíos y mis
primos, con sus mujeres,
cantaban y
aplaudían y bailaban
danzas feroces
de dioses marciales.
Mientras tanto,
los niños se adiestraban,
recibían la
primera iniciación.
Las muchachas
bordaban con su pelo
los negros
caracteres de la guerra
en las vainas
de cuero de las espadas.
Crece con el
recuerdo mi tristeza.
Lejos de mi
país dirijo mis pasos.
No comeré más
domésticos frutos,
no más mis
labios tocarán el higo,
la granada, la
túrgida aceituna.
Ni tendré ya
las aromosas carnes
de suntuosas
mujeres alquiladas.
No oiré los
brazaletes de sus pies.
Mi país queda
lejos, a muchos meses de viaje.
Era una tierra
de murallas,
de yermos
oscuros, llenos de fieras,
misteriosos,
donde voces de niñas
balaban
encantadas, murmuraban
con el viento y
entre risas, al oído
del extraño,
repetían nuestra historia,
la leyenda de
la sangre que fue.
Me separa de
ahí ya gran distancia:
la lejanía del
odio, el yermo de los celos.
Lloro por el
lecho atardecido de mi amante:
mujer que ama
los caballos,
laurel azul de
mi secreto laberinto,
manzano de
plata en medio de la noche.
De lo alto caen
brasas
más grandes que
manos de niños:
granizo de
fuego, enjambres de lava.
Eso es el
camino adelante:
pequeños
islotes donde no cabría
una docena de
esclavas hacinadas.
Grises
terrones, grumos de la noche
van flotando en
el lago a la deriva,
en el lago de
azufre, cáliz de la ira.
Al fondo del
valle, triste, arroja humo
una estéril
cascada de lava negra;
al caer da
nacimiento a un río muerto,
a una corriente
oscura, deletérea,
cuyo rumor
arrastra en convulsiones
un antiguo
lamento de cenizas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario